¿PROTECCIÓN O LIBRECAMBIO?

(PROTECTION OR FREE TRADE)

Examen del Problema Arancelario con Especial Atención a Los Intereses del Trabajo

por

HENRY GEORGE

Traducción directa del inglés por

BALDOMERO ARGENTE DEL CASTILLO

ROBERT SCHALKENBACH FOUNDATION

NEW YORK 1995


 

Primera edición de Protection or Free Trade (¿Protección o

Librecambio?) publicada en inglés por Henry George & Co.,

New York City, New York, United States of America, 1886

Varias ediciones posteriores publicadas en Canada, Inglaterra, y U.S.A.

Otras ediciones publicadas en alemán, chino, danés, francés, holandés, y portugés

Primera edición española publicada por La España Moderna, Madrid, España, 1901

Dos ediciones posteriores publicadas por Francisco Beltrán Librería en Madrid, España, 1912 y 1931

Tercer edición publicada por Fomento de Cultura Ediciones en

Valencia, España,1966

Cuarta edición publicada por la Robert Schalkenbach Foundation, New York City, New York, U.S.A., 1974 Segunda impresión, 1988

Este libro, el tercer impresión, 1995_

ISBN 0-911312-16-1

Impreso por National Reproductions Corp., Madison Heights, MI

A ía memoria de aquellos iíustres Franceses hace cfeC siglo . . . Quesnay, Turcot, Mira6eau, Condorcet, Dupont

y sus seguidores quienes en las noeftes del despotismo previeron Cas íjíorias del naciente dia.

-Henry George


 

PROLOGO A LA PRIMERA EDICION ESPAÑOLA

He traducido este libro, más que con entusiasmo, con veneración. Jamás han sido analizados con más rigor lógico, con más honrada inflexibilidad, con más precisa y luminosa expresión la gran mentira arancelaria y los artificios con que el proteccionismo trata de encubrir, con apariencias de beneficio general y de necesidad nacional, lo que es, sencillamente, el despojo de los más por los menos y un grave daño para la riqueza pública.

Pero la alta inteligencia de Henry George no podía limitarse a combatir la protección en su forma arancelaria. Lo transitorio de la influencia que el libre cambio ejerce en el bienestar de los pueblos no podía ser omitido por el hombre que ha escrito Progreso y miseria y Problemas sociales. Y al buscar las razones de este fracaso, siguió el curso de los efectos de toda causa propulsora del aumento en la producción de la riqueza hasta encontrar los canales disimulados por donde todo ese aumento de producción se desvía de su natural curso y, en vez de redundar en beneficio de los productores, se vierte en las cajas de los rentistas, acentuando el más importante y significativo de los fenómenos sociales cuya ley examinó en su primera obra citada: el desarrollo de la miseria a compás del acrecentamiento de la riqueza.

Por esto el libro ¿Protección o librecambio? es algo más que un estudio de la materia arancelaria: es el examen del problema social en su conjunto, el examen de todo el proceso económico, alma y resorte incontrastable de la civilización moderna, como es la clave de todo el desenvolvimiento histórico. Su lectura, su meditación, produce en el espíritu efectos análogos a los que ocasiona la meditación de Progreso y miseria: arroja repentinamente una luz inesperada, vivísima, sobre todos los, al parecer, oscuros problemas sociales y sobre las aparentemente inexplicables contradicciones de la evolución social que, a medida que se perfecciona y avanza, va engendrando aquellos males y dolencias que minan su robustez y acaban por matarla.

Un gran historiador inglés, Buckle, apreciando sintéticamente el desarrollo del Imperio Romano, después de rendir homenaje a la perfección de sus instituciones políticas y a las sólidas virtudes que cimentaban la grandeza de aquel pueblo, exclama en un arranque de sinceridad: «Y, sin embargo, algo había en el mundo romano, algo que no podemos determinar, que constituía una causa de honda y efectiva debilidad de este Imperio, porque de otra manera no sería comprensible que precisamente cuando abarcó todo el mundo explorado, cuando llegó a las cimas de su cultura, cuando comenzó a disfrutar de paz y de instituciones armónica y científicamente dispuestas, en vez de seguir el impulso creciente que de esta mayor fuerza y perfección debía dimanar, se iniciara un proceso de decadencia que lo llevase a la degradación de ser víctima de los bárbaros que él había despreciado. Algún gusano interior royó el tronco de este Imperio cuando parecía más robusto, y el trabajo silencioso de la carcoma escapa a los historiadores».

Esta causa es la que señala Henry George, en muchas alusiones que, a través de sus libros, hace a la civilización romana como sustancialmente idéntica en sus líneas fundamentales a la contemporánea. Henry George demuestra, con aquella evidencia que se impone a los hombres de buena voluntad, que, ayer como hoy, el gusano roedor de la civilización es la propiedad privada de la tierra que, permitiendo la opresión sobre el hombre despojado de ella, va poco a poco dividiendo la sociedad en dos mundos: el mundo de los parásitos, cada vez más ricos, y el mundo de los productores, cada vez más miserables y obligados a soportar la carga de los parásitos y de la sociedad entera, hasta que los productores se rinden, debilitados progresivamente de espíritu y de cuerpo, y caen en el surco, viniéndose al suelo instituciones, sociedad y civilización. Tal acaeció en el mundo romano; tal hubiera ocurrido ya en la civilización moderna, si el descubrimiento de las tierras americanas y oceánicas, permitiendo a los productores huir, no hubiera contenido las exacciones de los parásitos. Tal acontecerá, por fin, cuando la gran corriente de emigración a las tierras nuevas no sea posible, si antes las transformaciones de orden fiscal no han restituido al productor su libertad para competir con el monopolizador de la tierra, cercenando y llegando hasta anular las facultades que a éste le corresponden como propietario exclusivamente.

El monopolio de la tierra es la causa originaria de todas las desventuras sociales, que a su vez ocasionan todas las perturbaciones políticas. Y los daños derivados de la propiedad de la tierra se acrecientan por la protección arancelaria, que es un aliado del monopolio de las primeras materias, impidiendo que quienes en un país monopolizan la fuente original de la riqueza vean contenidas sus codicias por la competencia de otros países donde tal monopolio sea menos absoluto, y aumentando, por consiguiente, el desvalimiento del trabajo y de sus medios auxiliares, frente a quienes, por ser dueños de lo indispensable para ejercer el trabajo, sop árbitros, cuando ni el Poder público ni la competencia extraña los refrena, de la libertad y la vida de los demás.

Esta asociación entre el proteccionismo y el monopolio de la tierra, manantial de donde fluyen todos los problemas sociales, es la que estudia Henry George en ¿Protección o librecambio?, como complemento de las doctrinas estrictamente arancelarias. Su estudio, más que un deleite del pensamiento, es un deber de la conciencia; constituye una verdadera obligación moral, no sólo en el hombre culto, sino en el hombre honrado. Las obras de Henry George, aun siendo pocas, pueden por sí solas contrapesar toda la balumba de los innumerables estudios sobre cuestiones sociales con que inútilmente se embarazan las prensas y se atiborran las bibliotecas; cuanto en éstos son tinieblas, en aquéllas es luz. Por eso no habrá quien pueda jactarse con justicia de conocer las cuestiones sociales sin haber seguido paciente y minuciosamente, paso a paso, todos los razonamientos de Henry George, de los cuales puede decirse que encierran fertilidad tan inagotable que no hay campo de la actividad humana a que el pensamiento se arroje esclarecido por las ideas georgistas, donde no se descubra horizontes que antes estaban cerrados y no encuentre para el discurso senderos rectos que antes permanecían ocultos.

Con razón se ha llamado a Henry George «El Profeta de San Francisco». Sus libros tienen la fuerza persuasiva de un Evangelio; sus ideas, el relumbre cegador de la verdad. El tiempo presente está contemplando el comienzo del triunfo de las ideas de Henry George. En unos países conscientemente, como en Inglaterra, en otros países instintivamente, como en Alemania, las ideas de Henry George van presidiendo la evolución social y, para ello, transformando el sentido de la Historia, los fundamentos del Derecho, las esencias de las doctrinas morales. Un porvenir muy cercano guarda el triunfo pleno y definitivo de la doctrina georgista, explicación completa del curso y fenómenos de la vida social en todas las zonas, en todos los tiempos. Y cuando ese triunfo llegue, los huesos del pobre cajista americano se removerán gozosos en su tumba al sentir realizada su profecía de que el movimiento iniciado para la instauración de la justicia en la tierra, upa vez emprendido, cualesquiera que fuesen las resistencias en que tropezara, los obstáculos que se le opusieran, los sacrificios que requiriese, no se detendría jamás. Y el jovenzuelo errante, vagabundo y hambriento un día por las calles de San Francisco, el pensador cuyo libro fundamental ha merecido los honores de ser impreso más veces que ninguna otra obra del mundo, salvo la Biblia, recibirá la gloria de haber salvado él, por el rigor de su pensamiento y por la luminosa amplitud de su doctrina, cuanto hay de sano, de bueno y de noble en nuestra civilización.

Baldomero Argente

Madrid, septiembre 1911.


 

PROLOGO A LA TERCERA EDICION EN LENGUA CASTELLANA

La pobreza de las multitudes y las crisis de la producción hundieron el liberalismo, que no supo abolirías. Ahora, con los nombres y colores más diversos y hasta opuestos, los Estados planifican, dirigen y protegen, aun a riesgo de fomentar despilfarros, estorbos y favoritismos.

El dirigismo estatal no nos ha traído el deslumbrador progreso material moderno, el cual surgió del renacimiento de la libertad económica en Europa, y prosigue avanzando, gracias, sobre todo, a que el mismo gregarismo irreflexivo que antaño, dando por bueno todo lo viejo, sostenía las tradiciones, ahora, dando por bueno todo lo nuevo, impulsa la innovación a todo trance.

Pero el dirigismo tampoco nos ha dado el progreso moral indispensable para asegurar el buen uso del enorme poder material que el progreso técnico ha puesto en manos de los hombres.

Este atraso moral es debido, sobre todo, a la ciega pugna de los hombres por huir de la miseria que a todos aflige o amenaza. La insistencia con que los gobiernos, los trabajadores y los capitalistas se esfuerzan en elevar o, por lo menos, sostener las recompensas de la producción (salario e interés) demuestra que, por mucho que aumente el poder productivo, estas recompensas tienden a bajar hacia niveles de verdadera miseria.

La miseria y el miedo a caer en ella convierten en egoísmo insensato el natural instinto de propia conservación. Y aunque el natural deseo de paz y orden impida por la fuerza la usurpación violenta, es muy difícil evitar que el forcejeo por la riqueza mine los cimientos morales de la sociedad. El dirigismo, lejos de corregir este mal, puede agravarlo si convierte en negocio particular de unos pocos el nobilísimo arte de gobernar.

Donde más visible es el atraso moral de nuestra época es en las relaciones internacionales, porque el natural afán de independencia agrupa las naciones contra cualquiera de ellas que pretenda sujetarlas, y de este modo ni siquiera la fuerza les impone la paz que no saben lograr por la justicia y el respeto mutuo. Por esto, sólo el temor a los inconcebibles horrores de una nueva guerra mantiene el mundo actual en una paz insegura e incompleta. Pero, sabiendo que el pánico enloquece, ¿es cuerdo confiar en una moral fundada sólo en el miedo?

Evidentemente, el dirigismo económico también ha fracasado. Para comprobarlo basta ojear cualquier periódico y ver el caos económico, social, político, moral y cultural que hoy aflige o amenaza a todos.

Este fracaso prueba que la libertad económica es imprescindible. Por esto, no faltan autores que, olvidando que el liberalismo favorecía solamente a una minoría, preconizan restablecerlo. Pero, aun dando por posible este retomo, y puesto que el dirigismo se debe al fracaso del liberalismo, ¿sería prudente regresar al punto de partida, para repetir la serie de trastornos y luchas que volverían a ponemos en la deplorable situación actual?

La libertad que las naciones necesitan es la verdadera libertad, inseparable de la justicia y que, en vez de empobrecer a los trabajadores y arruinar las empresas, establezca la máxima producción y al mismo tiempo la óptima distribución de la riqueza. Ambas condiciones son igualmente indispensables, porque tanto la escasa producción como la distribución injusta originan las pugnas por la riqueza que disminuyen la equidad distributiva y la actividad productora.

Sin duda, el lector se preguntará cómo se pueden lograr al mismo tiempo la libertad económica, la abundancia y la equidad, que a veces parecen incompatibles entre sí.

A esta pregunta responde ¿PROTECCION O LIBRECAMBIO? con la claridad y el acierto que han inmortalizado la fama de su autor. Y aunque esta obra va dirigida a los trabajadores y trata sobre todo, de los efectos del comercio exterior sobre los salarios, la doctrina general que ella enseña es válida para todos los hombres de todos los tiempos y países, porque se funda no en las leyes pergeñadas por el hombre, sino en la ley natural, que es universal y permanente.

Gracias a su exactitud científica, la doctrina de Henry George se va abriendo paso contra el error y la rutina. Actualmente ya se aplica en Australia, Canadá, Dinamarca, Jamaica, Nueva Zelanda, parte del Africa que fue inglesa y en los Estados norteamericanos de California y Pensilvania, con éxito tanto mayor cuanto más intensa es su aplicación y cuantos menos obstáculos el dirigismo le opone. Ya no se trata de ”si” se impondrá en todo el mundo, sino de ’’cuándo” se -impondrá.

Pero la instauración de la libertad económica, la abundancia y la equidad depende de todos. Mientras, distrayéndonos con zarandajas, deleguemos a unos pocos el pensar por cuenta nuestra, de nada nos servirá quejarnos si estos pocos cometen errores o piensan más en ellos mismos que en los demás.

Para pedir o emprender reformas factibles y beneficiosas en vez de cambios imposibles, fútiles o nocivos y, por lo tanto, inexorablemente condenados al fracaso, es necesario que, por lo menos una minoría selecta, capaz de orientar al resto de la población, comprenda la verdadera Economía política. Afortunadamente, esta ciencia no es el fárrago interminable, ampuloso e incoherente que el dirigismo ha puesto de moda, sino una ciencia armónica y sencilla■; porque la actividad económica, esto es, la acción de ganarnos la vida, está regida por la ley natural y, como dijo Kant, "la sobriedad de los principios no es sólo un ahorro de esfuerzo de la razón, sino también una ley interna de la naturaleza”.

George afirma que ”la Economía política es una ciencia y ha de seguir las reglas de la ciencia, buscando en la ley natural la causa de los fenómenos que investiga”. La doctrina georgista cumple estrictamente estas condiciones.

De las obras de Henry George, ’’Progreso y Miseria” es la más amplia y profunda, y ”La Ciencia de la Economía política”, la más melódica, pero creemos que la lectura de ¿PROTECCION O LIBRECAMBIO? deberá preceder a la de aquéllas, porque es más fácil para iniciarse en Economía política. Sólo pueden dificultarla los prejuicios y antipatías adquiridos del actual ambiente de confusión y discordia, los cuales no nos dejan ver que quien daña al prójimo se daña a sí mismo, pues, como afirmó el gran economista francés Frederic Bastiat, ”la sociedad es un conjunto de solidaridades entrelazadas”.

Jesús Paluzíe Borrei.l

Vicepresidente de la International Union for Land Value Taxation and Free Trade.

Barcelona, agosto 1968


 

PREFACIO

<Probad todas las cosas; sostened con firmeza lo que es bueno >

PREFACIO

En este libro he tratado de determinar cuál de ambos, la protección o el librecambio, concuerda mejor con los intereses del trabajo y llegar, en esta materia, a una conclusión común para aquellos que realmente desean elevar los salarios.

No me he circunscrito al campo generalmente frecuentado ni a examinar los argumentos comúnmente usados, sino que, llevando la indagación más allá de donde los polemistas de uno y otro bando se han aventurado, he procurado descubrir por qué la protección conserva tanta popularidad a pesar de todas las demostraciones de su falacia; trazar la conexión entre el problema arancelario y aquellas otras cuestiones sociales aún más importantes, que, ahora, rápidamente vienen a ser las «cuestiones candentes» de nuestro tiempo, y demostrar a qué radicales medidas conduce lógicamente el principio del librecambio. Al señalar la falsedad de la creencia de que los aranceles pueden proteger el trabajo, no he dejado de reconocer los hechos que dan vida a esta creencia y, por un examen de tales hechos, he demostrado no sólo cuán poco pueden esperar las clases trabajadoras de esta mera «reforma del arancel» mal llamada «librecambio», sino cuánto deben esperar de un librecambio efectivo. Armonizando las verdades que los librecambistas perciben con los hechos que hacen plausible la teoría proteccionista, creo haber abierto el campo en el cual aquellos que están separados por diferencias de opinión aparentemente irreconciliables, pueden unirse para la plena aplicación del principio del librecambio, que aseguraría juntamente la mayor producción y la más justa distribución de la riqueza.

Llevando la investigación más lejos del punto en que Adam Smith y los escritores que le han seguido se detuvieron, creo haber quitado a la enfadosa cuestión de las Tarifas sus mayores dificultades y haber esclarecido el camino para acabar con una disputa que de otra manera pudiera ser interminable. Las conclusiones así obtenidas llevan la doctrina del librecambio desde la limitada forma en que fue enseñada por los economistas ingleses hasta la plenitud con que fue sostenida por los predecesores de Adam Smith, aquellos ilustres franceses, con quienes apareció la divisa «Laissez faire», y que, cualesquiera que puedan haber sido las confusiones de su terminología y sus faltas de método, alcanzaron una verdad central que los librecambistas han ignorado desde aquel tiempo.

Mi afán, en una palabra, ha sido hacer un examen honrado y completo del problema arancelario en todas sus fases, para ayudar a aquellos para quienes el asunto es un laberinto de perplejidades a obtener claras y firmes conclusiones. En esto creo haber hecho algo para infundir a un movimiento ahora desmayado la energía y la fuerza de una convicción radical, para impedir que aquellos a quienes debe unir un común propósito se dividan en bandos hostiles, para dar a los esfuerzos por la emancipación del trabajo upa más definida orientación, y para desarraigar la creencia en la oposición de los intereses de naciones distintas, creencia que conduce a los pueblos, aun de la misma sangre y lengua, a mirarse recíprocamente como naturales antagonistas.

Para evitar cualquier apariencia de engañosos absurdos, he citado, al referirme a la doctrina proteccionista simplemente, al más reciente escritor considerado por los proteccionistas de América como un autorizado expositor de sus doctrinas, el profesor Thompson, de la Universidad de Pensilvania.

H. G.

INTRODUCCIÓN

Cerca de la ventana, junto a la cual escribo, hay un gran toro sujeto por un anillo en la nariz. Paciendo en torno, ha enrollado su cuerda en el poste hasta que ahora permanece prisionero, tantalizado por los ricos pastos que no puede alcanzar, incapaz hasta de sacudir su cabeza para ahuyentar las moscas que se apiñan sobre sus lomos. Una y otra vez forcejea en vano y, después de lastimeros bramidos, vuelve a caer en mísero silencio.

Este toro, verdadero tipo de la fuerza bruta, el cual, por falta de inteligencia para libertarse, sufre necesidad a la vista de la abundancia y está desamparado y oprimido por criaturas más débiles, no me parece un símbolo inadecuado de las masas trabajadoras.

En todos los países, los hombres cuyo esfuerzo crea abundantes riquezas son hostigados por la miseria, y al par que los avances de la civilización abren más amplios horizontes y despiertan nuevos deseos, ellos son abatidos al nivel de los brutos por las necesidades animales. Amargamente conscientes de la injusticia, sintiendo en el fondo de sus almas que han sido creados para algo más que una vida tan mezquina, también ellos luchan y claman espasmódicamente. Pero hasta que asciendan del efecto a la causa, hasta que vean cómo están encadenados y cómo pueden libertarse, sus esfuerzos y clamores serán tan vanos como los del toro. Más inútiles aún: yo saldré y guiaré al toro de manera que desenrolle su cuerda, pero ¿quién conducirá a los hombres hacia la libertad? Hasta que usen la razón de que están dotados, nada será eficaz. Para ellos no hay una especial Providencia.

Bajo todas las formas de Gobierno, el poder último pertenece a las masas. No son los reyes, ni la aristocracia, ni los propietarios, ni los capitalistas los que, en ninguna parte, realmente esclavizan al pueblo. Es la propia ignorancia de éste. Esto es más claro donde los gobiernos se basan en el sufragio universal. Los trabajadores de los Estados Unidos pueden forjar a su gusto Cámaras legislativas, Tribunales y Constituciones. Los políticos se esfuerzan para obtener su favor, y los partidos políticos luchan entre sí por lograr su voto. Pero ¿de qué sirve esto? El dedo meñique del capital acumulado tiene que ser más fuerte que los riñones de las masas trabajadoras, mientras éstas no sepan cómo usar de su poder. Y en las sociedades obreras puede verse cuán léjos se encuentran de toda idea de lina reforma práctica aun aquellos que más sienten la injusticia de las condiciones presentes. Aunque comienzan a comprender la prodigalidad de las huelgas y a percibir la necesidad de influir en las condiciones generales a través de la legislación, esas sociedades, cuando llegan a formular sus demandas políticas, parecen incapaces para entenderse acerca de medidas susceptibles de fecundos resultados.

Esta impotencia política continuará hasta que las masas o por lo menos hasta que el puñado de los hombres más reflexivos que dirigen la opinión popular, otorguen a cuestiones más amplias una atención tal que les permita ponerse de acuerdo sobre las reformas necesarias.

Con la esperanza de promover este acuerdo, me propongo examinar en estas páginas una enojosa cuestión que debe ser resuelta antes de que pueda haber una unión eficaz para ejercer acción política en el sentido de la reforma social: la cuestión de si los aranceles proteccionistas son o no beneficiosos para quienes se ganan la vida con su trabajo.

Esta es una cuestión importante por sí misma, pero más aún por lo que implica. No sólo es verdad que su examen ha de arrojar luz sobre otras cuestiones económico-sociales, sino que conduce directamente a la gran «cuestión del trabajo» que cada día se plantea más y más como primordial en todos los países del mundo civilizado. Porque es una cuestión de dirección, cuestión de elegir entre dos caminos divergentes. Si el trabajo es beneficiado por las restricciones gubernamentales o por la abolición de cada una de esas restricciones, es, en suma, el problema de cómo el toro debe caminar para desenrollar su cuerda.

De uno u otro modo debemos actuar sobre las tarifas arancelarias. En todo el mundo civilizado este asunto pertenece a la política práctica. Aun allí donde la protección es más plenamente aceptada, no sólo existe una minoría más o menos activa que procura derribarla, .sino que las constantes modificaciones que se hacen o proponen sobre las tarifas existentes, son continuo motivo de pugna en la esfera de acción política, mientras que en aquellas naciones en que el librecambio parecía más fuertemente establecido, la política proteccionista vuelve a levantar la cabeza. Es evidente que la cuestión arancelaria es el gran problema político de un inmediato mañana. Durante más de una generación, la agitación esclavista, la guerra a que condujo y los problemas que surgieron de esa guerra, han absorbido la atención política en los Estados Unidos. Esta era pasó y comienza una nueva, en la cual las cuestiones económicas forzosamente se pondrán en primer término. La primera entre estas cuestiones, frente a la cual los partidos deben tomar pronto una actitud y empeñarse las discusiones políticas, es la cuestión arancelaria.

Incumbe no solamente a quienes aspiran a la dirección política, sino también a quienes quieran usar conscientemente de su influencia y de sus votos, llegar a una conclusión razonada sobre este asunto, y esto incumbe especialmente a aquellos hombres cuyo anhelo es la emancipación del trabajo. Algunos de estos hombres son hoy defensores de la protección; otros opuestos a ella. Esta división, que pone unos frente a otros a quienes en último resultado persiguen el mismo propósito, no debe existir. Una u otra cosa debe ser verdad, o que la protección da mayores facilidades al trabajo y eleva los salarios, o no. Si las da, nosotros, que creemos que el trabajo no disfruta los plenos derechos que le corresponden y no alcanza salarios equitativos, debemos saberlo para unirnos, no solamente con el fin de sostener la actual protección, sino para pedir más. Si no las da, aunque positivamente no perjudique a las clases trabajadoras, la protección es una ilusión y un engaño que distrae la atención y divide las fuerzas, y mientras más pronto se vea que el Arancel no puede elevar los salarios, más rápidamente descubrirán el medio de conseguirlo aquellos que lo desean. El mejor medio de conocer cómo puede conseguirse una cosa, es saber cómo no puede conseguirse. Si el toro de que hablaba al principio tuviera bastante ingenio para ver la inutilidad de caminar en un sentido, seguramente ensayaría otro.

Mi deseo en esta indagación es determinar sin sombra alguna de duda cuál de los dos, la protección o el librecambio, está más de acuerdo con los intereses de aquellos que viven de su trabajo. Disiento de quienes dicen que al Estado no le incumbe ocuparse del tipo de los salarios. Estoy con los que mantienen que el aumento de los salarios es un legítimo fin de la política. Elevar y mantener los salarios es el gran objeto de que todos aquellos que viven de salarios deben buscar, y los trabajadores tienen el derecho de defender toda medida que conduzca a este resultado. Y en esto no proceden egoístamente, porque si la cuestión de los salarios es el más importante problema para los trabajadores, lo es también para la sociedad en su conjunto. Cualquiera mejora de la condición de la más baja y más extensa capa social, favorece necesariamente los verdaderos intereses de todos. Donde los salarios del trabajo corriente son altos y es fácil obtener empico remunerativo, la prosperidad será general. Donde los salarios son más altos, la producción será más copiosa y la distribución de la riqueza más equitativa. Allí la invención será más activa y el cerebro guiará mejor la mano. Allí será más grande el bienestar, más amplia la difusión de los conocimientos, la moral más pura y el patriotismo más verdadero. Si nosotros queremos tener un pueblo sano, feliz, ilustrado y virtuoso, si queremos tener un Gobierno puro basado firmemente en la voluntad popular y pronto a responder a ésta, debemos esforzarnos porque los salarios sean altos y sostenerlos. Yo acepto que los defensores de los aranceles proteccionistas se proponen un fin bueno y plausible. Lo que me propongo investigar es si las tarifas protectoras conducen, en realidad, a tal fin. Para hacer esto seriamente, deseo examinar todos los argumentos con que se piden o se defienden las tarifas protectoras, y considerar los efectos que produciría la política opuesta del librecambio, sin detenerme hasta deducir conclusiones de que podamos sentirnos plenamente seguros.

Acaso piensen muchos que esto es imposible. Durante una centuria, ninguna cuestión política ha sido tan amplia y persistentemente discutida como esta de la protección y el librecambio. Sin embargo, hoy parece tan lejos aún de una solución definitiva —tan lejos verdaderamente—, que muchos han llegado a pensar de ella que es un problema incapaz de conclusiones ciertas, y otros muchos la miran como algo demasiado complejo y abstruso para ser entendido por quienes no se han preparado por un largo estudio.

En verdad, ésta es una creencia desesperada. Podemos, sin peligro, abandonar muchas ramas del saber a los consagrados especialmente a su examen. Podemos aceptar sin dificultad lo que dicen los químicos respecto de la Química, los astrónomos de la Astronomía, los filólogos del desenvolvimiento del lenguaje, los anatómicos de nuestra estructura interna, porque no sólo en sus investigaciones se hallan libres de toda tentación pecuniaria que pudiera viciar su juicio, sino que los deberes corrientes de los hombres y de los ciudadanos no exigen dichos especiales conocimientos, y la gran masa del pueblo puede no tener sino las más rudimentarias nociones de esas cosas y, no obstante, disfrutar de una vida feliz y útil. Muy diferente es, sin embargo, cuando se trata de materias que se relacionan con la producción y distribución de la riqueza, y que, por tanto, afectan directamente a la comodidad y al bienestar del hombre. La opinión que puede guiarnos satisfactoriamente en estas materias, es tan sólo la opinión de las masas, porque en cosas como éstas, es el criterio común y no el de unos pocos eruditos el que debe encontrar expresión en las leyes.

Si el saber requerido para el manejo de los negocios públicos hubiera de ser como la ciencia necesaria para la predicción de un eclipse, para hacer un análisis químico, para descifrar una inscripción cuneiforme, o aun como los conocimientos exigidos en cualquier rama del arte o de los oficios, la brevedad de la vida humana y las necesidades de la humana existencia condenarían a las muchedumbres a la ignorancia de las cuestiones que directamente afectan a sus medios de subsistir. Si fuera así, habría que desesperar del Gobierno popular, y considerando en una parte el hecho, que toda experiencia corrobora, de que un pueblo nunca puede confiar satisfactoriamente a una minoría la regulación de aquello que afecta sus ganancias, y, por otra, el hecho de que las masas nunca pueden ver por sí mismas el efecto de cada una de esas medidas, la única perspectiva que tendríamos es la de que siempre los más han de ser gobernados y robados por los menos.

Pero no es así. La Economía política es sólo la economía de las masas humanas, y sus leyes son leyes que individualmente podemos conocer. Lo que se requiere para su dilucidación no son largas tablas estadísticas, ni la acumulación de hechos laboriosamente comprobados, sino aquel claro raciocinio que, con el pensamiento distingue entre la parte y el todo, considera las relaciones de cosas que nos son familiares, y es tan posible en el ignorante como en el instruido.

Si la protección aumenta o no la riqueza de las naciones, si es o no beneficiosa para el trabajador, son preguntas que, por su naturaleza, deben admitir una contestación definitiva. Que la controversia entre la protección y el librecambio, tan amplia y enérgicamente mantenida, no haya conducido todavía a una conclusión aceptada, no puede atribuirse a dificultades inherentes al asunto; puede en parte achacarse a que en su solución están comprometidos poderosos intereses pecuniarios, porque, es verdad, como dice Macaulay, que si grandes intereses pecuniarios estuviesen comprometidos en negar la ley de la gravitación, este hecho, el más obvio de los hechos físicos, sería discutido. Pero que tantos hombres justos y sinceros que no tienen un especial interés que servir discrepen aún sobre este asunto, sólo puede explicarse plenamente, a mi juicio, afirmando que la discusión no ha sido llevada bastante lejos para extraer de ella la verdad completa que armoniza todas las verdades parciales.

La actual situación de la controversia demuestra en realidad que ése es el hecho. En la literatura sobre este asunto, no conozco obra alguna donde la investigación haya sido llevada hasta su verdadero final. Acerca del efecto de la protección sobre la producción de la riqueza, probablemente se ha dicho cuanto había que decir; pero aquella parte del problema que se refiere a los salarios y que está principalmente relacionada con la distribución de la riqueza no ha sido tratada adecuadamente. Sin embargo, este es el verdadero centro de la polémica, el fondo del cual, hasta que sea enteramente explorado, surgirán constantemente falacias y confusiones para rodear de tinieblas aun aquello que ha sido suficientemente esclarecido.

No hay que buscar muy lejos la razón de este fracaso. La Economía política es la más sencilla de las ciencias. No es smo la admisión intelectual, en cuanto se refiere a la vida social, de aquellas leyes que los hombres instintivamente admiten en el orden moral y que están contenidas en las sencillas enseñanzas de Aquél a quien el vulgo escuchaba gozoso. Pero, como el Cristianismo, la Economía política ha sido falseada por las instituciones que, negando la igualdad y la fraternidad entre los hombres, los han sometido autoritariamente, acallando las protestas, y se han ingerido en las costumbres y en los modos de pensar. Sus profesores y tratadistas han pertenecido invariablemente o han sido dominados por las clases que no toleran la discusión de las disposiciones sociales que dan a los que no trabajan el fruto del sudor ajeno. Han sido como médicos dedicados a hacer un diagnóstico a condición de no descubrir ninguna verdad desagradable. Dadas condiciones sociales tales como las que en todo el mundo civilizado ofenden hoy el sentido moral, la Economía política, estudiada con valentía, debe conducir a conclusiones que para quienes sienten ternura por «los intereses creados» son como encontrarse un león en el camino. Pero en los Colegios y Universidades de nuestro tiempo, como en el antiguo Sanhedrín, es ocioso esperar que se digan verdades desagradables para los poderosos.

Adam Smith demostró con bastante claridad que los aranceles protectores estorban la producción de la riqueza. Pero Adam Smith —profesor universitario, tutor y pensionado del Duque de Buccleuch, y aspirante esperanzado a un puesto del Gobierno— o no creyó prudente ir más lejos o, lo que es más probable, le impidieron ir más allá el ambiente de su tiempo y su situación. Por el motivo que fuese, no logró llevar su gran investigación hacia las causas que desde «el inicial estado de cosas en el cual el producto del trabajo constituye la natural recompensa o salario del trabajo mismo» han producido otro estado de cosas en que los salarios naturales parecen ser solamente la parte del producto suficiente para que el trabajador viva. Y, siguiendo a Smith, vino Malthus a formular una doctrina que arroja sobre el Creador la responsabilidad de la miseria y el vicio que fluyen de la injusticia del hombre, doctrina que ha desviado del examen que Smith no prosiguió aún tan altos y respetuosos espíritus como el de Juan Stuart Mill. Varias de las publicaciones de la «Liga contra las Leyes sobre cereales» contienen indicios de que si la lucha de los ingleses contra la ley de granos hubiera sido más larga, la discusión habría sido llevada más allá de las luchas por el arancel de renta o el arancel protector; pero al terminar como terminó, los capitalistas de la escuela de Mán-chester quedaron satisfechos y en las discusiones mantenidas desde entonces por los librecambistas ingleses, con pocas excepciones, no se ha avanzado más, mientras que los defensores americanos del librecambio se han limitado a seguir a los librecambistas británicos.

Por otra parte, los defensores de la protección no se han mostrado tampoco muy propicios a aventurarse en el terreno candente. Exaltan los méritos de la protección como proveedora de trabajo, sin preguntarse por qué ha de necesitar nadie que le suministren trabajo; afirman que la protección mantiene el nivel de los salarios, sin explicar qué es lo que determina la tasa de los salarios. Los más capaces de ellos, siguiendo a Carey, han desechado la teoría maltusiana, pero sólo para sustituirla por una teoría optimista igualmente insostenible, que sirve al mismo designio de impedir la indagación acerca de los agravios del trabajo y que ha sido utilizada por los librecambistas continentales como un arma con que combatir la agitación en pro de la reforma social.

Que, hasta el punto a que ha sido llevada, la controversia entre la protección y el librecambio, no ha podido conducir a sus lógicas conclusiones, lo evidencian las posiciones que ambos partidos ocupan. Proteccionistas y librecambistas por igual parecen carecer del valor de sus convicciones. Si la protección tiene las virtudes que se le atribuyen, ¿por qué limitarse a una restricción de las importaciones extranjeras? Si realmente «proporciona trabajo» y eleva los salarios, el estado de cosas en que cientos de miles de hombres buscan inútilmente empleo y los salarios tocan al punto de no permitir más que una subsistencia miserable, exige una aplicación de ese principio bienhechor más vigorosa que la propuesta por los proteccionistas. De otro lado, si el principio de librecambio es verdadero, la sustitución de un arancel protector por un arancel fiscal es una ridicula e ineficaz aplicación del mismo.

Como los dos caballeros de la historieta que, a uno y otro lado del escudo, continúan disputando cuando un solo paso de cualquiera de ellos revelaría una verdad que pondría fin a su disputa, proteccionistas y librecambistas se encuentran hoy frente a frente. Llevemos nuestra investigación a donde quiera que nos conduzca. El hecho es que para entender plenamente el problema arancelario debemos ir en esta cuestión más allá de lo que se va ordinariamente. Y entonces, acaso, encontraremos un terreno en el cual puedan reconciliarse las divergencias de opinión honradas, y los hechos que parecen en pugna, entrar en armónicas relaciones.

DESPEJANDO EL CAMPO

La teoría proteccionista disfruta ciertamente de la más general aceptación. Hace cuarenta años todo el mundo civilizado basaba en ella su política, y aunque desde entonces la Gran Bretaña la ha repudiado, es la única nación importante que ha hecho eso, mientras no sólo sus colonias, tan pronto como adquirieron poder para ello, mostraron su tendencia a volver hacia la protección, sino que hasta en la    Gran Bretaña va creciendo esa tendencia en los últimos años.

Debe recordarse, no obstante, que la presunción favorable a toda creencia generalmente admitida, ha existido en pro de muchas doctrinas de las que ahora sabemos que son enteramente erróneas, y que esta presunción es especialmente débil tratándose de upa teoría que, como la de protección, recibe apoyo de poderosos intereses particulares. La historia del género humano, demuestra en todas partes el poder que estos intereses privados, capaces de organización y de acción, pueden desplegar para conseguir que se acepten las más monstruosas doctrinas. Basta mirar en torno para ver cuán fácilmente    un    pequeño    interés    privado puede ejercer sobre la opinión y sobre    las leyes    mayor    influen

cia que un amplio interés general. Como los negocios públicos no son negocios de nadie, lo que es de interés público a nadie interesa. Dos o tres habitantes de una ciudad costeña creen que el construir un cuartel de carabineros o dragar una caleta llevará dinero a sus bolsillos; unos pocos propietarios de minas de plata convienen en que sería bueno para ellos que el Gobierno reservara cada mes unos cuantos millones en plata; un constructor de barcos necesitará el beneficio de reparar inútiles acorazados o construir innecesarios cruceros, y así uno tras otro, todos los pequeños intereses llegan a prevalecer contra el más amplio interés del conjunto del pueblo. ¿Qué puede ser tan claro como que un billete directamente emitido por el Gobierno es, por lo menos, tan bueno como un billete garantido por un bono del Gobierno? No obstante, hay entre nosotros suficientes intereses privados para instituir y mantener una circulación híbrida para la cual no hay otra razón válida que la del beneficio particular.

A quienes están especialmente interesados en las tarifas protectoras, les es fácil creer que la protección es un beneficio general. El estímulo de sus intereses les infunde actividad para divulgar sus puntos de vista, y disponiendo de muchos recursos —porque las industrias protegidas son aquellas en que están comprometidos grandes capitales— y estando dispuestos cuando se presente la ocasión a emplear dinero, como un aspecto del negocio, en la propaganda de sus doctrinas, ejercen una gran influencia sobre los órganos de la opinión pública. El librecambio, por el contrario, no ofrece especial ventaja a ningún interés particular, y en el presente estado de la moralidad social, los beneficios o los perjuicios que los hombres experimentan juntamente con sus compañeros no se sienten con tanta intensidad como aquellos que les afectan personalmente.

No digo que los intereses pecuniarios afectos a la protección bastan para explicar la extendida aceptación de estas teorías y la tenacidad con que son mantenidas. Pero es notorio que estos intereses constituyen uno de los poderes más eficaces para formar opinión e influir en la legislación, y que este hecho debilita el argumento derivado de la general aceptación de la doctrina proteccionista, y es un motivo por el cual quienes creen en la protección sólo porque han oído constantemente sus alabanzas, deben examinar la cuestión por sí mismos.

La protección, por otra parte, ha encontrado siempre eficaces aliados en esos prejuicios y odios nacionales que son en parte la causa y en parte el resultado de las guerras, que han hecho de los anales del mundo una carrera de sangre y devastación, prejuicios y odios que han sido en todas partes el medio por el cual las masas han sido inducidas a emplear su poder en esclavizarse a sí mismas.

Durante la primera media centuria de nuestra existencia nacional, los proteccionistas americanos señalaban las tarifas protectoras de la Gran Bretaña como un ejemplo que imitar; pero desde que este pueblo, en 1846, renunció a la protección, los defensores americanos de esta doctrina han procurado utilizar los prejuicios nacionales hablando constantemente de la protección como de un sistema americano y del librecambio como de una invención de los ingleses. Precisamente ahora tratan de utilizar con el mismo propósito la enemistad que contra todo lo inglés una larga opresión y agravios ha engendrado en el corazón irlandés, y en una reciente alocución política los irlandeses americanos han sido excitados a «rechazar la introducción en América de la teoría inglesa del librecambio, tan eficazmente utilizada como medio para destruir las industrias y oprimir al pueblo de Irlanda».

Aunque el librecambio fuese originario de la Gran Bretaña, consideraríamos tanta locura el rechazarlo por esta razón como si rehusáramos hablar nuestra lengua materna a causa de su origen inglés, o como si tornásemos a trabajar a mano o a emplear el agua como fuerza motriz porque las máquinas de vapor comenzaron en la Gran Bretaña. Pero, en verdad, el librecambio no es más oriundo de Inglaterra que la costumbre de andar a pie. El comercio libre es el comercio natural, el comercio prac-ticado con ausencia de toda restricción artificial. Lo que hubo que inventar es la protección. Pero lejos de ser inventada en los Estados Unidos, estaba en plena fuerza en Inglaterra mucho antes de que nosotros hubiéramos pensado ep ella. Nos aproximaríamos más a la verdad diciendo que la protección es originaria de Inglaterra, porque si el sistema no proviene de allí, allí fue plenamente desenvuelto, y de aquel país lo hemos copiado nosotros. Ni siquiera la reacción contra el sistema es original de la Gran Bretaña, sino de Francia, entre una escuela de hombres eminentes capitaneados por Quesnay, que fueron los predecesores de Adam Smith y en muchas cosas sus maestros. Estos economistas franceses fueron lo que ni Smith, ni ninguno de los posteriores economistas u hombres de Estado británicos han sido: «verdaderamente librecambistas». Aquéllos desearon suprimir no solamente los aranceles protectores, sino todos los impuestos directos e indirectos, salvo un impuesto único sobre el valor de las tierras. Esta conclusión lógica de los principios del librecambio, fue esquivada por los llamados librecambistas ingleses, y todavía hoy encuentra tan sañuda oposición en el Cob-den Club como en los proteccionistas americanos. El único sentido en que podemos hablar propiamente de «librecambistas ingleses», es en el sentido en que a cierta imitación de un metal la llamamos «plata alemana». «Librecambio británico», es un falso librecambio. La Gran Bretaña no disfruta, realmente, del librecambio. Aun sin hablar de los impuestos interiores, incompatibles con un verdadero librecambio, aquélla conserva aún un cordón de aduaneros, guardacostas y examinadores de equipajes; y todavía recauda más de 109 millones de dólares por derechos de importación. Ciertamente, su arancel es «de renta tan sólo»; pero un arancel sólo de renta, no es el librecambio. Las clases directoras de Inglaterra no han adoptado del librecambio sino lo conveniente a sus intereses de clase, y la batalla por el librecambio en esta comarca está aún por entablar.

Por otra parte, es absurdo llamar al proteccionismo un sistema americano. Ha sido plenamente desenvuelto en Europa antes de que fuesen fundadas las colonias americanas, y durante nuestro período colonial, Inglaterra mantuvo un régimen proteccionista más riguroso aún que el que hoy existe en ninguna parte, una régimen que tendía a ayudar a las industrias inglesas, no sólo por derechos protectores, sino por la represión de las industrias análogas en Irlanda y en las Colonias y en cualquier otra parte del mundo donde alcanzara el poder de Inglaterra. Lo que nosotros recibíamos de la protección era su parte injusta, prescripciones dirigidas a impedir a las industrias americanas la competencia con las de la metrópoli, y a dar a ésta el monopolio del comercio americano.

La irritación producida en las crecientes colonias por estas restricciones fue la causa principal de la revolución que hizo de ellas una nación independiente. Las ideas proteccionistas estaban indudablemente en este tiempo latentes en nuestro pueblo, porque se infiltraban en la atmósfera mental del mundo civilizado; pero había tan poca tendencia a incorporarlas a la política nacional, que los representantes americanos negociadores del tratado de paz se esforzaron por conseguir una completa libertad de comercio entre los Estados Unidos y la Gran Bretaña. Esta aspiración fue rechazada por Inglaterra, la cual, entonces y mucho tiempo después, estuvo completamente dominada por las ideas proteccionistas. Pero durante el período posterior a la Revolución, en el que la Unión Americana vivió conforme a los artículos de la Confederación, ningún arancel estorbó las importaciones en los Estados americanos.

La adopción de la Constitución hizo posible un arancel federal, y para dar al Gobierno federal recursos independientes, pronto se estableció el arancel; pero aunque la protección había comenzado entonces a hallar defensores en los Estados Unidos, este primer arancel americano fue meramente nominal comparado con el que Inglaterra tenía o con el nuestro actual. Y en la Constitución federal fueron prohibidos los aranceles entre los

Estados, medida que tuvo por resultado dar al principio del librecambio la mayor extensión que ha tenido en los modernos tiempos. Nada puede demostrar más claramente cuán lejos estaba el pueblo americano de aceptar las teorías de la protección, después popularizadas entre él, porque la idea nacional no había adquirido aún la fuerza que después ha logrado, y si la protección hubiese sido considerada necesaria, los diferentes Estados no hubiesen renunciado sin lucha a la facultad de establecer aranceles propios.

Ni, sin la guerra civil, la protección hubiera alcanzado su altura presente en los Estados Unidos. Mientras la atención estaba concentrada en la lucha y las madres enviaban sus hijos al campo de batalla, los intereses que necesitaban protección se aprovecharon del patriotismo, dispuesto a todo sacrificio, para conseguir tarifas protectoras, tales como nunca antes las habían soñado, tarifas que desde entonces han conseguido mantener, y aun en muchos casos aumentar.

La verdad es que la protección no es más americana que la distinción hecha en nuestro Ejército regular y en nuestra Marina de guerra entre oficiales y tropa, distinción no de grado sino de clase; de manera que entre la más alta clase de tropa y el más bajo oficial de carrera existe un profundo abismo, un abismo que sólo puede ser comparado al que existe entre lo blanco y lo negro, donde la separación de color es más acentuada. Esta distinción es históricamente una supervivencia de la que se hacía en los Ejércitos de la Europa aristocrática cuando eran mandados por nobles y reclutados entre villanos, y ha sido copiada por nosotros con el mismo espíritu de imitación que nos ha inducido a copiar otras costumbres e instituciones antidemocráticas. Aunque nosotros conservemos esta distinción aristocrática después de haber sido abandonada en varios países europeos, no es americana, por ningún concepto. Ni nació con nosotros, ni concuerda con nuestras ideas e instituciones características. Así ocurre con la protección. Cualesquiera que sean sus méritos económicos, es indudable que choca con aquellas ideas de derecho natural y de libertad personal que recibieron expresión nacional al establecerse la República americana y que acostumbramos a considerar como peculiares de América. ¿Qué cosa más incongruente que las declaraciones aduaneras y el registro de baúles y sacos de mano al pie de ola Libertad iluminando al mundo»?

En cuanto a la afirmación de que ola doctrina inglesa del librecambio ha sido utilizada para destruir la industria y oprimir al pueblo de Irlanda», la verdad es que fue la oteoría inglesa de la protección» la usada con tal fin. Las restricciones que la protección británica impuso a las colonias americanas eran débiles comparadas con las impuestas a Irlanda. El éxito de la resistencia de las colonias despertó en Irlanda el mismo espíritu e impulsaron al gran movimiento de los oVoluntarios irlandeses», quienes, con cañones donde estaba grabada la inscripción o ¡ Libre cambio!», forzaron a levantar aquellas restricciones, conquistando durante algún tiempo para Irlanda la independencia legislativa.

Si la industria irlandesa, que fue indiscutiblemente paralizada y estrangulada por la protección británica, podría ahora ser favorecida por la protección irlandesa, como si la protección beneficia a los Estados Unidos, sólo puede ser dilucidado examinando los efectos de la protección sobre el país que la impone. Pero, sin ir tan lejos, es evidente que el libre cambio entre la Gran Bretaña e Irlanda, que ha existido desde la Unión en 1801, no ha sido la causa del atraso de la industria irlandesa. Hay una parte de Irlanda que ha gozado de una relativa prosperidad, y en la cual han brotado importantes industrias, algunas de ellas como la construcción de buques de acero, para las que no cabe alegar ninguna natural ventaja. ¿Cómo puede explicarse esto por la doctrina de que las industrias irlandesas no pueden ser restablecidas sin la protección?

Si a los mismos hombres que ahora tratan de persuadir a los electores irlandeses americanos de que Irlanda ha sido empobrecida por el «libre cambio inglés», se les preguntase a solas la causa de la mayor prosperidad del Ulster respecto de las demás partes de Irlanda, darían probablemente la respuesta familiar a la gazmoñería religiosa: que Ulster es emprendedor y próspero porque es protestante, mientras el resto de Irlanda es perezoso y pobre porque es católico. Pero la verdadera razón es distinta. Es que el arrendamiento de la tierra en Ulster ha sido tal, que, de la riqueza producida quedó allí una porción mayor que en otras partes de Irlanda, y que la masa del pueblo no ha sido tan implacablemente expoliada y oprimida. En Skye, presbiteriano, existen la misma general pobreza, las mismas primitivas condiciones de la industria que en el católico Connemara, y sus causas se encuentran en el mismo rapaz sistema de los propietarios que se llevan los frutos del trabajo e impiden la acumulación de capital. Atribuir a la necesidad de un arancel protector o a las creencias religiosas la decadencia de la industria de un pueblo a quien se priva de un modo sistemático de todo lo que produce o parte de lo preciso para vivir miserablemente, es como atribuir el naufragio de un buque a la pérdida de su mascarón de proa o al color de su pintura.

No obstante, lo que en los Estados Unidos, al menos, ha contribuido, más que toda apelación a los sentimientos nacionales, a disponer a la masa en favor de la protección, ha sido la diferencia de actitud adoptada con respecto a las clases trabajadoras por las dos políticas contendientes. En sus principios, en este país la protección fue más poderosa en aquellas regiones donde el trabajo disponía de mayores facilidades y disfrutaba de la más alta estima, mientras la fuerza del librecambio era mayor en las regiones en que la esclavitud prevaleció hasta la guerra civil. El partido político que afrontó victoriosamente las agresiones del poder esclavista se declaró también a favor de un arancel protector, mientras que los hombres que trataron de romper la Unión para establecer una nación basada en el derecho del capital a ser dueño del trabajo prohibieron la protección en la Constitución por ellos redactada. Se explican estos hechos porque en una parte del país había muchas industrias que podían ser protegidas, mientras en la otra parte había pocas.

Mientras el cultivo del algodón americano estuvo en la infancia, los plantadores de algodón del Sur se consideraron dichosos manteniendo derechos elevados sobre los algodones de la India, y los cultivadores de azúcar de Luisiana fueron siempre tenaces defensores de la protección. Pero cuando la producción de algodón aumentó y llegó a ser el principal producto del Sur, la protección, a falta de industrias, no sólo fue claramente opuesta a los intereses dominantes en el Sur, sino que asumió el carácter de un impuesto partidista con el que el Sur era gravado en beneficio del Norte. Esta división del país en dos grupos, acerca del problema arancelario, no provenía en manera alguna de las condiciones del trabajo, pero en muchos espíritus sus resultados han sido asociar la protección con el' respeto al trabajador y el librecambio con la esclavitud.

Independientemente de esto, en la presentación de ambas teorías ha habido mucho para predisponer las clases trabajadoras hacia la protección en contra del librecambio. Por regla general, los trabajadores tienen la sensación de que no ganan una retribución equitativa de su trabajo. Conocen que lo que les impide lograr más altos salarios es la competencia de otros deseosos de trabajo, y están naturalmente dispuestos en favor de la doctrina o partido que les proponga protegerlos contra esa competencia. Este es el propósito de la protección, dicen sus defensores, y cualquiera que sea el resultado de la protección, los proteccionistas pretenden, por lo menos, interesarse por las clases trabajadoras y proclaman su deseo de utilizar los poderes del Gobierno para elevar y sostener los salarios. Protección, declaran ellos, quiere decir protección al trabajo. Y repiten esto tan constantemente, que muchos suponen que éste es el real significado del término, y que «protección» es la abreviatura de «protección al trabajo».

Por otra parte, los enemigos de la protección, en su mayoría, no sólo no han manifestado especial interés hacia el bienestar de las clases trabajadoras ni deseo de elevar sus salarios, sino que han negado toda justicia al empleo de los poderes gubernativos con este propósito. Las doctrinas del librecambio se han entremezclado con las teorías que arrojan sobre las leyes de la Naturaleza la responsabilidad de la miseria de las clases trabajadoras, y fomentan una profunda indiferencia hacia sus padecimientos. Con las mismas razones con que han condenado la intervención legislativa en el comercio, los economistas del librecambio han condenado la intervención respecto de las horas de trabajo, del tipo de los salarios y aun del empleo de las mujeres y los niños, y han unido el proteccionismo y el «trade-unionismo» en la misma acusación, proclamando que la ley de la oferta y la demanda es el único regulador verdadero y justo del precio del trabajo, como del precio del lingote de hierro. Mientras protestan contra las restricciones sobre la producción de la riqueza, ignoran la monstruosa injusticia de su distribución, y han tratado como justa y normal esta competencia en la cual los seres humanos, privados de toda natural facilidad para emplearse a sí propios, son compelidos, por apremio de la necesidad, a luchar uno contra otro.

Todo esto es verdad. Pero también es verdad que las necesidades del trabajo requieren más que bellas palabras, y no pueden ser satisfechas con frases cariñosas, como las dirigidas a un caballo cuando necesitamos sujetarlo para ponerle el freno en la boca y la silla en el lomo. Preguntemos a quienes se inclinan a mirar la protección como beneficiosa para las aspiraciones del trabajo, si creen que puede ser verdad que lo que necesita el trabajo es ser protegido.

Admitir que el trabajo necesita protección es reconocer su inferioridad; es admitir un supuesto que degrada al obrero hasta

la posición de un dependiente,    y    conduce lógicamente a la    pre

sunción de que el empleado tiene el deber de votar en pro del interés del patrono que le «da» trabajo. Hay en la misma palabra «protección» algo que debe hacer a los obreros recelosos para aceptar cuanto les sea ofrecido en nombre de ella. La protección de las masas ha sido en todo tiempo el pretexto de las tiranías, la justificación de la monarquía, de la aristocracia, de toda clase de privilegios. Los propietarios de esclavos justificaban la esclavitud por la protección de los esclavos; el Gobierno británico sobre Irlanda se defiende afirmando que es para la protección de los irlandeses. Pero bajo una monarquía o una república, ¿qué ejemplo hay en la historia de que la frase «protección de las clases trabajadoras» no haya significado su opresión? La protección que quienes detentan el Poder legislativo han dado al trabajo    ha sido siempre, en    el    mejor caso, la    protección    que

el hombre    da al ganado, para poder utilizarlo y    comérselo.

En las declaraciones proteccionistas de preocuparse por el trabajo, hay un patrocinio condescendiente que, para quien siente la verdadera dignidad del trabajo, es más insultante de lo que pueda serlo el desprecio francamente expresado; el supuesto de que el pauperismo es la natural condición del trabajo, a la cual no puede éste sustraerse sin una benévola protección. Nunca se ha insinuado que el terrateniente o el capitalista necesiten protección. De éstos siempre se ha supuesto que pueden valerse por sí solos. Sólo es el pobre trabajador el que debe ser protegido.

¿Qué es el trabajo, que así necesita protección? ¿No es el trabajo el creador del capital, el productor de toda riqueza? ¿No es el hombre que trabaja quien alimenta y viste a todos los demás? ¿No es verdad, como se ha dicho, que los tres grandes grupos de la sociedad son «trabajadores, mendigos y ladrones»? ¿Cómo, pues, ocurre que únicamente el trabajador necesita protección? Cuando el primer hombre vino a la tierra, ¿quién estaba allí para protegerle o proporcionarle empleo? Y, po obstante, cuando quiera o comoquiera viniese, tuvo que arreglárselas para vivir y criar a su familia.

Cuapdo pensamos que el trabajo es el productor de toda riqueza, ¿no es evidente que el empobrecimiento y la subordinación del trabajo son condiciones anormales, resultantes de restricciones y usurpaciones, y que, en vez de aceptar protección, lo que el trabajo debe pedir es libertad? Que quienes abogan por alguna mayor libertad no vayan más lejos de lo que conviene a sus particulares intereses, no es una razón para desconfiar de la libertad en sí misma. Durante años se ha sostenido que la afirmación de nuestra Declaración de independencia: «Todos los hombres son creados iguales y dotados por el Creador de inalienables derechos», era sólo aplicable a los blancos. Pero esto no invalida de ningún modo el principio. Ni lo vicia tampoco el que aún se sostenga que sólo se refiere a los derechos políticos.

Y así, que la libertad de comercio haya sido defendida por aquellos que no simpatizan con el trabajo, no debe predisponernos contra aquélla. El camino para la emancipación económica de las masas, ¿puede ser otro que el de la libertad?

DEL MÉTODO

Sobre el puente de un barco, unos hombres halan una cuerda y a lo largo de un mástil sube una vela. Otro hombre, en lo alto, está agarrado al aparejo que sube la vela. Su peso ¿acelera o retarda la elevación? Esto, naturalmente, depende de la parte del aparejo sobre la cual carga el peso, y sólo puede decirse sabiendo si su tendencia es favorable o contraria a los esfuerzos de aquellos que tiran desde el puente.

Si en cosa tan sencilla podemos equivocarnos tan fácilmente, tomando el efecto por la causa, ¡cuánto más expuesto a error estará nuestro juicio en lo referente al complicado funcionamiento de la vida social!

Mucho de lo que se alega en las habituales discusiones sobre el problema arancelario, carece de valor, y cualquiera que sea su utilidad para mantener una discusión, no puede servir de ayuda alguna en el descubrimiento de la verdad. Que una cosa exista al mismo tiempo o a continuación de otra no es una prueba de que sea a causa de ésta. Tal suposición contiene la falacia del post hoc, ergo propter hoc, que, si se admite, conduce a las más absurdas conclusiones. Los salarios en los Estados Unidos son más altos que en Inglaterra. Y nosotros nos diferenciamos de Inglaterra en que tenemos un arancel protector. Pero la aserción de que el primer hecho es consecuencia del segundo, no tiene más valor que afirmar que estos salarios más altos se deben a nuestro sistema decimal o a nuestra forma republicana de Gobierno. Que Inglaterra ha aumentado su riqueza desde que abolió la protección, no es argumento más sólido en pro del libre cambio que el de que el crecimiento de los Estados Unidos bajo las tarifas protectoras se debe a la protección. No debe deducirse que una institución es buena porque un país ha prosperado bajo ella, ni que es mala porque otro país en el cual existe no ha prosperado. Tampoco debe seguirse que las instituciones existentes en las comarcas prósperas y no en las comarcas atrasadas son, por consiguiente, beneficiosas. Pues esto, en diversas épocas, se puede confiadamente afirmar de la esclavitud, la poligamia, la aristocracia y las Iglesias establecidas, y todavía se puede afirmar de la Deuda pública, de la propiedad privada de la tierra, del pauperismo o de la existencia de determinadas clases viciosas o criminales. Ni aun cuando se pudiera demostrar que ciertos cambios de la prosperidad de un país o de una clase han seguido ciertamente a otros cambios en las leyes o en las instituciones, puede inferirse de aquí que ambos están relacionados como efecto y causa a menos que pueda demostrarse que la causa aducida tiende a producir el efecto señalado, o a menos también que pueda demostrarse que no existe otra causa a la cual se pueda atribuir el efecto, lo cual es claramente imposible en la mayoría de los casos. La casi infinita multiplicidad de causas que actúan constantemente en las sociedades humanas y la casi infinita interferencia de efecto con efecto hacen este vulgar modo de discurrir, que los lógicos llaman método de simple enumeración, no sólo inútil, sino perjudicial en las investigaciones sociales.

En lo tocante a la confianza en las estadísticas, hay una dificultad que añadir: el saber si las estadísticas son exactas. Aunque «las cifras no pueden engañar», hay en su confección y agrupación tanta probabilidad de equivocarse y tal tentación de ceder a los partidismos, que en materia de controversia hay que desconfiar de ellas mientras no han sido sometidas a un rígido examen. El valor de la mayoría de los argumentos fundados en estadísticas se revela bien en la anécdota de aquel funcionario que, habiéndosele ordenado levantar estadísticas sobre cierto asunto, deseaba saber primero qué partido se quería que defendiesen. Bajo sus imponentes apariencias de exactitud pueden ocultarse los más graves errores y las afirmaciones más absurdas.

Para comprender el efecto de las tarifas protectoras, debemos inquirir qué son y cómo operan. Cuando hayamos así descubierto su naturaleza y tendencia podremos justipreciar lo dicho en pro o en contra de ellas, y tendremos una clave con la cual seguir sus resultados entre las complicaciones del fenómeno social. Porque las más grandes comunidades no son sino expansiones de las comunidades más pequeñas, y las reglas de aritmética con que nosotros calculamos la ganancia o la pérdida en las transacciones de unos dólares son aplicables, igualmente, a las transacciones de cientos de millones. Así, los hechos que tenemos que utilizar y los principios que hemos de aplicar son hechos comunes conocidos de todos, y principios comprobados en la vida cotidiana. Partiendo de premisas indiscutibles, debemos cuidamos tan sólo de vigilar nuestros pasos para sacar conclusiones de las cuales podamos sentimos seguros. Nosotros no podemos hacer experimentos con las sociedades como el químico puede hacerlos con las sustancias materiales, o el fisiólogo con los animales. Ni podemos encontrar naciones tan semejantes en todos los otros órdenes que podamos atribuir con seguridad cualquier diferencia en sus condiciones a la presencia o ausencia de una causa única sin asegurarnos primero a nosotros mismos de la tendencia de esa causa. Pero la imaginación pone a nuestro servicio un método de investigación de los problemas económicos que, dentro de ciertos límites, es tan útil como el método experimental. Podemos juzgar de la acción de los principios conocidos, separando, combinando o eliminando mentalmente sus condiciones. Dejadme explicar lo que quiero decir, por un ejemplo que he empleado ya otra vez (1).

Siendo un niño bajé al muelle con otro muchacho para ver el primer barco de hierro que había cruzado el océano hasta Fi-ladelfia. Entonces, oír hablar de un barco de hierro nos parecía algo así como oír hablar de una cometa de plomo o de un homo de madera. Pero no habíamos estado mucho rato a bordo, cuando mi camarada dijo, con un tono de hastío desdeñoso: «¡Bah! Ya veo cómo es esto. Está forrado interiormente de madera; por eso flota.» De momento no supe replicarle; pero la explicación no me satisfizo, y, sentándome en el muelle, cuando mi amigo me dejó, comencé a discurrir, haciendo experimentos mentales. Si lo que le hace flotar fuera la madera que tiene, cuanta más madera tuviese más arriba flotaría, y mentalmente yo lo llenaba de madera. Pero como me era familiar el procedimiento de hacer barquitos de bloques de madera, pronto pensé que, en vez de flotar más alto, el buque se hundiría más abajo. Luego, mentalmente, le quité madera, como hacíamos al ahuecar nuestros barcos, y vi que, aligerado así, flotaría más alto aún. Después, en mi imaginación, practiqué un agujero en él y vi que el agua penetraría y que el barco se hundiría, como ocurría en nuestros barcos de madera si iban lastrados con quilla de plomo. Y de este modo comprendí, tan claramente como si hubiese podido hacer todos aquellos experimentos con el barco, que no era el forro de madera lo que le hacía flotar, sino su cavidad interior o, como ahora diría, su desplazamiento de agua.

Por caminos como éste, con los que estamos todos familiarizados, podemos aislar, analizar o combinar principios económicos, extendiendo o disminuyendo la escala de las proposiciones

(1) Conferencia ante los estudiantes de la Universidad de California sobre los Estudios de Economía Política. Abril 1877.

y sujetándolas a una inspección como a través de una lente mental o abarcando un panorama más extenso. Y esto lo puede hacer cada uno por sí mismo. En la investigación que estamos a punto de empezar, todo lo que pido yo al lector es que no crea nada por mi palabra.

DE LA PROTECCIÓN COMO UNA NECESIDAD UNIVERSAL

A menudo, para comprender una cosa es bueno comenzar por mirarla, en cierto modo, desde fuera y observar sus relaciones antes de examinarla en detalle. Hagamos esto con la teoría proteccionista.

La protección, en cuanto este término ha venido a denotar una política nacional, significa la imposición de derechos sobre las mercancías importadas, con el objeto de preservar de la competencia a los productores indígenas de estas mercancías. Los proteccionistas sostienen que, para conseguir la mayor prosperidad, cada nación debe producir por sí misma todo lo que sea capaz de producir, y que para esto sus industrias nacionales deben ser protegidas contra la competencia de las industrias extranjeras. Sostienen también, en los Estados Unidos al menos, que para que los trabajadores obtengan los más altos salarios posibles, deben ser protegidos con derechos arancelarios contra la competencia de artículos producidos ep las comarcas donde los salarios son más bajos. Sin discutir la exactitud de esta teoría, dejadme examinar sus más amplias relaciones. La teoría protectora, como puede observarse, asienta una ley general tan verdadera en un país como en otro. Aunque los proteccionistas en los Estados Unidos hablen de «protección americana» y «librecambio británico», la

protección es, y necesariamente debe ser defendida como de universal aplicación. Los proteccionistas americanos emplean los argumentos de los proteccionistas extranjeros, y aun cuando se quejan de que la política protectora de otros países nos perjudica, la elogian como un ejemplo que debemos seguir. Pretenden que, por lo menos hasta cierto punto del desarrollo nacional, la protección es en todas partes beneficiosa para el país, y el librecambio, en todas partes, nocivo; que las naciones prósperas han alcanzado su prosperidad con la protección y que todas las naciones que quieran llegar a serlo deben adoptar esta política. Y sus argumentos deben ser universales para merecer algún crédito, porque sería absurdo afirmar que una teoría acerca del crecimiento y la prosperidad nacional es aplicable a unos países y a otros no.

Ruego al lector que hasta aquí haya aceptado la teoría protectora, que considere lo que su carácter universal implica necesariamente. Lo que primero me hizo poner en duda esta teoría fue la comprobación de esto. Yo fui, hasta unos cuantos años después de haber llegado a la edad de la razón, proteccionista, o por mejor decir, yo suponía serlo, porque, sin verdadero examen, había aceptado esta doctrina como, al principio, fundamos nuestras opiniones en la autoridad de los demás. No obstante, en todo lo que llegaba a discurrir sobre este asunto no carecía yo de lógica, y recuerdo bien que cuando el Florida y el Alabama echaban a pique los barcos americanos, yo pensaba que, después de todo, sus depredaciones eran buenas para el Estado en que yo vivía (California), desde el momento en que el aumento de los riesgos y del coste de los transportes marítimos en los barcos americanos (único medio de entonces para llevar mercancías desde los Estados del Este a California) darían a las nacientes industrias de aquí algo de la protección que necesitaban contra los salarios más bajos y las industrias mejor montadas de los Estados del Este, protección que la Constitución federal le prohibía obtener por medio de un arancel. El verdadero contenido de estas ideas no se me manifestó hasta que tuve ocasión de oír la teoría protectora explicada por up hombre inteligente. Pedía que las industrias americanas fuesen protegidas contra la competencia de las naciones extranjeras; que nosotros debíamos trabajar con nuestras propias materias primas, y que no permitiésemos importar nada que pudiésemos producir por nosotros mismos; yo comencé a pensar que estas proposiciones, si eran verdaderas, si eran exactas, debían ser exactas universalmente, y que no sólo cada nación debería aislarse respecto de las demás naciones; no sólo las varias provincias de un gran país deberían establecer aranceles para preservar sus industrias de la competencia de otras provincias, sino que la razón dada para que el pueblo no obtuviese de otro nada de lo que podía hacer por sí mismo, debería aplicarse igualmente a las familias. Esto fue lo que me condujo a pesar argumentos que antes había aceptado sin verdadero examen.

Me parece imposible pensar en el carácter necesariamente universal de la teoría protectora sin sentir que repugna a los conceptos morales y es incompatible con la sencillez y armonía que por todas partes se descubre en las leyes naturales. ¿Qué pensaríamos de leyes humanas forjadas por el Gobierno de un país que obligasen a cada familia a mantenerse constantemente en guardia contra cada otra familia, a disipar una gran parte de su tiempo y de su trabajo en impedir todo cambio con sus vecinos y en buscar su propia prosperidad oponiéndose a los naturales esfuerzos de las otras familias para llegar a ser prósperas? Pues biep, la teoría protectora implica que leyes como éstas han sido impuestas por el Creador a los grupos de hombres que habitan sobre la Tierra. Implica que por virtud de leyes sociales, tan inmutables como las leyes físicas, cada nación debe permanecer celosamente en guardia contra toda otra nación y levantar obstáculos artificiales al intercambio nacional. Implica que una federación del género humano, semejante a la que prohíbe el establecimiento de tarifas entre los Estados de la Unión Americana, sería un desastre para la raza, y que en un mundo ideal cada nación sería protegida de las otras por un cordón de perceptores de impuestos, con sus correspondientes espías delatores.

Semejante teoría concuerda con aquella forma del politeísmo que asigna a cada nación un Dios exclusivo y hostil; pero es difícil reconciliarla con la idea de la unidad del Espíritu Creador y con la universalidad de la ley. Imaginad a un misionero cristiano predicando a un pueblo recién descubierto las sublimes verdades del Evangelio de paz y amor, la paternidad de Dios, la fraternidad de los hombres, el deber de mirar los intereses de nuestros vecinos como los propios y de hacer a los demás lo que desearíamos que ellos hicieran con nosotros. ¿Podría, en la misma peroración, llegar a declarar que, en virtud de las leyes de ese mismo Dios, cada nación, para prosperar, debe defenderse a sí propia contra todas las otras naciones por un arancel protector?

La religión y la experiencia juntamente nos enseñan que el más alto bien de cada uno se encuentra en el bien de los demás; que los verdaderos intereses de los hombres son armónicos, no antagónicos; que la prosperidad es hija de la buena voluntad y de la paz, y que la miseria y la destrucción siguen a la enemistad y a la guerra. La teoría protectora, por otra parte, implica la oposición entre los intereses de las naciones; que la ganancia de un pueblo es la pérdida de otros; que cada uno debe buscar su propio bien por un constante esfuerzo para alcanzar ventajas sobre los demás e impedir que los otros las alcancen sobre él. De las naciones hace rivales en vez de cooperadoras, e inculca una guerra de restricciones y prohibiciones y pesquisas y decomisos, que difiere en las armas, pero no en el espíritu, de la guerra que sumerge navios e incendia ciudades. ¿Podemos imaginar a las naciones convirtiendo sus espadas en arados, y sus lanzas en hoces, pero manteniendo todavía tarifas hostiles?

Llámese cristiano o deísta, agnóstico o ateo, ¿quién puede arrojar en torno suyo una mirada sin ver que la miseria y el padecimiento fluyen inevitablemente del egoísmo, y que en toda comunidad la áurea ley que nos enseña a mirar los intereses de los demás tan solícitamente como los nuestros propios produciría no sólo la paz sino la abundancia? Lo que es verdad para los individuos, ¿puede dejar de serlo para las naciones? ¿Puede ser que en un orden la ley de la prosperidad sea la ley del amor y en otro la del odio? Por el contrario, la Historia universal demuestra que la pobreza, la degradación y la esclavitud son los inevitables resultados de ese espíritu que induce a las naciones a mirarse como rivales y enemigas.

Cada verdad política es, necesariamente, una verdad moral. Y ¿quién puede aceptar la teoría protectora como una verdad moral? Hace pocos meses me hallaba una noche con otros cuatro viajeros en el fumador de un expreso de Pensylvania al Oeste. La conversación, que comenzó sobre los trenes rápidos, giró luego hacia los vapores veloces, y de aquí a las prácticas aduaneras. Uno contó cómo, viniendo de Europa con un baúl repleto de regalos para su mujer, le dijo significativamente al Inspector de la Aduana encargado de examinar sus baúles, que tenía mucha prisa. «¿Cuánta prisa?», le dijo el empleado. «Diez dólares de prisa», le replicó. El oficial arrojó una rápida ojeada sobre el contenido del baúl, y dijo: «No es mucha prisa para todo esto.» «Le di diez más —dijo el narrador— y marcó el baúl.»

Otro relató cómo, en parecidas circunstancias, había colocado upa magnífica pipa de espuma de mar de tal manera que fuese el primer objeto que se viera al abrir el baúl, y cuando el oficial la admiraba, le indicó que era para él. El tercero contó que ponía sencillamente un billete de Banco en primer término del equipaje, y bien a la vista, y el cuarto dijo cómo su plan se limitaba a estrujar un billete y a ponerlo con las llaves en las manos del empleado. Tenemos aquí cuatro reputados hombres de negocios, según supe después: uno un siderúrgico, otro un productor de carbón, y los otros dos fabricantes, hombres, por lo menos de la moralidad y el patriotismo usuales, quienes, no solamente no creían malo el eludir el arancel, sino que no sentían escrúpulo del juramento necesariamente falso, y miraban la corrupción de los funcionarios de Aduanas como una buena broma. Sentí curiosidad de llevar la conversación hacia el asunto del libre cambio, y encontré que los cuatro eran furibundos proteccionistas, e incitándoles un poco averigüé que los cuatro estaban firmemente convencidos del derecho del patrono para despedir al trabajador que vota un candidato librecambista, sosteniendo, como decían, que nadie debe comer el pan de un patrono de cuyos intereses es contrario.

Cito esta conversación porque es típica. Cuantos han viajado en trasatlánticos han escuchado conversaciones semejantes, y es sabido que la gran mayoría de los americanos proteccionistas que visitan Europa regresan con adquisiciones que tratan de pasar fraudulentamente, aun a expensas de una falsa declaración aduanera y de un billete de Banco al aduanero. Muchos de nuestros contrabandistas en gran escala han sido hombres de la más alta sociedad y de sentimientos religiosos que liberalmente daban parte de sus gajes a las iglesias y a sociedades benéficas. No hace mucho tiempo un banquero muy respetable, hombre extremadamente religioso, que probablemente descuidó las precauciones de mis amigos del fumador fue sorprendido al tratar de pasar de contrabando en su equipaje, del cual había declarado que no contenía nada sujeto a arancel, multitud de valiosísimos regalos para una iglesia.

Los hombres de conciencia se guardarán (hasta que se acostumbren a ello) de falsas declaraciones juradas, de sobornos o de otros medios necesarios, para eludir las tarifas; pero ni aun entre los creyentes en la protección hay nadie que realmente piense que estos fraudes son vituperables en sí mismos. ¿Cuál es el proteccionista teórico que, si no pudiera ser sorprendido, sentiría escrúpulo en pasar una caja de cigarros o un corte de traje, o cualquiera otra cosa semejante por la pasarela de un buque o por el puente del Niágara? ¿Y por qué había de sentir escrúpulo en transportar cualquiera de estas cosas por un malecón, un río o una línea imaginaria, puesto que, una vez traspasada la frontera de Aduanas, no había de tropezar con obstáculo alguno para conducirla a millares de millas?

Que hombres sin escrúpulos vulneren para su provecho propio leyes dictadas en interés general, no prueba nada; pero que ninguno se sienta realmente culpable al defraudar, prueba mucho. Tanto si creemos que las ideas morales son intuitivas, como que son utilitarias, ¿no le falta, de hecho, a la protección el apoyo del sentimiento moral, incompatible con la idea de que las tarifas son necesarias para el bienestar y el progreso del género humano? Si, como algunos sostienen, las percepciones morales están infundidas en nuestra naturaleza como un medio de guiar instintivamente nuestra conducta por el único camino que conduce al bienestar común, ¿cómo es, si el Creador ha ordenado que el hombre prospere con las tarifas protectoras, que el sentido moral no reconoce esa ley? Si, como otros sostienen, lo que nosotros llamamos percepciones morales son el resultado de la general experiencia respecto de lo que conduce al bien común, ¿cómo es que los beneficiosos efectos de la protección no han desarrollado ese reconocimiento moral?

Hacer legislativamente delito de aquello que no lo es moralmente, es destruir de un modo inevitable el respeto a la ley. Utilizar los juramentos para impedir que los hombres hagan lo que ellos sienten que no perjudica a padie, es debilitar la santidad de los juramentos. La corrupción, el fraude y los falsos testimonios son cosas inseparables de los Aranceles. ¿Puede ser bueno lo que produce tales frutos? Un sistema que requiere tales espías y delaciones, que invoca al Todopoderoso como testigo del contenido de cada caja, maleta o paquete; un sistema que siempre ha originado y, conforme a la naturaleza del hombre, siempre origipará corrupción y fraude, ¿puede ser necesario para la prosperidad y el progreso del linaje humano?

Considérese, además, cuán contradictoria es la teoría proteccionista con nuestra común experiencia y nuestros hábitos de pensar. ¿Quién pensaría en recomendar para el establecimiento de una ciudad o de una nueva colonia determinado sitio, precisamente a causa de que era difícil el acceso a él? Y, sin embargo, si la teoría protectora es verdadera, esto sería realmente una ventaja. ¿Quién consideraría a los piratas como resortes de la civilización? Y, sin embargo, un pirata con discernimiento, que limitara sus depredaciones a los bienes que puedan producirse en el país a que se envían, sería tan beneficioso para esta comarca como un Arancel.

Proteccionistas o librecambistas, todos nosotros oímos hablar con interés y satisfacción de las mejoras en los transportes por agua o por tierra; estamos todos dispuestos a mirar la apertura de canales, la construcción de ferrocarriles, el dragado de los puertos, la mejora en los buques, como un beneficio; ¿cómo pueden ser provechosos los Aranceles? El efecto de cada una de aquellas cosas es disminuir el coste del transporte de las mercancías; el efecto de las tarifas es aumentarlo. Si la teoría protectora es verdadera, cada mejora que abarata la conducción de mercancías entre dos comarcas, es un daño para la-humanidad, a menos que los Aranceles sean aumentados proporcionalmente. La rectitud, la rapidez y la facilidad con que los pájaros hienden el aire, excita, naturalmente, la envidia del hombre. Su fantasía siempre ha dado alas a los ángeles, y él siempre ha soñado con un tiempo en que también disfrutaría del poder de atravesar aquellos libres espacios. Que este triunfo está al alcance del poder humano ¿quién podrá sinceramente dudarlo en esta edad de maravillas? ¿Y quién no se sentiría entusiasmado al saber que la inventiva ha realizado, por fin, el sueño de las edades y hecho la navegación de la atmósfera tan practicable como la navegación del océano? Pero si la teoría protectora es cierta, este dominio de otro elemento sería un infortunio para el hombre. Porque haría imposible la protección. Cualquier ciudad o aldea de tierra adentro, cualquier pedazo de terreno en la superficie terrestre, vendría a ser un puerto en este océano que todo lo rodea. Y el único medio de que el pueblo continuara disfrutando las bendiciones de la protección, sería techar todo el país.

No son únicamente las mejoras en los transportes las contrarias a la protección, sino todas las invenciones y descubrimientos economizadores de trabajo. La utilización del gas natural procedente del suelo perjudica la demanda de carbón nativo mucho más que pudiera hacerlo la libre importación del carbón extranjero. Practicando excavaciones en el centro del Estado de Nueva York, han sido encontrados vastos yacimientos de sal pura, cuya extracción destruiría la industria de fabricación de sal, para cuyo estímulo nosotros hemos impuesto derechos a la sal extranjera. Nosotros mantenemos un arancel con el declarado propósito de rechazar los productos de la barata mano de obra extranjera, pero diariamente son inventadas máquinas que producen mercancías más baratas que el más barato trabajo extranjero. Está claro que el único proteccionismo lógico es el de la China, que no sólo prohíbe el comercio extranjero, sino también la introducción de la maquinaria economizadora de trabajo.

El fin de la protección, en una palabra, es impedir la entrada de cosas útiles y valederas en sí mismas en una comarca con el designio de obligar a la fabricación de esas cosas. Pero lo que todos los hombres, en sus individuales afanes de la vida cotidiana miran como deseable, no es la fabricación de las cosas, sino la posesión de ellas.

LA UNIDAD PROTECCIONISTA

Mientras más se considera la teoría de que cada nación debe «protegerse» a sí misma contra toda otra nación, más incongruente aparece.

En primer término, ¿no es un patente absurdo tomar la nación o la comarca como upa unidad de protección, y decir que cada una de ellas debe tener un arancel protector? (1). Lo que se significa por nación o por comarca en la teoría proteccionista es una unidad política independiente. Así, la Gran Bretaña e

(1) Que los mismos escritores proteccionistas se dan cuenta de este absurdo se ve en su constante esfuerzo para sugerir la idea, demasiado ridicula para ser sostenida abiertamente, de que las naciones, en vez de ser divisiones políticas puramente arbitrarias, son divisiones determinadas por la Naturaleza o por k voluntad divina. Así, para no multiplicar los ejemplos, el profesor Robert Ellis Thompson (Political Economy, pág. 34) define la nación como «un pueblo que habla una misma lengua, vive bajo un solo Gobierno y ocupa un área continua. Esta área es un distrito designado por sus naturales fronteras para ser residencia de un pueblo independiente». Esta definición está impresa en caracteres gruesos, mientras debajo se añade en caracteres pequeños: «Ningún punto de esta definición es esencial, excepto el segundo». Y a pesar de esta confesión y este reconocimiento de que la «nación» es una división política puramente arbitraria, el profesor Thompson intenta en su libro sugerir al lector una impresión diferente hablando de «la existencia de las naciones como parte de un sistema providencial del mundo», de ks «providenciales fronteras de las naciones», etc.

Irlanda son consideradas una nación, Francia otra, Alemania otra, Suiza otra, los Estados Unidos, Canadá, Méjico y cada una de las Repúblicas del Centro y Sur de América, son otras. Pero estas divisiones son arbitrarias. No coinciden con ninguna diferencia de suelo, clima, raza o industria, no se ajustan a un máximum o mínimum de superficie o de población. Están, además, cambiando continuamente. El mapa de Europa y América utilizado por los escolares de hoy, es muy diferente del utilizado por sus padres. La diferencia con lo que era hace cien años resulta todavía más grande, y a medida que nosotros retrocedemos en el tiempo, aparecen diferencias aún mayores. Conforme a esta teoría, cuando los tres reinos británicos tenían Gobiernos separados era necesario para el bienestar de cada uno de ellos que fueran protegidos contra los otros, y si Irlanda recobrase su independencia, reaparecería esta necesidad; pero mientras las tres comarcas estén unidas bajo un solo Gobierno, esta necesidad no existe. Los diminutos Estados de que hace unos pocos años se componían Alemania e Italia, debían, con arreglo a esta doctrina, tener, como tenían, aranceles entre ellos. Y ahora, conforme a esta misma doctrina, ya no necesitan de estas tarifas. Alsacia y Lorena, cuando eran provincias francesas, necesitaban ser protegidas contra Alemania. Ahora, que son provincias alemanas 1, necesitan ser protegidas contra Francia. Texas, cuando formaba parte de Méjico, requería una tarifa protectora contra los Estados Unidos. Ahora, formando parte de los Estados Unidos, requiere una tarifa protectora contra Méjico. Nosotros, los de los Estados Unidos, reclamamos una tarifa protectora contra el Canadá, y los canadienses una tarifa contra nosotros; pero si el Canadá entrase en la Unión, la necesidad de estos aranceles desaparecería para ambos.

Estas incongruencias, ¿no demuestran que la teoría protectora carece de base científica? ¿Que en vez de provenir deductivamente de principios o inductivamente de los hechos, ha sido inventada solamente para servir los designios de sus inventores? Los cambios políticos en nada alteran el suelo, el clima o las necesidades industriales. Si los tres Reinos Británicos no necesitan ahora aranceles unos contra otros, podían no haberlos necesitado antes de la unión. Si no es perjudicial a los varios Estados de Italia o de Alemania el librecambio entre sí, podía no haberlo sido antes de que estuvieran unidos. Si Alsacia y Lorena ahora se benefician del libre comercio con Alemania, podían haberse beneficiado del mismo modo cuando eran provincias francesas. Si el pueblo de las opuestas orillas de los grandes lagos y del río San Lorenzo no resultaría perjudicado por el librecambio de sus productos cuando el Canadá perteneciera a la Unión Americana, podría no serlo ahora.

Considérese cuán incompatible con la teoría protectora es el librecambio que ahora prevalece entre los Estados de la Unión Americana. Nuestra Unión comprende un área casi tan extensa como Europa, pero los proteccionistas, que sostienen que cada país europeo debe protegerse a sí propio contra los restantes, no oponen objeción alguna al librecambio existente entre los Estados americanos, aunque algunos de esos Estados son más vastos que los reinos europeos, y las diferencias entre ellos, en cuanto a los recursos naturales y al desarrollo industrial, son, por lo menos, tan grandes. Si beneficia a Alemania y a Francia el estar separadas por tarifas protectoras, ¿no necesitará Nueva Jersey la protección de un Arancel contra Nueva York y Pensylvania? Y Nueva York y Pensylvania, ¿no necesitarán también ser protegidas contra Nueva Jersey? Y si Nueva Inglaterra necesita protección contra la provincia de Quebec, y Ohio, Illinois y Michigan contra la provincia de Ontario, ¿no es claro que estos Estados también necesitan protección contra los Estados limítrofes por el Sur? ¿Qué diferencia introduce el que un grupo de Estados pertenezca a la Unión Americana y el otro a la Confederación

Canadiense? La industria y el comercio, abandonados a sí propios, no otorgan más atención que los pájaros o los peces a las divisiones políticas.

Claramente, si hay algo de verdad en la teoría proteccionista, ello ha de ser aplicable no sólo a las grandes divisiones políticas, sino a todas sus partes. Si un país no debe importar de otras comarcas nada que su propio pueblo pueda producir, el mismo principio debe ser aplicable a cada subdivisión; y todo Estado, toda provincia y toda ciudad deben necesitar su propia tarifa protectora.

Y todavía más, la adecuada aplicación de la teoría protectora requiere la separación del género humano en las divisiones políticas más pequeñas posibles, defendiéndose cada una contra el resto por sus propias tarifas. Porque cuanto más amplia es el área de la unidad protegida, más difícil es llegar a aplicar la teoría protectora. Con territorios tan extensos como el de los Estados Unidos, la posibilidad de la protección, si ésta ha de ser aplicada solamente al mayor organismo político, se disminuye. Y cuando el sueño del poeta se realice y la familia humana se jupte en una «federación del mundo», la posibilidad de la protección se desvanecerá. Por el contrario, cuanto más pequeña es la unidad protegida, mejor puede ser aplicada la teoría de la protección. Los proteccionistas no van tan lejos que sostengan que todo comercio es perjudicial. Ellos afirman que cada país puede importar satisfactoriamente lo que no puede producir; pero que debe restringir la importación de aquello de cuya producción es capaz. Es necesario, pues, hacer esta distinción, más fácil de realizar cuanto más pequeña es la unidad protegida.

Conforme a los principios proteccionistas, un solo arancel no puede convenir a todos los Estados de nuestra Unión mejor que vendría el calzado de una misma medida a los sesenta millones de habitantes de nuestro pueblo. Por ejemplo, Massachusetts no produce carbón, hierro ni azúcar. Esto, pues, conforme a los principios proteccionistas, debe ser importado en Massachusetts libremente, mientras Pensylvania necesita disfrutar protección para el hierro o el carbón, y Luisiana para el azúcar. Las naran-; jas pueden cosecharse en Florida, pero no en Minnesota; por consiguiente, mientras Florida necesita un derecho protector sobre las naranjas, Minnesota no. Y así en todos los Estados. «Protegerlos a todos con el mismo Arancel es desconocer para cada uno de ellos aquella parte de la teoría proteccionista que permite la libre importación de las mercancías que no pueden ser producidas en ellos, y obligándolos a pagar altos precios por aquello que no pueden producir, se neutralizan los beneficios derivados de la protección para cada una de las cosas que producen.

Además, mientras Massachusetts, conforme a la teoría proteccionista, no necesita protección para el carbón, hierro y azúcar, que él no puede producir, lo necesita para los bueyes, cerdos y cereales con que le «inundan» desde el Oeste, en perjuicio de sus industrias agrícolas, y con cuya protección podría producir cuanto necesita para su propio consumo. Por otra parte, el Oeste necesita protección contra las botas, zapatos y lanas de Massachusetts, a fin de que el cuero y la lana que produce puedan ser trabajados allí mismo, en vez de ser transportados ep bruto a grandes distancias, para volverlos a traer ya transformados en productos. De igual modo los siderúrgicos de Ohio necesitan protección contra Pensylvania más que contra Inglaterra, mientras es sólo una burla proteger a los mineros de carbón de las montañas Rocosas contra ei carbón de Nueva Escocia, de la Colombia inglesa y de Australia, que no pueden competir con ellos cuando no se les protege contra el carbón de Iowa; o proteger a las nacientes fábricas de algodón del Sur contra la vieja Inglaterra, cuando no se les protege contra la Nueva Inglaterra.

Conforme a la teoría proteccionista, la protección es más necesaria coptra las industrias similares. Todos los proteccionistas convienen en que los Estados Unidos tienen mayor necesidad de protección contra la Gran Bretaña que contra el Brasil, y el Canadá contra los Estados Unidos que contra la India; todos reconocen que si nosotros debemos tener librecambio ha de ser con las comarcas de producción más absolutamente diferente a la nuestra. Ahora bien, hay menos diferencia entre las producciones y las capacidades productoras de Nueva Hampshire y Vermont, de Indiana e Illinois, o de Kansas y Nebraska, que entre los Estados Unidos en conjunto y cualquier país extranjero. Por consiguiente, conforme a la teoría proteccionista, es más necesario el Arancel entre esos Estados que entre los Estados Unidos y los países extraños. Y como ciudades situadas una junto a otra, difieren menos en capacidades industriales que Estados limítrofes, aquéllas requieren tarifas protectoras más que éstos.

Las trece colonias americanas se reunieron como trece soberanías independientes, reteniendo cada una el pleno poder de establecer impuestos, incluyendo el de cobrar derechos de importación, facultad que no perdieron hasta 1787, once años después de la declaración de Independencia, cuando la Constitución federal fue adoptada. Si la teoría proteccionista, entonces predominante en la Gran Bretaña, hubiera tenido en ese tiempo en el pueblo americano la fuerza que después obtuvo, ciertamente que el poder de protegerse a sí propios no hubiera sido abandonado por los Estados. Y si la Unión hubiera continuado formada como al principio, o los autores de la Constitución no hubieran tenido la previsión de prohibir aranceles entre los Estados, es indudable que cuando nosotros vinimos a imitar el sistema inglés de protección habríamos demandado reciamente, en varios Estados, la protección de unos contra otros, como hemos clamado por la protección contra las comarcas extrañas, y los argumentos ahora empleados contra el librecambio con países extraños, serían utilizados hoy contra el librecambio entre los diversos Estados.

No puede dudarse de que si nuestra organización política hiciese a nuestras ciudades independientes unas de otras, tendríamos en ciudades y aldeas el mismo clamor por la protección contra las industrias de otras ciudades y aldeas, que ahora tenemos por la protección de una nación contra otras naciones.

Estoy escribiendo en Long-Island, cerca de la ciudad de Jamaica. Creo que podría hacer al pueblo de esta pequeña ciudad un razonamiento tan bueno como el que los proteccionistas hacen al pueblo de los Estados Unidos. Podría decir a los tenderos de Jamaica: «Vuestros convecinos ahora van a Nueva York cuando necesitan comprar trajes o buena lencería y no os hacen más que compras insignificantes, mientras los carros de los granjeros, que pasan la noche en largas filas en los fielatos, van a llevar los productos de sus granjas a Nueva York y Brooklyn, trayendo al día siguiente lo que necesitan. Una tarifa protectora les obligaría a hacer aquí esas compras. Los provechos de ellas, que ahora van a Nueva York y Brooklyn, quedarían en Jamaica. Tendríais tiendas más grandes y mejores; podríais pagar a vuestros empleados y jornaleros más alto salario, necesitaríais Bancos más numerosos, anunciaríais más libremente en los periódicos de Jamaica, y así la ciudad crecería y prosperaría.»

«Además, podría decirles cuán inútil despilfarro de trabajo se hace transportando leche y manteca, pollos, huevos y vegetales a Nueva York y Brooklyn y trayendo de retorno otras cosas; cuánto mejor sería para nuestros labradores si tuvieran un mercado propio. Esto podríamos conseguirlo para ellos con un Arancel que protegiera las industrias de Jamaica contra las de Nueva York y Brooklyn. Paños, cigarros, botas y zapatos, aperos agrícolas y muebles pueden ser fabricados aquí tan bien como en aquellas ciudades. ¿Por qué no tendremos nosotros una fábrica de tejidos de algodón, otra de paños, una fundición y, en una palabra, todos los establecimientos necesarios para satisfacer las necesidades de nuestro pueblo? Para ello nosotros necesitamos tan sólo un Arancel protector. El capital, garantido por la protección, acudiría gozoso a estas empresas y pronto seríamos exportadores de lo que ahora importamos, mientras nuestros labradores encontrarían a sus propias puertas la demanda para todo lo que ellos producen. Aunque al principio tengan que pagar precios más altos por lo que compran, el precio más elevado que obtendrían por lo que venden les compensaría con exceso, y se ahorrarían el trastorno y el gasto de un viaje de ocho o diez millas a Nueva York o Brooklyn. Así Jamaica, en vez de seguir siendo una pequeña aldea, llegará a ser una gran ciudad, gracias a las industrias que el Arancel protector levantaría en ellas, mientras el aumento de demanda de brazos elevarían los salarios y daría empleo más seguro.»

Estimo todo esto, por io menos, tan valedero como los argumentos proteccionistas que se dirigen al pueblo de los Estados Unidos, y nadie que haya oído hablar a los tenderos de la aldea o prestado atención a los comentarios de los periódicos locales puede dudar de que si nuestras ciudades fueran independientes, los proteccionistas de aldea se harían escuchar tan fácilmente como lo consiguen los proteccionistas nacionales ahora.

Mas para llevar la teoría proteccionista a sus lógicas conclusiones, no podemos detenernos en la protección entre Estado y Estado, ciudad y ciudad, aldea y aldea. Si la protección es necesaria entre las naciones, debe ser necesaria no sólo entre las subdivisiones políticas, sino entre familia y familia.

Si la nación nunca debiese comprar en las otras naciones nada que pueda producir por sí misma, el mismo principio debería impedir que cada familia compre nada de lo que pueda producir. Las leyes sociales, como las leyes físicas, son aplicables a la molécula lo mismo que al conjunto; pero una situación social en la que el principio proteccionista fuese llevado así plenamente hasta sus últimas consecuencias, sería una situación de extrema barbarie.

COMERCIO

Protección significa impedir. Proteger es preservar o defender. ¿Qué es lo que la protección arancelaria impide? El comercio; para hablar más exactamente: aquella parte del comercio que consiste ep importar de otros países mercancías que pueden ser producidas por el propio.

Pero el comercio, del cual la protección intenta preservamos y defendemos, no es, como las inundaciones, los terremotos o los ciclones, algo que se produzca sin la intervención humana. El comercio implica actos del hombre. No puede ser necesario preservarnos o defendernos contra el comercio, si no hay hombres que necesiten comerciar y que lo intenten. ¿Quiénes, pues, son los hombres contra cuyos esfuerzos por comerciar nos preserva y defiende la palabra «protección»?

Si me hubieran preguntado antes de haber reflexionado yo sobre el asunto, habría respondido que los hombres contra los cuales la «protección nos defiende», son los productores extranjeros que desean vender sus productos en nuestros mercados nacionales. Tal es el supuesto que circula a través de todos los argumentos proteccionistas: la suposición de que los extranjeros están constantemente tratando de imponernos sus productos, y que el Arancel es un medio de defendemos contra lo que ellos necesitan hacer.

Pero un instante de reflexión demostraría que ningún esfuerzo de los extranjeros para vendernos sus productos puede por sí mismo hacer necesario el Arancel. Porque el deseo de una parte, por muy fuerte que sea, no basta para comerciar. Para cualquier comercio se necesita dos partes que mutuamente deseen comerciar, y cuyas acciones sean recíprocas. Nadie puede comprar a menos de que encuentre alguien que desee venderle, y nadie puede vender a menos que haya alguien deseoso de comprar. Si los americanos no necesitaran comprar productos extranjeros, los productos extranjeros no podrían ser vendidos aquí, aun cuando no hubiera Arancel. La causa eficiente del comercio que nuestro Arancel trata de impedir es el deseo de los americanos de comprar productos extranjeros, no el deseo de los extranjeros de vendérnoslos. Así, la protección, realmente, impide lo que los propios «protegidos» necesitan hacer. No es de los extranjeros de los que nos preserva y defiende la protección; es de nosotros mismos.

El comercio no es una invasión. No implica agresión de un lado y resistencia de otro, sino mutuo consentimiento y satisfacción. No puede haber comercio a menos que las partes estén conformes, como no puede haber reyerta sino cuando las partes disienten. Inglaterra, nos dicen, ha forzado a China a comerciar con el mundo exterior, y los Estados Unidos al Japón. Pero, en ambos casos, lo que se ha hecho no ha sido obligar al pueblo a comerciar, sino obligar a sus Gobiernos a permitirlo. Si el pue' blo no hubiese deseado comerciar, la apertura de puertos habría sido inútil. Las naciones civilizadas, no obstante, no emplean sus Ejércitos y Marinas en abrir unas a otras los puertos al comercio. En lo que emplean sus Ejércitos y sus Marinas es, cuando pelean, en cerrarse unas a otras los puertos. Y sus esfuerzos se dirigen a impedir la llegada de mercancías, más aún que la salida de éstas; la importación más que la exportación. Porque a un pueblo se le puede perjudicar más profundamente impidiendo que reciba productos que impidiendo que los envíe fuera. El comercio no requiere la fuerza. El libre cambio consiste simplemente en permitir al pueblo comprar y vender lo que necesita comprar y vender. Es la protección la que exige el concurso de la fuerza, porque consiste en impedir al pueblo que haga lo que necesita hacer. Las tarifas protectoras son aplicaciones de la fuerza, tanto como lo son las tropas bloqueadoras, y su objetivo es el mismo: impedir el comercio. La diferencia entre ambas está en que las tropas bloqueadoras son un medio con el que las naciones tratan de impedir el comercio a sus enemigas, y las tarifas protectoras son un medio con el cual las naciones intentan impedir a su propio pueblo el comercio. Lo que la protección nos enseña es a hacernos a nosotros mismos, en tiempo de paz, lo que los enemigos tratan de hacemos en tiempo de guerra.

¿Puede haber peor uso de las palabras que aplicar al comercio términos que evocan la guerra, y decir de una nación que invade, i.nunda, abruma a otra con productos? ¡Productos! ¿Qué son sino cosas buenas; cosas que nosotros estaríamos contentos de poseer? ¿No es absurdo decir de una nación que impone estas buenas cosas a otra nación? ¿Quién desearía individualmente que le evitasen semejante invasión? ¿Quién se opondría a ser inundado con todos los buenos vestidos que su mujer y sus hijas necesitarán; anegado con un caballo y un tílburi, abrumado con trajes, artículos coloniales, buenos cigarros, hermosos cuadros, o cualquiera otra clase de valor? Y ¿quién se mostraría encantado si alguiep se encargara de protegerle ahuyentando a quienes le llevasen tales cosas?

Realmente, sin embargo, no sólo es imposible a una nación venderle a otra, a menos que ésta necesite comprarle, sino que el comercio internacional no consiste en enviar fuera productos para venderlos. La gran masa de las importaciones de cada país civilizado, consiste en mercancías que han sido pedidas por el pueblo de este país, y que son importadas a su costa. Esto es verdad aun en nuestro propio caso, aunque uno de los efectos de nuestro Arancel es que muchos productos que de otra suerte serían importados por los americanos, sean enviados aquí por los fabricantes europeos, porque así es más fácil una menor evaluación para los efectos aduaneros. Pero no es el importador la causa de la importación. Sean las mercancías traídas aquí por los importadores americanos o enviadas por los exportadores extranjeros, la causa de su venida es que son solicitadas por el pueblo americano. La demanda de los compradores al por menor es lo que produce la importación de mercancías. Así, una tarifa protectora es un estorbo que pone el pueblo, no para lo que otros necesitan hacer con relación a él, sino para lo que él mismo necesita hacer.

Cuando en el sentido corriente de la palabra hablamos de individuos o colectividades que se protegen a sí propios, implica esto siempre la existencia de algún enemigo o peligro externo como el frío, el calor o los accidentes, las bestias salvajes, los bichos nocivos, el fuego, la epidemia, los ladrones o los invasores; algo dispuesto a hacer aquello a lo cual los protegidos se oponen. El único caso en que el sentido ordinario de la palabra no implica un enemigo o peligro exterior es aquel en que se refiere a un protector de superior inteligencia, como cuando hablamos de los imbéciles, locos, borrachos o niños, que son protegidos contra sus propios actos irracionales.

Pero el sistema de restricción que sus defensores llaman «protector» carece a la vez de una y otra de estas esenciales cualidades de la verdadera protección. Contra lo que ellos defienden a un pueblo, no es contra enemigos o peligros exteriores, sino contra lo que el pueblo mismo necesita hacer. Pero esta «protección» no es la protección de una superior inteligencia, porque el género humano no ha encontrado todavía un medio por el cual pueda alcanzar en un Parlamento o Congreso una inteligencia superior a la del pueblo que éste representa.

No negaré que donde las tarifas protectoras son establecidas, lo son de acuerdo con la voluntad nacional. Lo que yo deseo demostrar es que aun el pueblo que se impone tarifas protectoras desea hacer aquello mismo que, por medio del Arancel, trata de impedirse a sí propio. Se advierte esto por la tendencia de la importación a continuar a pesar del Arancel; por la disposición de los ciudadanos a eludir el Arancel siempre que pueden, y por el hecho de que aquellos mismos individuos que demandan el establecimento de tarifas para impedir la importación de productos extranjeros figuran entre los individuos cuyas peticiones y requerimientos de estas mercancías son la causa de su importación. Imaginemos un pueblo en el cual todos los hombres, mujeres y niños sean proteccionistas y en que el Arancel sea unánimemente deseado; pues, a pesar de ello, este Arancel será una restricción de aquello que el pueblo necesita hacer y aun de lo que trata de hacer. Los proteccionistas lo son únicamente en teoría y en política. Cuando se trata de comprar lo que necesitan, todos los proteccionistas son librecambistas. Digo esto para probar no la inconsecuencia de los proteccionistas, sino algo de más significación.

«Yo escribo.» «Yo respiro.» Ambas proposiciones afirman una acción por parte del mismo individuo, pero acción de diferente clase. Escribo por una volición consciente; respiro instintivamente. Tengo conciencia de que respiro sólo cuando pienso en ello, y, sin embargo, mi respiración prosigue, piense o no en ella, aunque mi conciencia esté absorta en el pensamiento, o aletargada en el sueño. Aunque con toda mi voluntad tratara de detener mi respiración, yo, a pesar de mí mismo, trataría de respirar, y continuaría haciéndolo mientras tuviera vida. Otras funciones vitales son aún más independientes de la conciencia y de la voluntad. Vivimos por la continua sucesión de múltiples y delicados procesos visibles sólo en sus resultados y totalmente independientes de la dirección mental.

Entre el hombre y la comunidad hay en estos respectos una analogía que es más estrecha a medida que la civilización pro-gresa y se hacen más complejas las relaciones sociales. El poder del conjunto, detentado por los Gobiernos, tiene un campo de reflexión y de acción tan limitado como el de la voluntad consciente de un individuo, y aun el consenso de las opiniones personales y síntesis de los deseos llamados opinión pública, apenas tiene un campo de acción más extenso. Hay por cima de la dirección nacional y por bajo de la conciencia nacional una vida y relación de partes y una realización de funciones que son al cuerpo social lo que los procesos vitales son al cuerpo físico.

Lo que le ocurriría al individuo si todas sus funciones corporales estuvieran colocadas bajo la dirección de la conciencia y un hombre pudiera olvidarse de respirar o calcular mal la suma de jugo gástrico necesaria para su estómago o equivocarse respecto de lo que sus riñones deben eliminar de la sangre, es lo que sucedería a una nación en la que todas las actividades individuales estuvieran dirigidas por el Gobierno.

Y aunque un pueblo colectivamente pueda establecer una tarifa para impedir el comercio, sus necesidades y deseos individuales le forzarán todavía a tratar de comerciar, lo mismo que si un hombre ata una cuerda en torno de un brazo suyo, la sangre todavía tratará de circular. Porque el esfuerzo de cada uno para satisfacer sus deseos con el menor trabajo, que es la causa del comercio, es tan instintivo y persistente como las instigaciones a que obedecen los órganos vitales del cuerpo. No son el importador y el exportador los que producen el comercio, sino las demandas cada día y cada hora formuladas de aquellos que no piensan en importar ni en exportar, y a los cuales el comercio trae lo que piden, precisamente como la sangre trae a cada fibra del cuerpo lo que ésta reclama.

Tan natural es para los hombres comerciar como para la sangre circular. El hombre es por naturaleza un animal comerciante, impelido al comercio por la persistencia de sus deseos, colocado en un mundo donde todo demuestra que él necesita comerciar, y encontrando en el comercio la posibilidad de todo progreso social. Sin el comercio, el hombre sería un salvaje.

Donde cada familia produce su propio alimento, construye su propia casa, hace sus propios vestidos y fabrica sus propios utensilios, ninguno puede tener más que lo estrictamente necesario para vivir, y toda pérdida local de cosechas acarrea el hambre. Un pueblo que viviera de esta suerte, sería independiente, pero su independencia se parecería a la de las fieras; sería pobre, ignorante y casi impotente contra las fuerzas de la Naturaleza y las vicisitudes de las estaciones.

Esta condición social, a la cual conduce lógicamente la teoría protectora, es la más baja en que el hombre pudiera encontrarse: la condición de la que él se ha esforzado en levantarse. Ha progresado únicamente en tanto que aprendió a satisfacer sus necesidades cambiando con sus vecinos y libertó y extendió el comercio. La diferencia entre los desnudos salvajes que poseen tan sólo los rudimentos de las artes y, en su debilidad e ignorancia, tiemblan ante las fuerzas de la Naturaleza, y la riqueza, la cultura y la potencia de nuestra más alta civilización son debidas al cambio de esa independencia, a que el proteccionismo aspira, por aquella interdependencia que el comercio acarrea. Los hombres no pueden dedicarse por sí mismos a la producción de una sola de las muchas cosas que las necesidades humanas requieren, a menos de que puedan cambiar sus productos por los productos de los otros. Y así, únicamente a medida que el crecimiento del comercio permite la división del trabajo, los meros rudimentos se superan, se desarrolla la destreza, es adquirida la cultura y surge la invención; y así el poder productor sobrepasa tanto las exigencias del mantenimiento de la vida, que hace posible el descanso y permite la acumulación de capital.

Si impedir el comercio estimulara la industria y promoviese la prosperidad, las localidades en que está más aislado mostrarían los primeros adelantos humanos. La natural protección que deparan a la industria local las altas cadenas de montañas, los cálidos desiertos o los océanos demasiado vastos y tempestuosos para la frágil embarcación de los primeros navegantes, nos habría dado los primeros resplandores de la civilización y atestiguado su más rápido crecimiento. Pero, en realidad, donde el comercio ha podido desenvolverse más fácilmente, es donde nosotros encontramos las primeras acumulaciones de riqueza y los comienzos de la civilización. Es en las ensenadas accesibles, en los ríos navegables y en los caminos más frecuentados donde encontramos las ciudades nacientes y donde las artes y las ciencias se desarrollan. Y al par que el comercio se liberta y extiende; a medida que se abren caminos y se mejora la navegación; que los piratas y ladrones son extirpados y los tratados de paz ponen fin a los crónicos estragos de la guerra, aumenta la riqueza y crece la civilización. Todas nuestras grandes invenciones econo-mizadoras de trabajo, desde la moneda hasta la máquina de vapor, nacen del comercio y promueven su difusión. El comercio ha sido el aplacador de la guerra, el desarraigador de los prejuicios, el difusor de la cultura. Por el comercio han sido propagadas por todo el mundo las semillas y animales útiles, las artes y las invenciones útiles, y cada hombre en un punto ha sido capacitado no sólo para obtener los productos, sino para aprovechar las observaciones, descubrimientos e invenciones de los hombres de otros lugares.

En un mundo organizado conforme a los principios protectores, todas las partes habitables deberían tener los mismos suelo y clima y ser aptos para idénticas producciones, de tal suerte que los habitantes de cada localidad pudieran producir en su país todo lo que necesitan. Sus mares y ríos no servirían para navegar y cada pequeña sección dispuesta para ser habitada por una colectividad estaría resguardada por una protectora cadena de montañas. Si nos encontráramos en un mundo como éste, deberíamos inferir que el designio de la Naturaleza es que cada pueblo desarrolle sus propias industrias con independencia de todos los demás. Pero el mundo en que nos encontramos no sólo está dispuesto para la intercomunicación, sino que sus producciones están distribuidas de tal manera que obligan al pueblo de diferentes localidades a comerciar recíprocamente para la plena satisfacción de sus deseos. Las diversidades de suelo y clima, la distribución del agua, la madera y los depósitos minerales, las corrientes marinas y atmosféricas, producen infinitas diferencias en la adaptación de las diversas partes a las distintas producciones. No es solamente que una zona produzca azúcar y café, plátanos y ananas, y otra trigo y cebada, manzanas y patatas; que una dé pieles y otra algodón; que aquí haya laderas a propósito para pastos y allí valles adecuados para la labranza; acá granito y allá arcilla; en un lugar hierro y carbón y en otro cobre y plomo, sino que hay diferencias tan delicadas que, aun cuando la experiencia nos dice que existen, no sabemos decir a qué son debidas. El vino de cierta calidad es producido en un lugar, y aunque plantemos en otro viñas idénticas, no será igual el vino, a pesar de que el suelo y el clima parecen semejantes. Algunas localidades, sin razón explicable, son renombradas por producciones de una clase, y otras, por producciones de clase distinta; la experiencia demuestra frecuentemente que las plantas medran de modo diferente en las diversas partes de un mismo campo. Estas infinitas diversidades en la adaptación de las diferentes partes de la superficie terrestre a la producción de las distintas cosas necsarias al hombre, demuestra que la Naturaleza no se ha propuesto que el hombre, para subvenir a sus necesidades, dependa sólo de su propia producción, sino que comercie con sus semejantes, de la misma manera que el colocar la carne ante uno de los invitados, las legumbres ante otro y el pan ante otro, demuestra el designio del anfitrión de que aquéllos se los ofrezcan recíprocamente.

Otro hecho natural que tiene un significado semejante. Sábese desde hace tiempo que para obtener las mejores cosechas, el labrador no siembra con la semilla nacida en sus propios cam-pos, sino con semilla traída de los ajenos. La raza de los animales domésticos parece siempre mejorar por los cruces; aun los vendedores de volatería encuentran que es mejor vender los pollos que nacen en sus gallineros y sustituirlos con gallos comprados en sitios distantes. Sea o no exacta esa ley con respecto a la parte física del hombre, es lo cierto que el cruzamiento de razas produce efectos estimulando las facultades mentales. Los prejuicios se extinguen; el ingenio se aguza, la lengua se enriquece, los usos y costumbres entran en comparación y surgen nuevas ideas. Los pueblos más progresivos, aunque no siempre son de sangre mezclada, han sido siempre los pueblos que más en contacto han estado y más han aprendido de los otros. Se dice que el hogar que retiene a los jóvenes siempre tiene espíritu casero; este proverbio es verdad respecto de las naciones.

Y, además de esto, es característico de todas las invenciones y descubrimientos que van acrecentando rápidamente nuestro poder sobre la naturaleza el que requieran una mayor división del trabajo y extiendan el comercio. Así, cada paso hacia adelante destruye la independencia y aumenta la interdependencia de los hombres. La condición indispensable del humano progreso es, evidentemente, que los hombres estrechen cada vez más sus relaciones y sean más y más dependientes entre sí.

Así, las restricciones que el proteccionismo pide que nos impongamos a nosotros mismos son tan adecuadas para promover la prosperidad nacional como las ligaduras que impiden la circulación de la sangre lo serían para acrecentar la salud y el bienestar de nuestro cuerpo. La protección nos invita a pagar funcionarios, a fomentar los espías y los delatores y a provocar el fraude y el perjurio. ¿Para qué? Para protegernos y preservarnos de algo que no ofende a ninguna ley moral; algo a lo que somos instintivamente impelidos; algo sin lo que jamás hubiéramos podido salir de la barbarie, y algo que la naturaleza física y las leyes sociales juntamente demuestran que está conforme con el designio creador.

Verdad es que los proteccionistas no condenan todo comercio, y aunque algunos de ellos desearían ver los productos extranjeros separados de nosotros por un océano de fuego, otros, más razonables, aunque menos lógicos, permitirían a un país importar las cosas que éste no puede producir. El comercio internacional que éstos conceden que no es peligroso, no llega a una décima, ni acaso a una vigésima parte del comercio internacional del mundo, y en lo que a nuestro país concierne, las únicas cosas que nosotros no podríamos producir en nuestra tierra, se limitan a poco más de unas escasas producciones de la zona tórrida, y aun éstas, si fueran adecuadamente protegidas, podrían crecer en nuestro país por el calor artificial, lo que, de paso, fomentaría las industrias del cristal y del carbón. Pero hasta el punto a que llega la corrección de la teoría, importa poco que el comercio que el «proteccionismo» permitiría, comparado con el que prohibiría, sea más o menos. De lo que la «protección» quiere preservarnos y contra lo que quiere guardarnos, es «del comercio». Y sea el comercio entre ciudadanos de una misma nación o entre ciudadanos de diferentes naciones, y obtengamos por él cosas que nosotros mismos podemos producir, o cosas que nosotros no podemos producir, el objeto del comercio es siempre uno. Si yo trafico con un canadiense, un mejicano o un inglés es por la misma razón por que trafico con un americano: que yo prefiero tener las cosas que me da a las cosas que yo le doy a él. ¿Por qué habría de rehusar yo el comerciar con un extranjero más que el hacerlo con un conciudadano, cuando mi propósito al comerciar es mi provecho y no el suyo? ¿Y no es en ese caso como en el otro un perjuicio para mí el que mi tráfico sea dificultado? ¿Qué diferencia hace el que me sea posible o imposible el producir por mí mismo la cosa con la cual quiero yo comerciar? Si yo no deseo lo que recibo más que lo que voy a dar, yo no desearé comerciar. Aquí hay un labrador que se propone cambiar con un vecino suyo un caballo que él no necesita, por una pareja de bueyes que le hacen falta. ¿Sería beneficioso para estos labradores dificultarles este comercio, arguyendo que el uno puede producir sus caballos y el otro sus bueyes? Pero si uno de los labradores viviera en el lado americano y el otro en el canadiense de la frontera, esto sería precisamente lo que harían ambos Gobiernos, el de América y el del Canadá. Y a esto se le llama «protección».

El que un pueblo pueda obtener aquello que las naturales condiciones de sus propias localidades no le permitirían producir, es sólo uno de los muchos beneficios del comercio. Este beneficio es, sin embargo, tan obvio que los proteccionistas no pueden ignorarlo por completo; y una doctrina favorita de los proteccionistas americanos es que el comercio debe seguir los meridianos de longitud en vez de los paralelos de latitud, porque las grandes diferencias de clima, y por consecuencia, de producciones naturales, están entre Norte y Sur (1). La más deseable reconstrucción del mundo conforme a esta teoría sería su división en naciones consistentes en estrechas fajas que corriesen desde el Ecuador a los Polos, con altas tarifas en cada uno de los lados, y en el límite ecuatorial, porque el hielo polar serviría a este efecto por el otro. Pero, entre tanto, a pesar de esta idea de que el comercio debe ser entre el Norte y el Sur mejor que entre el Este y el Oeste, el hecho es que el gran comercio del mundo es, y siempre ha sido, entre Este y Oeste. Y la razón es clara. Es que los pueblos más semejantes en costumbres y necesidades han debido pedirse mutuamente mayor cantidad de sus productos, y porque el curso de la emigración y de las influencias asimiladoras ha acontecido entre Este y Oeste más que entre Norte y Sur.

(1) «Esta, pues, es nuestra posición respecto al comercio... que debería cambiar las producciones de diversas zonas y climas, siguiendo en sus viajes transoceánicos lineas de longitud más frecuentemente que líneas de latitud.» Horacio Greeley, Political Economy, pág. 39.

«El legítimo y natural comercio se mueve mejor siguiendo los meridianos que los paralelos de latitud.» Profesor Robert Ellis Thompson, Political Economy, pág. 217

La diferencia de latitud no es más que un elemento para la diferencia de clima, y la diferencia de clima tampoco es más que un solo elemento en la infinita diversidad de las producciones y capacidades naturales. En ningún lugar la naturaleza concede al trabajo todo lo que es útil al hombre. La adaptación a una clase de productos implica la no adaptación a otra. El comercio, permitiéndonos obtener cada una de las cosas que necesitamos de los lugares más aptos para su producción, nos permite utilizar los más altos poderes de la Naturaleza en la producción de todo aquello, y aumentar así enormemente la suma de las diversas cosas que el consumo de cierta cantidad de trabajo puede obtener en cada localidad.

Pero, lo que aún es más importante, el comercio también nos permite utilizar los más altos poderes del factor humano en la producción. No todos los hombres pueden hacer todas las cosas igualmente bien. En las facultades físicas y mentales hay diferencias que dan distintos grados de aptitud para las diferentes partes de la obra de satisfacer las necesidades humanas. Y aún más importantes son las diferencias que nacen del desarrollo de una especial habilidad profesional. Consagrándose a una rama de la producción, un hombre puede adquirir una maestría que le permita, con el mismo trabajo, producir enormemente más que otro que no ha hecho de esa rama su especialidad. Veinte muchachos pueden tener igual aptitud para uno de veinte trabajos; pero si cada muchacho trata de aprender los veinte oficios, ninguno de ellos llegará a ser un buen trabajador; mientras que si cada uno se consagra a un solo trabajo, todos llegarán a ser buenos obreros. Habrá no sólo economía del tiempo y del esfuerzo requeridos para aprender, sino que cada uno, además, puede trabajar en una sola profesión con mucha mayor ventaja y adquirir y usar instrumentos que le sería imposible obtener y emplear si cada uno intentara trabajar en los veinte.

Y del mismo modo que entre los individuos hay esas diferencias que los habilitan para diferentes ramas de la producción, así, pero en mucho mayor grado, hay diferencias como aquéllas entre las colectividades. Sin hablar otra vez de las diferencias debidas a la situación y a las facilidades naturales, algunas cosas pueden ser producidas con una mayor ventaja relativa donde la población está dispersa y otras donde está concentrada, y las diferencias en el desarrollo industrial, en los usos, costumbres y ocupaciones originan diferencias en su adaptación relativa. Los mismos beneficios, además, que se obtienen por la división del trabajo entre los individuos, se alcanzan también por la división del trabajo entre las colectividades y conducen a la localización de las industrias, haciendo que lugares diferentes lleguen a ser reputados por diferentes industrias. Donde quiera que la producción de determinadas cosas viene a ser la industria principal, la maestría se adquiere más fácilmente y alcanza una mayor perfección, se procura más fácilmente sus primeras materias, las profesiones auxiliares y correlativas crecen junto a aquélla, y una más amplia escala de producción conduce al empleo de procedimientos más eficaces. Así, en el natural desarrollo de la sociedad, el comercio origina diferenciaciones de industrias entre las colectividades como entre los individuos y con beneficios parecidos.

Los hombres de diferentes naciones comercian entre sí por la misma razón que los hombres de un solo pueblo; porque lo encuentran provechoso, porque así obtienen lo que necesitan con menos trabajo del que, de otro modo, les costaría. Las mercancías no son importadas en ningún país a menos que se puedan obtener, produciendo otras cosas y cambiándolas por aquéllas, más fácilmente que produciéndolas directamente. Y, por esto, restringir las importaciones es disminuir los poderes productores y reducir el fondo, del cual se sacan todos los ingresos.

Cualquiera puede ver cuál sería el resultado de prohibir a cada individuo obtener de otro un artículo o un servicio que él pudiera, por sí propio, naturalmente, producir o prestar. Una reglamentación semejante, si se encontrara un Gobierno bastante loco para adoptarla y bastante poderoso para mantenerla, paralizaría las fuerzas que hacen posible la civilización y pronto convertiría la más populosa y rica comarca en un espantoso desierto. Las restricciones que la protección quiere imponer al comercio extranjero difieren sólo en grado, no en género, de restricciones como éstas. No reducirían una nación a la barbarie porque no afectan a todo el comercio y más bien dañan que impiden el comercio a que afectan; pero pueden impedir al pueblo que las adopta el que alcance la abundancia de que debería gozar en otro caso. Si el fin del trabajo no es despilfarrar el esfuerzo, sino conseguir sus resultados, el que una determinada cosa deba ser obtenida en un país por la producción propia o por la importación depende solamente de que uno u otro modo de obtenerla dé un mayor resultado, con el menor trabajo. Esta es una cuestión que envuelve tan complejas consideraciones, que no pueden ser resueltas por un Congreso o por un Parlamento. Puede ser dejada satisfactoriamente a aquellos instintos seguros que son en la sociedad lo que son los instintos vitales en el cuerpo y que siempre impelen al hombre a adoptar los más fáciles caminos para conseguir sus fines.

Cuando no es producida por obstáculos artificiales, cualquier tendencia del comercio a adoptar cierto rumbo es prueba de que debe adoptarlo, y las restricciones son nocivas, porque restringen, y en la proporción en que restrinjan. Afirmar que la manera de que el hombre llegue a estar sano y fuerte es introducirle a la fuerza en el estómago lo que la naturaleza trata de arrojar, regular el juego de sus pulmones con vendajes o dirigir la circulación de la sangre con ligaduras, no sería ni pizca más absurdo que asegurar que el modo de enriquecer las naciones es restringir su natural inclinación al comercio.

PRODUCCIÓN Y PRODUCTORES

Lejos de toda vecindad, en una parte del país donde la población está comenzando a llegar, se alza la ruda casa de un nuevo colono. A la hora en que empiezan a lucir las estrellas, un rojizo rayo de luz se filtra a través del ventanuco. El ama de la casa prepara la comida. La leña que arde en el fogón fue cortada por el colono; la harina, ahora convertida en pan, procede del trigo de su cosecha; el pescado que se fríe en la sartén fue cogido por uno de los muchachos, y el agua que hierve en la olla, esperando el té, fue traída desde la fuente por la hija mayor antes de que el sol se pusiera.

El colono cortó la leña. Pero ha sido necesario más apara producir la leña». Si solamente hubiera sido cortada, yacería aún donde cayó. El trabajo de acarrearla a contribuido a su producción tanto como el de cortarla. Así, la jornada para ir y para volver del molino ha sido tan necesaria para producir la harina como el sembrar y cosechar el trigo. Para obtener el pescado, el muchacho tuvo que ir al lago y volver de él cargado. Y la producción del agua de la olla requiere, no solamente el esfuerzo de la hija que la trajo de la fuente, sino también la fabricación del barril en que es recogida y del cubo en que es acarreada.

En cuanto al té, creció en China, fue conducido en un cesto

de bambú sobre las espaldas de un hombre a alguna aldea ribereña y vendido a un mercader chino, quien lo expidió en un bote hasta llegar al puerto. Allí, después de empaquetado para transportarlo a través del océano, fue vendido al representante de alguna casa americana y enviado por un buque de vapor a San Francisco. Aquí pasa por un ferrocarril, con una transferencia de propiedad, a las manos de algún almacenista de Chicago. El almacenista, a su vez, efectuando otra venta, lo expide a un comerciante de la ciudad, el cual lo guarda hasta que el colono lo compre, cuando y en la cantidad que le parezca bien, exactamente lo mismo que el agua de la fuente se guarda en el tonel para tenerla cuando se necesite.

El corredor indígena que compró primero este té a su plantador, el comerciante que lo expidió a través del Pacífico, el comisionista de Chicago que lo guardó en un depósito hasta que el almacenista lo pidió, el almacenista que, llevándolo desde Chicago a su aldea, lo conservó en un pequeño depósito hasta que el colono vino por él, lo mismo que cuantos se emplearon en su transporte, desde el coolí que lo condujo a las orillas del río chino, hasta los guardafrenos del tren que lo llevó a Chicago, ¿no han tomado todos parte en la producción de ese té para aquella familia tan verdaderamente como los campesinos que cultivaron la planta y recogieron sus hojas?

El colono obtiene el té cambiándolo por moneda obtenida a cambio de cosas que él obtuvo de la naturaleza con su trabajo y el de sus hijos. Ese té, por consiguiente, ¿no lo ha producido esta familia con su trabajo tan verdaderamente como la leña, la harina o el agua?

¿No es verdad que el trabajo de esta familia, consagrado a producir cosas que se cambiaron por té, ha producido realmente el té, aun en el sentido de ser la causa de que se le cultive, elabore y transporte? El que crezca el té en China no es la causa de que sea traído a los Estados Unidos. Es la demanda del té en los Estados Unidos, es decir, la disposición a dar por él otros productos del trabajo, la causa de que el té sea cultivado en China para embarcarlo con dirección a los Estados Unidos.

Producir es sacar de o llevar a. No hay en nuestro idioma otra palabra que incluya a la vez todas las operaciones, coger, cosechar, extraer, cultivar, criar o fabricar, por las cuales el trabajo humano saca de la naturaleza o lleva a condiciones adaptadas para el uso del hombre las cosas materiales deseadas por el hombre y que constituyen riqueza. Cuando, por consiguiente, nosotros deseamos hablar del conjunto de las operaciones por las cuales son obtenidas las cosas o preparadas para el uso humano, distinguiéndolas de aquellas operaciones que consisten en trasladarlas de un lugar a otro o hacerlas pasar de mano en mano después que han sido obtenidas o preparadas, nos vemos obligados a usar de la palabra «producción», distinguiéndola del «transporte» y el «cambio». Pero siempre hemos de recordar que éste es un empleo especial y restringido de la palabra «producción».

Mientras, conforme al uso de nuestro lenguaje, podemos hablar propiamente de producción, distinguiéndola del transporte y del cambio, exactamente lo mismo que cuando queremos hablar propiamente de hombres, distinguiéndolos de mujeres y niños, sin embargo, en su pleno significado la producción incluye el transporte y el cambio del mismo modo que la palabra «hombre» incluye a las mujeres y a los niños. En el significado estricto de la palabra, decimos del carbón que ha sido producido cuando ha sido trasladado desde el yacimiento a la superficie del suelo; pero, evidentemente, el traslado del carbón desde la boca de la mina hasta las manos de aquellos que han de usarlo es necesariamente una parte de la producción del carbón, en el pleno sentido, tanto como lo es el sacarlo a la superficie. Y mientras nosotros podemos producir en los Estados Unidos carbón excavándolo del suelo, podemos, con igual verdad, producirlo cambiando por él otros productos del trabajo. Que nosotros obtengamos carbón excavándolo, o que lo traigamos de Nueva Escocia, de Australia o de Inglaterra, cambiándolo por otros productos de nuestro trabajo, tan verdad es en uno como en otro caso que con nuestro trabajo lo producimos aquí.

A través de todos los argumentos proteccionistas circula la idea de que los transportadores y comerciantes no son productores y que el sostenerlos disminuye el conjunto de la riqueza de que las otras clases podrían disfrutar (1). Esta es una visión miope. En el pleno sentido del vocablo, los transportadores y los comerciantes son tan verdaderos productores como los mineros, agricultores o fabricantes, desde el momento en que el transporte de las cosas y el cambio de éstas son tan necesarios para disfrutarlas como el extraerlas, el cultivarlas o el fabricarlas. Hay algunas operaciones que revisten forma de comercio, las cuales son, en realidad, juego o chantaje, pero esto no altera el hecho de que el comercio efectivo, que consiste en el cambio y el transporte de mercancías, es una parte de la producción, una parte tan necesaria y tan importante, que sin ella las demás operaciones de la producción sólo podrían ser realizadas de la manera más primitiva y con los más mezquinos resultados.

Y no es la menos importante de las funciones del comerciante la de conservar mercancías en depósito de manera que aquellos que las desean puedan adquirirlas en los momentos, lugares y cantidades que más les convenga. Es un servicio análogo al que presta el tonel que almacena el agua de la fuente de manera que se la pueda sacar a cubos cuando se la necesite, o el de los depósitos y tuberías que permiten al habitante de una ciudad obtener agua dando vuelta a un grifo. Los provechos de los coil) «En mi opinión, el fin principal de una verdadera Economía política es la conversión de los nocivos e inútiles comerciantes y fabricantes en habituales, efectivos productores de riqueza.» Horacio Greeley, Political Economy, pág. 29.

El comerciante «no añade nada a la riqueza efectiva de la sociedad. Ni dirige ni regula ningún cambio vital en la forma de la materia como el agricultor, ni un cambio químico o mecánico en la forma como el fabricante. Meramente traslada las cosas desde el lugar de su producción al lugar de la demanda». Profesor R. E. Thompson, Political Economy, página 198.

merciantes y de los «intermediarios» pueden algunas veces ser excesivos (y todo lo que estorba al comercio y aumenta el capital necesario para realizarlo tiende a hacer excesivos esos provechos); pero en realidad aquéllos están basados sobre la prestación de servicios almacenando y depositando las cosas lo mismo que transportándolas.

«Siendo adolescente Carlos Fourier —dice el profesor Thompson (Political Economy, pág. 199)— visitó París y vio en un puesto ambulante algunas manzanas, que se producían abundantemente en su provincia natal. Le sorprendió vivamente que el precio de ellas equivaliera a muchas veces la cantidad que costarían en su comarca originaria, por haber pasado a través de las manos de una serie de intermediarios desde el dueño de la huerta hasta el consumidor del fruto. La impresión recibida en este instante no se le borró nunca: fue el primer impulso que recibió para pensar su sistema socialista de reconstrucción de la sociedad, en la cual, entre otros cambios radicales, se había de abolir el conjunto de los comerciantes y sus provechos.»

Esta anécdota, citada a propósito por Thompson para convencer de que el comerciante es un simple recaudador de una especie de derecho de entrada, demuestra tan sólo que Fourier era un pensador superficial. Si se hubiera decidido a llevar a París una cantidad-de manzanas, llevándolas consigo, de manera que hubiera podido tomar una cuando lo deseara, se habría formado una idea mucho más exacta de lo que pagaba realmente en el aumento de precio. Este precio no incluye solamente el coste de la manzana en su lugar de nacimiento, sino también el coste de su transporte a París, el derecho de consumo al entrar en París (1), la pérdida de las manzanas que se estropean y la

(1) Los derechos de consumo o Arancel Municipal sobre los productos importados en la ciudad, se cobran aún en Francia, aunque estuvieron abolidos durante algún tiempo por la Revolución. Son una supervivencia de las tarifas locales, antaño usuales en Europa, que separaban una provincia de otra provincia y la ciudad del campo. Colbert, Napoleón I y el remuneración por el servicio y el capital del almacenista que tiene las manzanas en depósito hasta que el vendedor al por menor viene por ellas, y, además, el salario del vendedor por permanecer todo el día en las calles de París para proporcionar unas pocas manzanas a los que de vez en cuando apetecen una.

Así, cuando voy a una farmacia o droguería y compro una pequeña cantidad de medicinas o productos químicos, pago mucho más del coste originario de estos artículos; pero lo que yo pago de este modo es, en mayor proporción, salarios que beneficios. De estas pequeñas ventas, el boticario debe sacar no sólo el coste de lo que me vende, con los demás gastos incidentales del negocio, sino también la retribución de sus servicios. Estos servicios no consisten únicamente en el actual trabajo de darme lo que yo pido, sino en aguardar allí para servirme cuando se me antoja ir. En el precio que me cobra debe cargarme lo que los impresores ingleses llaman «waiting time» (tiempo de espera), y evidentemente debe cargarme no sólo su «waiting time», sino también el precio del conjunto de las muchas diferentes cosas que sólo se le piden ocasionalmente y que él necesita tener a mano. Ha esperado con su stock, en previsión de que otras personas como yo, necesitando repentinamente alguna pequeña cantidad de drogas o productos químicos, encontraran que pagarle a él un precio muy por encima de su coste primitivo, les resultaba mucho más barato que ir más lejos y comprar mayores cantidades. Lo que yo le pago, aunque no sea la retribución de su pericia de químico, es en gran parte un pago de la misma naturaleza que el que hubiera tenido que hacer a un mensajero si aquél no hubiera estado allí.

Si cada consumidor hubiera de ir al productor para las pequeñas cantidades que individualmente demanda, el productor tendría que aumentar el precio a causa del mayor trabajo y gasto

Zollverein alemán trabajaron mucho por reducir y abolir estas restricciones del comercio, produciendo con ello excelentes resultados, que algunas veces los proteccionistas atribuyen a las tarifas arancelarias.

de atender a cada una de esas pequeñas transacciones. Un centenar de cajas de zapatos se puede vender al por mayor en menos tiempo del necesario para servir a un cliente u.n solo par. Por otra parte, el ir hasta el productor directo implica un enorme aumento de gasto y molestias para el consumidor, aun admitiendo que este procedimiento de adquirir las cosas no fuera totalmente imposible.

Lo que el «intermediario» hace es ahorrar a las dos partes estos gastos y molestias; y los provechos que la competencia le permite cargar, a cambio, son mínimos, comparados con los enormes ahorros que proporciona; son como los gravámenes impuestos a cada consumidor por el coste de los acueductos, tuberías y bombas de un gran sistema de suministro de agua, comparados con el coste de aprovisionar cada casa con un sistema aparte.

Y además de esto, esos intermediarios entre el productor y el consumidor realizan una enorme economía en el conjunto de las mercancías que es necesario tener en almacén para proveer a un consumo dado y, por consecuencia, disminuyen considerablemente la pérdida por deterioro y destrucción. Consideremos qué cantidad de mercancías habría de almacenar para el suministro usual de un solo mes una familia acostumbrada al fácil acceso a las cómodas tiendas que los detallistas mantienen. Pronto veremos que hay cierto número de cosas, como la carne fresca, el pescado, las frutas, etc., que es imposible guardar en casa con la seguridad de encontrarlas en el momento en que se necesiten. Y aun respecto de las cosas que pueden guardarse más tiempo como la harina, el azúcar, el aceite, etc., veremos que sin los vendedores al por menor sería necesario guardar en casa cantidades mucho mayores, con mucho mayor peligro de pérdida por accidente o deterioro. Pero al llegar a cosas que no se necesitan continuamente, sino una vez al año o acaso una vez en la vida, y entonces son absolutamente necesarias, comprobaremos plenamente cómo el vilipendiado «intermediario» economiza el capital de la sociedad y aumenta las comodidades de cada uno de sus miembros.

Los ingleses llaman al detallista «tendero», y los americanos, «almacenista». El vocablo americano expresa mejor su función efectiva. Aquél es, en realidad, un encargado de depósitos que, en otro caso, sus clientes habrían de guardar en su poder o pasarse sin ellos. Los ingleses llaman a las tiendas de las asociaciones cooperativas de consumo «almacenes», porque en ellas varias cosas, que los miembros de aquellas asociaciones solicitan de tiempo en tiempo, se almacenan hasta que ellos las piden. Pero esto es precisamente lo que el tendero, sin ninguna asociación formal, hace para quienes le compran. Y aun cuando estas asociaciones cooperativas de compra han alcanzado cierto éxito en Inglaterra (por lo general han fracasado en los Estados Unidos), no puede discutirse que las funciones de guardar cosas en el almacén y distribuirlas entre los consumidores a medida que las necesita, son, por lo común, desempeñadas más satisfactoria y económicamente por almacenistas y depositarios libres que por las asociaciones de consumidores. Y las tendencias de nuestro tiempo a economizar en la distribución lo mismo que en la producción de mercancías, surgen del juego de la competencia del mismo modo que las asociaciones cooperativas de consumo procuran reducir los gastos de los consumidores.

Que en la sociedad civilizada de hoy parece haber demasiados almacenistas y distribuidores, es verdad, ciertamente. Pero también parece haber demasiados profesionales, demasiados mecánicos, demasiados labradores, demasiados obreros. Cuál sea la causa de este extraño estado de cosas lo investigaremos a su tiempo; pero ahora me propongo tan sólo hacer resaltar que el comerciante no es un mero «inútil agente de cambio», que «nada añade a la riqueza efectiva de la sociedad», sino que el transporte, almacenaje y cambio de las cosas es un trabajo tan necesario para satisfacer las necesidades humanas como el sembrar, extraer o fabricar.

Ni puede olvidarse que el investigador, el filósofo, el maestro, el artista, ef poeta, el sacerdote, aunque no consagrados a la producción de la riqueza, se ocupan en la producción de utilidades y satisfacciones para las cuales la producción de riqueza es sólo un medio, pero que, adquiriendo y difundiendo la cultura, estimulando los poderes mentales y elevando el sentido moral, pueden aumentar mucho la aptitud para producir riqueza. Porque no sólo de pan vive el hombre. Este no es una máquina en la cual más combustible engendra más poder. En la barra de un cabrestante o en la driza de una gavia, un buen canto vale por muchos músculos, y una «Marsellesa» o un «Himno de la República» equivale a bayonetas. Una sana risa, un noble pensamiento, una percepción armónica pueden añadir poder, aun con relación a las cosas materiales.

Quien por cualquier esfuerzo intelectual o corporal aumenta el conjunto de la riqueza disfrutable, acrecienta la suma de los conocimientos humanos o da a la vida humana mayor elevación o más grande plenitud es, en el amplio sentido de la palabra, un «productor», un «trabajador», un «obrero», y gana honradamente un salario honrado. Pero quien, sin hacer nada para que el género humano sea más rico, más sabio, mejor o más feliz, vive a costa del trabajo de otros, aquél, cualquiera que sea el nombre honorífico con que se le designe, o el incienso que los sacerdotes de Mammón puedan quemar ante él, ese, en último análisis, no es más que un mendigo o un ladrón.

ARANCEL DE RENTA

El arancel puede abarcar derechos sobre las exportaciones lo mismo que sobre las importaciones; pero los primeros están prohibidos por la Constitución de los Estados Unidos, y sólo se encuentran establecidos en muy pocos países, como en el Brasil, y en ellos sólo sobre muy corto número de artículos. El arancel, pues, que vamos a considerar, es un conjunto de impuestos sobre las importaciones.

La palabra «tarifa» se deriva, según dicen, de la ciudad española de Tarifa, próxima a Gibraltar, donde los moros, en los días de su poder, cobraban derechos, probablemente a la manera de aquellas Aduanas locales de China llamadas «estación estrujadora». Pero la cosa es más vieja que el nombre. César Augusto percibió derechos sobre las importaciones en Italia, y existieron aranceles mucho antes de los Césares.

El propósito de las primeras tarifas era el de proporcionar una renta pública. La idea de utilizarlas para la protección es posterior. Y antes de considerar las funciones protectoras del Arancel, conviene examinarlo como medio de percibir renta.

Se admite habitualmente, aun por los enemigos de la protección, que las tarifas deben ser mantenidas como recurso fiscal. Muchos de los llamados comúnmente librecambistas debieran lia-

marse con más propiedad partidarios de un arancel de renta. Impugnan, no el arancel, sino sólo sus aspectos protectores, y proponen, no abolirlo, sino reducirlo a fines meramente fiscales. Casi toda la oposición que se hace en los Estados Unidos al proteccionismo es de esta clase, y, aun en las ordinarias discusiones, siempre se supone habitualmente que el arancel de renta es la única alternativa al arancel proteccionista. Pero desde el momento en que hay otros modos de obtener ingresos fiscales, es evidente que eso no es cierto. Y si no es útil para la protección, la única justificación de cualquier arancel es que sea un buen medio de obtener recursos. Investiguémoslo.

Los derechos sobre las importaciones son tributos indirectos. Por consiguiente, la cuestión de si el arancel es un buen medio para obtener recursos implica la cuestión de si lo son los impuestos indirectos.

En cuanto a la facilidad y baratura de recaudación, los impuestos indirectos no son ciertamente un buen medio de obtener renta. Mientras hay impuestos directos como la contribución territorial y los derechos sobre legados y sucesiones, con los cuales se puede recaudar grandes ingresos de un modo fácil y barato, los únicos impuestos indirectos con los cuales se puede obtener considerables recursos, requieren una grande y dispendiosa legión de funcionarios y la sujeción a vejatorias y nocivas regulaciones. Para recaudar el impuesto indirecto sobre el tabaco y los cigarros, Francia y otros países hacen de su comercio y manufactura un rígido monopolio del Gobierno, mientras la Gran Bretaña prohíbe el cultivo del tabaco bajo pena de multa y prisión, prohibición especialmente perjudicial para Irlanda, cuyo suelo y clima son en algunas partes admirablemente aptos para el crecimiento de algunas clases de tabaco. En los Estados Unidos mantenemos un costoso sistema de fiscalización que pretende seguir la pista de cada libra de tabaco cosechado o importado a través de todos sus grados de manufactura y que exige de los funcionarios públicos las más trabajosas investigaciones en los negocios privados.

Para recaudar más fácilmente un impuesto indirecto sobre la sal, el Gobierno de la India inglesa prohíbe cruelmente que se fabrique la sal en lugares donde los indígenas padecen escasez de ella. Los impuestos indirectos sobre las bebidas espirituosas, dondequiera que se establecen, entrañan el más complicado sistema de prohibición, inspección y espionaje. Así ocurre con la recaudación de los impuestos indirectos sobre las importaciones. Se ha de custodiar las fronteras terrestres y vigilar las playas; se han de prohibir las exportaciones, excepto por ciertos lugares y conforme a reglas siempre vejatorias y que frecuentemente implican grandes despilfarras de tiempo y de dinero. Se ha de mantener en todo el mundo cónsules y se ha de prestar infipidad de juramentos; los barcos deben ser vigilados desde que entran hasta que salen del puerto, y hay que examinar todo lo que se desembarca, hasta los baúles y maletines y algunas veces hasta las personas de los pasajeros, y hay que estimular a los espías, investigadores y delatores.

Pero a pesar de las prohibiciones, restricciones, registros, vigilancia y juramentos, los tributos indirectos son evadidos en gran parte, unas veces por la venalidad de los funcionarios y otras por la adopción de procedimientos para eludir su vigilancia, los cuales, aunque costosos en sí mismos, cuestan menos que los tributos. Todos estos gastos, no obstante, los sufraguen el Gobierno o los primeros pagadores (o evasores) del impuesto, juntamente con el aumento de cargas debido a los aumentos de precios, recaen finalmente sobre los consumidores, y, así, este género de impuestos es extremadamente despilfarrador, porque quita al pueblo mucho más de lo que el Gobierno obtiene.

Una objeción más importante contra la contribución indirecta es que, cuando grava artículos de uso general (y sólo de estos artículos pueden recaudarse grandes ingresos), gravita con mayor peso sobre el pobre que sobre el rico. Desde el momento que el impuesto recae sobre la gente, no conforme a lo que ésta tiene, sino conforme a lo que consume, es más pesado para aquellos cuyo consumo es mayor en proporción a sus medios. El mismo azúcar se necesita para endulzar una taza de té de una muchacha obrera que para la más rica propietaria; pero la proporción de sus medios que el impuesto sobre el azúcar obliga a tributar para el Gobierno, es mucho mayor en un caso que en el otro.

Así ocurre con todos los impuestos que aumentan el coste de los artículos de consumo general. Pesan más gravemente sobre los casados que sobre los solteros, sobre quienes tienen hijos que sobre los que no los tienen, sobre quienes tienen lo indispensable para sostener a sus familias que sobre aquéllos cuyas rentas les dejan un gran sobrante. Si el millonario desea vivir económicamente, no pagará más por tributos indirectos que el artesano. He conocido dos millonarios que tenían no uno, sino de seis a diez millones cada uno, y que por estos impuestos pagaban poco más que un jornalero.

Aunque los artículos más baratos no estuvieran más gravados con impuestos que los de más coste, semejante imposición sería una gran injusticia; pero en los impuestos indirectos hay siempre una tendencia a establecer tributos más pesados sobre los artículos más baratos de uso general que sobre los artículos más costosos sólo consumidos por los ricos. Esto nace de la misma necesidad del impuesto. No solamente la mayor masa de los artículos de consumo general constituyen una base más amplia para aumentar los ingresos fiscales que la pequeña suma de artículos más costosos, sino que los impuestos establecidos sobre aquéllos no pueden ser fácilmente eludidos. Por ejemplo: Mientras los artículos usados por el pobre y por el rico pagan bajo nuestras tarifas 50 y 100 y aun 150, el impuesto sobre los diamantes es sólo del 10 por 100, y este tributo proporcionalmente leve es más difícil de percibir a causa del alto valor de los diamantes comparados con su volumen. Aun donde no se hace esta clase de distinciones al poner los tributos indirectos, ellas nacen al recaudarlos. Los impuestos específicos pesan más duramente sobre las mercancías baratas que sobre las caras, mientras en el caso ad valorem las valoraciones bajas y la defraudación es más fácil a medida que se elevan los grados del valor.

Que los impuestos indirectos así establecidos pesan más gravemente sobre el pobre que sobre el rico es, sin duda, una de las razones por las que se han adoptado con tanta facilidad. Los ricos son siempre los más poderosos y, bajo todas las formas de gobierno, tienen más influencia para formar la opinión pública y fabricar las leyes; mientras que los pobres nunca tienen voz. Y mientras que la tributación indirecta no causa ninguna pérdida a quienes la pagan primero, a quienes, en definitiva, la pagan se les cobra de un modo tan insidioso que no se percatan de ello. Así se ha organizado el mejor medio de obtener la mayor renta de la masa del pueblo con las menores reclamaciones posibles contra la suma de lo recaudado y contra el uso que se le dé. Esta es la principal razón que ha inducido a los Gobiernos a recurrir tan ampliamente a la tributación indirecta. Un impuesto directo, cuando su justicia y necesidad no son claras, provoca reclamaciones y oposiciones que pueden a veces ofrecer una victoriosa resistencia; pero no sólo es muy raro que quienes pagan los tributos indirectos reclamen, sino que es sumamente difícil para ellos rehusar pagarlos. No se les llama en fechas fijas a pagar sumas definidas a los agentes del Gobierno, sino que el impuesto se funde de un modo indistinguible con el precio de las mercancías que compran. Cuando, juntamente con todos los gastos y provechos de la recaudación, llega a quienes deben pagarlo en definitiva, no es un impuesto que hay que pagar, sino un impuesto que ha sido ya pagado hace algún tiempo, y muchas veces en otro lugar y que no puede ser separado de otros elementos que forman el precio de las mercancías. No queda otra elección que pagar o quedarse sin la mercancía.

Si un recaudador de contribuciones se colocara en la puerta de cada almacén e impusiera unos derechos del 25 por 100 sobre cada artículo comprado, pronto se oiría un clamor general; pero las mismas personas que preferirían combatir a pagar semejantes impuestos, pagan sin quejarse impuestos más altos cuando los comerciantes los recaudan aumentando los precios. Y aun cuando un impuesto indirecto se nota claramente, no es fácil oponerse a él. Al comienzo de nuestra revolución, los impuestos indirectos sobre el té, establecidos por el Gobierno británico sin el consentimiento de los colonos americanos, fueron victoriosamente rechazados impidiendo el desembarco del té; pero si el té hubiera llegado a manos de los tratantes con los impuestos ya pagados, el Gobierno inglés se hubiera reído de la oposición de los patriotas. Estando en Irlanda, durante el apogeo de la agitación de la Liga de la Tierra, me sorprendí de la facilidad y seguridad con que un Gobierno impopular puede recaudar los impuestos indirectos. A principios de siglo, el pueblo irlandés, sin ningún apoyo de América, probó, en la famosa guerra de los Diezmos, que el Gobierno inglés con todo su poder no podía recaudar los impuestos directos que aquél había decidido no pagar; y la huelga contra la renta, que, mientras duró, dio tan efectivos resultados, podía fácilmente haberse convertido en una huelga contra los impuestos directos. Si el Gobierno, que apoyaba las exigencias de los propietarios, hubiera dependido de esos tributos directos, sus recursos hubieran disminuido seriamente por el mismo golpe que hería a los propietarios; pero durante todo el tiempo de esta huelga, la fuerza empleada para contener el movimiento popular fue sostenida con los tributos indirectos sobre el pueblo, sobre el propio pueblo que se hallaba en rebelión pasiva. El pueblo que luchaba contra la renta no podía declararse en huelga contra los impuestos pagados al comprar los artículos que consumía. Aunque la rebelión hubiera sido activa y general, el Gobierno inglés habría percibido el total de sus rentas procedentes de los tributos indirectos mientras conservara el dominio de las principales ciudades.

No es sorprendente que los príncipes y ministros, deseosos de acrecentar las rentas todo lo posible, prefieran un procedimiento que les permite «desplumar la gallina sin que chille», ni es tampoco extraño que esta preferencia sea compartida por quienes intervienen en los Gobiernos populares; pero la razón que hace a los impuestos indirectos tan agradables a quien impone el tributo, es una razón suficiente para que el pueblo celoso de sus libertades insista en que las contribuciones establecidas para dar ingresos al Tesoro sean directas y no indirectas.

No es meramente la facilidad de recaudación de los impuestos indirectos lo que incita a adoptarlos. Los impuestos indirectos siempre atraen en su favor activos intereses privados. El primer tosco método para recaudar más fácilmente los impuestos, es arrendarlos. Bajo este sistema, que existió en Francia hasta la Revolución y que todavía existe en algunas comarcas como Turquía, personas llamadas arrendatarios de los impuestos compran el privilegio de recaudar ciertos tributos; y sus beneficios, frecuentemente muy grandes, consisten en la suma mayor que su vigilancia y su extorsión les permiten recaudar. El sistema de los impuestos indirectos es esencialmente de esta naturaleza.

La tendencia a las restricciones y regulaciones necesarias para la recaudación de los impuestos indirectos es a concentrar los negocios y dar ventajas al gran capital. Por ejemplo: con una caja, un cortaplumas, un bote de cola y unos pocos dólares invertidos en tabaco, un cigarrero diestro podría establecerse si no hubiera reglamentos fiscales. Como que los hay, en los Estados Unidos, la cantidad de tabaco que debe procurarse está, no solamente aumentada de valor dos o tres veces por un tributo sobre ella, sino que antes que el cigarrero pueda trabajar debe pagar una licencia de fabricación y encontrar una fianza de 500 dólares. Antes de que pueda vender los cigarros que ha hecho debe, además, pagar un tributo por ellos, y aun, si vende cigarros en cantidades menores de una caja, debe pagar una segunda licencia. La consecuencia de todo esto es dar al capital grandes ventajas y concentrar en las manos de los grandes fabricantes un negocio que, si fuera libre, los obreros podrían emprender fácilmente.

Mas, aun sin tales reglamentos, los tributos indirectos tienden a la concentración. Los impuestos indirectos añaden al precio de las cosas, no sólo el impuesto en sí mismo, sino también el beneficio de ese impuesto. Si sobre todas las cosas que cuestan un dólar, un industrial o comerciante ha pagado cincuenta centavos de impuesto, aquél esperará ahora el provecho correspondiente al de un dólar y cincuenta centavos, en vez del de un dólar tan sólo. A medida que, en el curso del tráfico, estas mercancías gravadas pasap de mano en mano, el conjunto de la suma que cada sucesivo comprador paga por ellas a causa del tributo va aumentando sucesivamente. No solamente es inevitable que los consumidores tengan que pagar mucho más que un dólar por cada dólar que el Gobierno recibe, sino que los comerciantes necesitan un mayor capital. La necesidad de un mayor capital para comerciar en cosas cuyo precio ha sido aumentado por el impuesto, las restricciones puestas al comercio con el fin de asegurar la recaudación de este tributo y las mayores facilidades que los negociantes en gran escala tienen para efectuar el pago o evadir el impuesto, tienden a concentrar los negocios y, disminuyendo la competencia, les permite obtener grandes provechos que, finalmente, tienen que ser pagados por los consumidores. Así, los primeros pagadores de un impuesto indirecto, por lo común, no sólo ven con indiferencia el tributo, sino que lo miran con buenos ojos.

Esta imposición indirecta es de la misma naturaleza que el arrendamiento de los impuestos a los particulares, según lo demuestra el hecho de que quienes pagan semejantes tributos al Gobierno, muy rara vez o nunca piden su disminución o supresión; antes, por el contrario, generalmente se oponen a tales medidas. Los fabricantes y comerciantes en tabaco y cigarros jamás han intentado conseguir una reducción en los tributos impuestos sobre estos artículos, y los importadores que pagan directamente las inmensas sumas recogidas en nuestras Aduanas, jamas han murmurado contra los derechos, por mucho que se quejen de la manera de recaudarlos. Cuando, en tiempos de la guerra, las contribuciones nacionales fueron enormemente aumentadas, no hubo resistencia a la imposición de los tributos indirectos por parte de quienes así habían de pagar grandes sumas al Gobierno. Por el contrario, el establecimiento de esos tributos, aumentando el valor del stock entonces existente, hizo muchas fortunas. Y desde la guerra, la principal dificultad para reducir los tributos ha sido la resistencia de quienes los pagan al Gobierno. La reducción de los impuestos de guerra sobre el whisky fue enérgicamente combatida por el whisky ring, compuesto de grande^ destiladores. Los fabricantes de cerillas lucharon furiosamente contra la abolición del impuesto sobre las cerillas. Siempre que se ha propuesto reducir o suprimir cualquier tributo indirecto, el Congreso ha sido asediado por persistentes asechanzas para procurar que, cualesquiera otros impuestos que hubieran de ser eliminados, ese particular tributo siguiera en vigor. A fin de tener una excusa para conservar la tributación indirecta, se ha hecho toda clase de despilfarras del dinero nacional y han sido votados cientos de millones para sacarlos del Tesoro (1). A pesar de todos estos despilfarras, tenemos superávit, y, sin embargo, seguimos cobrando impuestos innecesarios, a causa de la oposición de las partes afectadas por su reducción. Esta oposición es de la misma índole y origen y por los mismos motivos por los que los arrendatarios de las contribuciones en el antiguo sistema francés se oponían a la abolición de un impuesto que les permitía arrebatar a los franceses dos millones de francos por cada millón que ellos tenían que pagar al Gobierno.

Ahora, aparte y por encima de la gran pérdida que para el pueblo implican los tributos indirectos así establecidos, el modo con que ellos inspiran a los individuos y a las corporaciones un interés directo y egoísta en los negocios públicos propende poderosamente a la corrupción del Gobierno. Estos intereses monetarios intervienen en nuestra política como una gran fuerza

(1) Precisamente ahora (1886) los intereses comprometidos en el mantenimiento de los impuestos indirectos apoyan un plan tan nocivo como inútil, para invertir enormes sumas en ga.'. i—, desmoralizadora. Lo que para el común de los ciudadanos es una cuestióp de interés público que no le afecta sino como uno de los sesenta millones de habitantes, es para aquéllos una especial cuestión de interés pecuniario. A esto se debe en gran modo el estado de cosas por el cual la política se ha convertido en un negocio de los políticos profesionales; en el cual es raro que uno que no tiene dinero que gastar pueda, con esperanza de éxito, solicitar para sí los sufragios de sus conciudadanos; en el cual el Congreso está rodeado de intrigantes atentos a sus particulares intereses, y las cuestiones de la mayor importancia se pasan por alto en la lucha por el botín de los impuestos. Que bajo semejante sistema de tributación nuestro Gobierno no sea mucho más corrompido de lo que es, constituye la más vigorosa prueba de la esencial bondad de las instituciones republicanas.

No niego que los impuestos indirectos puedan algunas veces servir otros propósitos que los de recaudar ingresos. Las patentes exigidas a los vendedores de licores pueden ser defendidas alegando que disminuyen el número de tabernas y restringen un tráfico dañoso para la moral pública. Y lo mismo los impuestos sobre el tabaco y los alcoholes pueden ser defendidos diciendo que el fumar tabaco y el beber alcohol son vicios perniciosos que pueden disminuirse haciendo el tabaco y los alcoholes más caros, de manera que, excepción hecha de los ricos, aquellos que fumen se vean obligados a fumar peor tabaco y aquellos que beban a beber licores de peor clase. Pero simplemente como un medio de recaudar ingresos, claro está que los tributos indirectos son condenables desde el momento en que su coste es mucho mayor de lo que rinden, gravitan con mayor peso sobre los menos capaces de pagarlos, aumentan las influencias corruptoras y disminuyen la fiscalización que el pueblo debe ejercer sobre el Gobierno.

Todas estas objeciones que se aplican a los impuestos indirectos son aplicables a los derechos de importación. Tienen razón aquellos proteccionistas que declaran que la protección es el único justificativo del arancel (1), y los defensores de «un arancel de renta únicamente» carecen de lógica. Si no necesitamos arancel de renta, no lo necesitamos de ninguna clase, y para recaudar ingresos fiscales debemos recurrir a un sistema que no grave al operario tan pesadamente como al millonario y que, para aquel fin, no exija al sustentador de una familia una suma mayor que al hombre que, eludiendo sus obligaciones naturales, deja a alguna mujer, a quien por ley natural debiera sustentar, que se las componga como pueda.

(1) «No debería existir arancel de renta. Las ingerencias en el comercio sólo pueden ser toleradas como medidas de protección del mismo.»— H. C. Carey: (Past, Present and Future), pág. 472.

«Los impuestos para la obtención de renta debieran ser establecidos directamente, porque éste es el único modo de que la contribución de los individuos pueda ajustarse proporcionalmente a sus medios». — Profesor E. P. Smith: Political Economy, págs. 265-268.

«Los derechos fiscales... son altamente injustos. Arrojan sobre todos el peso de una indirecta e inicua contribución sin proponerse siquiera beneficiar a los consumidores».—Profesor R. E. Thompson: Political Economy, pág. 232.

ARANCEL PROTECTOR

Los Aranceles protectores difieren de los Aranceles de renta por su objetivo, que no es tanto el de obtener recursos como el de proteger a los productores nacionales contra la competencia de las mercancías importadas.

Los dos propósitos, renta y protección, no solamente son distintos, sino antagónicos. El mismo derecho puede elevar algo la renta y dar alguna protección; pero pasado cierto punto al menos, en la misma medida en que uno de los objetos se consigue, el otro es sacrificado, puesto que la cuantía de la renta depende de la entrada de las mercancías; la protección, de impedirles el paso. Así, la misma tarifa puede comprender a la vez derechos protectores y de renta, pero mientras las tarifas protectoras menoscaban su poder para obtener recursos, los aranceles fiscales, encareciendo la producción nacional, disminuyen el poder de aquéllas para estimular a los productores indígenas. Los derechos de un arancel de renta deberían pesar exclusivamente sobre las mercancías que no se producen en el país, o de aplicarse a artículos parcialmente producidos en el país, deberían estar compensados por impuestos internos equivalentes para impedir toda incidental protección. En un Arancel exclusivamente protector, por otra parte, las mercancías no producidas en el

país deberían entrar libremente y los derechos deberían pesar sobre los artículos que en éste fueran producidos o pudieran producirse. Y exactamente en la medida en que se consiguiera este propósito, irían disminuyendo los ingresos. El Arancel de Inglaterra es el ejemplo de un Arancel puramente fiscal, evitándose, por medio de los impuestos internos, toda incidental protección. No hay ejemplo de un Arancel puramente protector; pareciendo que el propósito de recaudar ingresos ha sido siempre el tronco primitivo sobre el cual se han injertado después las cláusulas protectoras. El Arancel de los Estados Unidos, como todo Arancel protector actual, es parcialmente de renta y parcialmente protector, habiendo sido subordinado su primitivo propósito de suministrar ingresos fiscales al de dar una protección, hasta el punto de que pueda hoy ser definido como un Arancel protector que incidentalmente suministra recursos.

Como ya hemos considerado minuciosamente las funciones fiscales de los Aranceles, estudiemos ahora sus funciones protectoras.

La protección, cuando esta palabra es empleada para denotar un sistema de política nacional, significa el establecimiento de derechos sobre la importación de mercancías (como un medio), con el propósito (como un fin) de alentar la industria indígena.

Ahora bien, cuando los medios propuestos con determinado fin son los únicos medios por los cuales esos fines pueden ser alcanzados, solamente es necesario investigar si dicho fin es deseable; pero cuando el medio propuesto es solamente uno de los varios medios, debemos examinar por nosotros mismos cuál es el mejor. Si el propuesto no lo es, el procedimiento es condenable, independientemente de la bondad de sus fines. Así la admisibilidad de la protección no resulta, como generalmente se afirma, de admitirse que conviene estimular la industria pacio-nal. Aun admitido esto último, la conveniencia de la protección es todavía un punto discutible, pues está claro que hay otros medios de estimular la industria indígena.

En vez de establecer derechos de importación, podríamos, por ejemplo, destruir cierta cantidad de mercancías importadas o exigir que los barcos que las conducen dieran algunas vueltas alrededor del mundo antes de desembarcarlas en nuestros puertos. Por cualquiera de ambos procedimientos se aseguraría precisamente el mismo efecto protector que por los derechos de importación, y en los casos en que los derechos aseguran una protección plena impidiendo la importación, procedimientos como estos no implican un mayor despilfarro. O en vez de estimular indirectamente a los productores indígenas estableciendo derechos sobre las mercancías extranjeras, podríamos alentarlas directamente, pagándoles primas.

Como medio de fomentar la industria nacional, las primas tienen sobre el sistema proteccionista todas las ventajas que el procedimiento de pagar a los funcionarios públicos salarios fijos tiene sobre el sistema, que aún prevalece en algunas naciones y en algunos casos en la nuestra de permitirles cobrarse lo que puedan. Así como pagando salarios fijos podemos colocarlos en los puestos que queremos, para allí desempeñar las funciones que deseamos, mientras bajo el sistema de «haz lo que puedas», sólo pueden ser enviados a lugares y con facultades que les permitan pagarse a sí mismos, así las primas permiten el fomento de cualquier industria, mientras la protección permite tan sólo el estímulo de un número relativamente corto de industrias con las cuales compiten las mercancías importadas. Así como los salarios nos consienten conocer lo que estamos pagando, proporcionar los rendimientos de las diferentes funciones con su respectiva dignidad, responsabilidad y dificultad, mientras el «haz lo que puedas» puede dar a un funcionario más de lo que necesita y a otros no lo bastante, así las primas nos permiten ver y determinar el fomento de cada industria, mientras el sistema protector deja al público en la ignorancia y hace del fomento de cada industria casi una cuestión de suerte. Y así como los salarios imponen al pueblo una carga más ligera y más equitativamente distribuida que el sistema «haz lo que puedas», la misma diferencia existe entre las primas y la protección.

Para esclarecer la acción de los dos sistemas, supongamos que es deseable el fomento de la navegación aérea a expensas del Tesoro público. Bajo el sistema de las primas ofreceríamos premios para la construcción y sucesivas operaciones de los barcos aéreos. Bajo el sistema protector impondríamos tributos desalentadores sobre todos los actuales sistemas de transporte. En el primer caso no tendríamos que pagar nada hasta conseguir lo que deseábamos y entonces pagaríamos una suma determinada que con los impuestos generales recaería sobre los individuos y las localidades. Pero en el segundo caso padeceríamos todos los inconvenientes de obstruir el transporte antes de tener barcos aéreos, y tanto si los obtuviésemos como si no, y mientras estos estorbos afectarían en algunos casos más seriamente a unos individuos, negocios y localidades que a otros, nunca podríamos decir cuánto dañaban a la industria y costaban al pueblo ni en qué medida estimulaban la invención y construcción de barcos aéreos. Además, en up caso, después de haber resultado posible la navegación aérea y haber estipulado las primas pagables, los inventores y constructores de barcos aéreos difícilmente tendrían la audacia de pedir más primas, y si por acaso la tuvieran, no es fácil que lo consiguiesen. En el otro caso, el público se habría acostumbrado a los impuestos sobre los transportes terrestres, mientras los propietarios de los buques aéreos, aunque ellos no estuvieran muy convencidos de que esos impuestos fuesen necesarios para continuar la prosperidad de la navegación aérea, podrían fácilmente pretenderlo y, al oponerse a su abolición, se aprovecharían de la fuerza de inercia que tiende a la conservación de lo existente.

Para el fomento de una sola industria, el sistema de primas es, pues, muy superior al sistema protector, pero todavía lo es más cuando el número de industrias que hay que fomentar aumenta. En efecto, al fomentar una industria por medio de una prima, no por eso desalentamos a las demás industrias, a no ser en tanto que el necesario aumento de los impuestos produzca desaliento. Pero cuando para fomentar una industria, aumentamos artificialmente el precio de sus productos con un impuesto protector, nuestra acción causa un perjuicio directo e inmediato a las demás industrias que necesitan de estos mismos productos. La producción ha llegado a ser un asunto tan complicado, las relaciones entre todas las industrias son tan múltiples y tan estrechas, y los productos de una sola industria entran bajo tantas formas en el material o en los procesos de otras industrias, que hasta a un perito le es muy difícil determinar con exactitud cuál será el efecto de un solo derecho protector. Y si se llega a fomentar no una ni diez, sino millones de industrias, es imposible a la inteligencia humana descubrir los múltiples y complicados efectos que producirá la elevación de los precios de tantos productos. El pueblo no puede decir lo que le cuesta semejante sistema ni, en la mayor parte de los casos, quienes se supone beneficiados, pueden decir realmente cuántas son sus ganancias comparadas con las pérdidas que les infiere.

El sistema de los «drawbacks» es una tentativa para impedir, en cuanto concierne a las exportaciones, el desaliento que la protección de una industria produce en otra. Un «drawback»-es una prima pagada a la exportación de mercancías indígenas para compensar el aumento que los derechos sobre la primera materia ha producido en su coste. Ahora bien, los «drawbacks» no solamente no disminuyen el precio de venta de las mercancías en el interior, sino que, además de ofrecer un excelente terreno para el fraude, evitan muy poco el desaliento de la exportación, porque sólo se conceden o vale la pena intentar cobrarlos cuando han entrado en enorme proporción y de modo innegable las primeras materias sujetas a arancel. Así, por ejemplo, en 1884, los Estados Unidos han pagado en «drawbacks» por exportaciones de cobre, una suma mayor que la percibida en las Aduanas por las importaciones de este metal, y, sin embargo, es muy seguro que gran número de artículos exportados en cuya fabricación entra el cobre y en que, por consiguiente, los derechos de entrada elevaban el coste de producción, no cobraron ningún «drawback». Otro tanto puede decirse de los «drawbacks» para el azúcar refinado, por el cual nosotros estamos pagando una suma muy superior a los derechos recaudados sobre el azúcar en bruto, aunque muchas de nuestras exportaciones, tales como leche condensada, jarabes y frutas en conserva, resulten muy disminuidas por tales derechos.

El empleo de las primas en vez de la protección para el fomento de la industria acabaría con el sistema ineficaz, provocador del fraude y depresivo que ahora se utiliza. Con el sistema de primas no se aumentarían los precios, excepto en la medida en que fueran afectados por los impuestos generales. Cada productor sabría a cuánto se eleva en dólares y en centavos la cuantía del estímulo que ha recibido, y el pueblo en su totalidad sabría cuánto tenía que pagar. En una palabra: todo y aún más de lo que la protección puede hacer para estimular las industrias nacionales se puede hacer con mayor baratura y seguridad por medio de primas.

Se afirma algunas veces que una de las ventajas de los derechos de importación es que pesan sobre los productores de artículos importados y que, por consiguiente, los pagan los extranjeros. Esta afirmación contiene una miaja de verdad. Un derecho de importación sobre una mercancía cuya producción constituye un estricto monopolio extranjero, puede, en algunos casos, pesar, en parte o en su totalidad, sobre ese productor extranjero. Supongamos, por ejemplo, que una casa o unión extranjera tiene el monopolio de la producción de cierto artículo. Entre el límite de coste de una parte y el más alto tipo a que puede ser vendido por otra, el precio de cada artículo puede ser fijado por los productores, quienes, naturalmente, lo fijarán de la manera que les dé mayores provechos. Si establecemos un derecho de importación sobre dicho artículo, aquéllos podrán optar por reducir el provecho sobre lo que venden a esta comarca, en vez de disminuir la venta al añadir al precio el importe del derecho. En este caso el derecho recaerá sobre ellos.

O, también, supongamos una granja canadiense situada de tal modo que el único mercado en el cual puede vender ventajosamente su trigo está en territorio americano. Siendo el trigo mi artículo que producimos en cantidad suficiente, no sólo para satisfacer nuestra propia demanda, sino para poder exportarlo, el derecho sobre el trigo no viene a añadirse a este cereal, y el labrador canadiense tan excepcionalmente situado, que debe enviar su trigo a este territorio, aunque no haya una demanda de trigo canadiense, no puede resarcirse aumentando el precio del derecho que tiene que pagar.

Estos dos ejemplos comprenden todos los casos en los cuales los derechos de importación pesan sobre los productores extranjeros (1). Estos casos, de poca importancia para tenerlos en cuenta en la estimación de los ingresos fiscales, son raras excepciones de la regla general, conforme a la cual el tributo termina en los mismos límites territoriales del poder que lo establece. Y es bueno para el género humano que sea así. Si fuera posible al Gobierno de un país, por cualquier sistema de impuestos, compeler al pueblo de otro país a pagar sus gastos, el mundo sería pronto gravado con impuestos hasta caer en la barbarie.

Pero la posibilidad de casos excepcionales en que los derechos de importación puedan en parte o en conjunto recaer sobre los productores extranjeros y no sobre los consumidores nacionales, no constituye, ni para quienes gustosamente gravarían al extranjero, la sombra de un argumento en favor de la protección.

(1) En ciertos casos en que un derecho de importación establecido en un país sobre un artículo de origen extranjero tiene por efecto reducir el precio de este artículo en la comarca exportadora a expensas de la renta, puede en parte recaer sobre los propietarios extranjeros. John Stuart Mill (Cap. III, libro 5.°, Political Economy) ha llegado a mantener que los de-

Se notará, en electo, que en todos los casos en que el derecho de importación recae sobre el productor extranjero, deja de fomentar la producción nacional. En efecto; un derecho de importación no puede recaer sobre los productores extranjeros mas que cuando el importe de ese derecho no se agrega al precio de venta, mientras que el único medio por el cual un derecho de entrada puede fomentar la producción nacional es elevar los precios.

Se dice algunas veces que la protección no eleva los precios. Basta para responder a esta afirmación preguntar sencillamente de qué otra manera puede fomentar si no es elevando los precios. Decir que un derecho protector fomenta la producción nacional sin que por esto haga aumentar el precio de sus productos, equivale a decir que la fomenta no haciendo nada por ella. En todos

rechos sobre las importaciones reoaen, en parte, no sobre el productor extranjero a quien nosotros compramos, sino sobre el consumidor extranjero al cual vendemos, desde el momento en que aquéllos acrecientan el coste de los productos que exportamos. Pero esto es, únicamente, decir que el perjuicio que nosotros nos causamos con la protección recae en alguna parte sobre aquéllos con los cuales comerciamos. Y aun en el caso de que los derechos de importación aumenten de algún modo el coste de lo que vendemos a los extranjeros y, así, en cierto grado, Ies fuercen a participar de nuestras pérdidas, no es por eso, en efecto, menos exacto que recuperan la ventaja en el momento en que competimos con ellos. Por eso, aun suponiendo que nuestro Arancel sobre importación pueda a la vez, dentro de reducidos límites, aumentar el precio que los consumidores ingleses tienen que pagar por nuestro algodón, trigo o petróleo, el aumento de coste de producción en los Estados Unidos ha contribuido ciertamente con más fuerza a dar a los productores ingleses una ventaja sobre los productores americanos en los mercados en que compiten, y a capacitar a Inglaterra para tomar la parte del león en el comercio marítimo del mundo.

El análisis minucioso de las acciones y reacciones del impuesto sobre el comercio internacional es, por otra parte, más una materia de sutilezas teóricas que de interés práctico, puesto que la conclusión general sería la consignada en el texto, esto es, que mientras nosotros no podemos dañarnos a nosotros mismos sin perjudicar a otros, el poder de un Gobierno para establecer impuestos está sustancialmente contenido en sus límites territoriales. La más clara excepción de esto es el caso de los derechos de exportación sobre artículos de los cuales la comarca que establece el derecho de exportación tiene el monopolio, como el Brasil tiene el del caucho y Cuba el del tabaco habano.

los casos en que esta opinión (que, por otra parte, tiene tan poco en cuenta la teoría como los hechos) parece ofrecer una apariencia de verdad, se debe ya a que los derechos protectores no mantienen los precios elevados de una manera constante, porque provocan entre los productores nacionales una competencia tan desenfrenada, que los precios vuelven a su primitivo nivel; una idea vaga de que sería ventajoso para los productores asegurarse la totalidad del mercado nacional, aunque fuese renunciando al aumento de precio.

Examinemos el primero de estos puntos. El único modo de que un derecho protector aumente la competencia en la producción de un artículo cualquiera, consiste en elevar su precio para que el aumento de los provechos obtenibles atraiga a esa industria nuevos productores. Esta competencia, abandonada a sí misma, concluye por reducir los beneficios a un nivel común para todos. Pero esto no quiere decir que, por tal hecho, dichos beneficios se reduzcan a lo que serían si no hubiera derechos. Es seguro que los provechos realizados en Luisiana por los plantadores de caña de azúcar son ahora apenas más elevados que los obtenidos en otras empresas con iguales riesgos; pero el derecho de entrada del azúcar hace que el precio de este género sea mucho más elevado en América que en Inglaterra, donde no existe este derecho. Y aun en el caso de que no exista ningún motivo de orden natural o social para que un artículo no se produzca tan barato como en otro país, el resultado de esa red de derechos, de la cual el derecho especial no es más que una parte, es aumentar el coste de la producción y, en consecuencia, aunque los beneficios de los productores disminuyan, mantener los precios más altos que si la importación fuera libre. Suponiendo que el precio de un artículo protegido llegara al límite inferior por debajo del cual no pudiera importarse el producto extranjero aunque no pagase derechos, el derecho dejaría entonces de proteger, puesto que aunque se le aboliese no se importaría el producto extranjero, y desde entonces dejarían de interesarse en su conservación los productores nacionales para cuya protección se había establecido. ¿Se puede citar un solo ejemplo en que se haya presentado este caso? ¿Existe una sola de las industrias protegidas que no reclame hoy la protección tan ruidosamente como hace cuarenta años?

Por lo que respecta al segundo punto de que hablamos más arriba, conviene hacer notar que el único modo de que un derecho protector reserve el mercado nacional a los productores nacionales es hacer que eleve los precios a que los productos extranjeros pueden ser vendidos en el mismo mercado. Ahora bien, no sólo este encarecimiento de los productos extranjeros implica un aumento del precio de los productos nacionales en los cuales aquéllos entran, sino que la exclusión de los productos extranjeros ha de aumentar los precios de los productos nacionales similares. En efecto, sólo allí donde el precio de un artículo se fija a voluntad del productor, el aumento o disminución de la oferta no aumenta ni disminuye el precio. Por ejemplo, aunque la industria de los periódicos no constituya un monopolio, el editor es el único que regula la publicación de cada periódico y fija el precio del número. Un editor puede preferir, y casi siempre preferirá el aumento de la circulación general del periódico al del precio del número. Y si la competencia fuera disminuida y aun suprimida, por ejemplo, estableciendo un derecho de timbre o prohibiendo la publicación de todos los. periódicos de Nueva York salvo uno, no se seguiría necesariamente que el precio de ese periódico hubiera de aumentar. Pero el precio del gran conjunto de las mercancías y especialmente la gran masa de los artículos que son importados y exportados, se regulan por la competencia. No son fijados por la voluntad de los productores, sino por la relativa intensidad de la oferta y la demanda, que nivelan el precio mediante lo que Adam Smith llamaba el & regateo» en el mercado y en virtud del cual toda disminución en la oferta producida por la exclusión de las importaciones, producirá a la vez un aumento de precios.

En una palabra, el sistema protector es simplemente el medio de fomentar ciertas industrias permitiendo que quienes las ejercen obtengan más altos precios por los artículos que producen. Es un medio torpe y despilfarrador de dar un estímulo que podría darse mucho mejor y a mucho menos coste por primas o subvenciones. Si es acertado «alentar» las industrias americanas, y esto lo tenemos que examinar todavía, el mejor modo de hacerlo sería abolir enteramente nuestro Arancel y pagar primas con los fondos obtenidos de las contribuciones directas. Por este medio, el coste podía ser distribuido con cierta equidad aproximada y el ciudadano que fuera un millón de veces más rico que otro podría proporcionarse la satisfacción de contribuir con un millón de veces más al fomento de las industrias americanas.

No olvido que, desde las primas dadas en los días coloniales para la matanza de animales nocivos hasta las subvenciones concedidas a los ferrocarriles del Pacífico, la experiencia ha demostrado que el sistema de primas conduce inevitablemente al fraude y engendra la corrupción, mientras que no consigue sino de un modo imperfecto el fin que se propone. Pero estos inconvenientes son inseparables de los sistemas de «fomento» y aparecen mucho más en el sistema protector que en el de las primas, porque la acción de aquél no es tan clara. Si se ha preferido el sistema proteccionista a las primas no es porque sea el mejor medio de estímulo, sino por la misma razón porque se han preferido los impuestos indirectos a los directos; para que el pueblo no se dé tan fácilmente cuenta de lo que se hace. Mientras que el donativo de 100.000 dólares hecho directamente por el Tesoro promovería protestas, la imposición de un derecho que permite la apropiación de millones mediante altos precios, no suscita comentario. Donde nuestros Estados han concedido primas para el establecimiento de nuevas industrias, aquellas sumas han sido relativamente pequeñas, dadas de una vez o como subsidio por determinado número de años. Aunque la gente haya consentido así en algunos casos pagar primas en corta cuantía y por pequeño tiempo, en ningún caso hubiera consentido considerar esto como una cosa definitiva y seguir pagando año tras año. Pero una vez establecidos los derechos protectores, las industrias protegidas siempre reclaman la permanencia de la protección tan clamorosamente como, al principio, para que se conceda. Y la gente, no advirtiendo tanto este pago, permite que siga.

Los proteccionistas suelen decir que el librecambio es justo en teoría, pero injusto en la práctica. Sea cual fuere el significado de estas frases, implican una contradicción de términos, puesto que toda teoría que no concuerde con los hechos tiene que ser falsa. Pero sin indagar la validez de la teoría protectora, claro está que ningún arancel como el que ella propone ha existido o podido existir.

La teoría del librecambio puede ser llevada en la práctica hasta la perfección ideal. Para conseguir el librecambio únicamente tenemos que abolir' restricciones. Mas para llevar a la práctica la teoría de la protección, unos artículos deben ser gravados y otros no, y en cuanto a los artículos gravados, debe establecerse diferentes tipos de derecho. Y como la protección dada a una industria puede ser neutralizada por la protección que eleva el precio de sus materias primas, se requiere una cuidadosa discriminación, porque hay muy pocos artículos que puedan ser considerados productos definitivos en todos sus usos posibles. Así mientras la protección de cualquier industria es ineficaz a menos que produzca suficientemente el efecto deseado, la demasiada protección es propensa, aun desde el punto de vista proteccionista, a producir daños.

No es solamente que la perfección ideal con que la teoría del librecambio puede ser practicada es imposible en el caso del proteccionismo, sino que también es imposible una justa aproximación a la teoría protectora. Jamás se ha hecho un arancel protector que satisfaga a los proteccionistas, y jamás podrá hacerse.

Nuestro actual Arancel, por ejemplo, como admiten los proteccionistas, está lleno de groseros errores (1). Ha sido adoptado únicamente porque, después de interminables discusiones se reconoció la imposibilidad de ponerse de acuerdo acerca de otro mejor, y se mantiene y defiende tan sólo porque todo intento de mejorarle promueve un conflicto después del cual nadie puede decir qué clase de arancel saldría. Esto ha ocurrido siempre y en el porvenir ocurrirá siempre que se trate de establecer un arancel.

Elaborar un arancel proteccionista que se halle de acuerdo, aproximadamente, con la teoría proteccionista requiere en primer lugar un minucioso conocimiento de todo comercio e industria y del modo cómo el efecto producido sobre una industria puede actuar o reaccionar sobre otra. Esto ningún rey, Junta o Parlamento puede tenerlo. Pero, además de esto, es necesario un absoluto desinterés, porque la fijación de derechos protectores es sencillamente la distribución de favores pecuniarios entre un gran número de ávidos solicitantes. Y aun cuando fuera posible obtener para establecer un arancel protector un conjunto de hombres absolutamente desinteresados e inaccesibles a la corrupción, a la amistad, o a la adulación, tendrían que ser seres

(1) Por ejemplo, para citar un solo caso, la última ley arancelaria, puesta en vigor en julio de 1873, elevó los derechos sobre las telas empleadas en la confección de fruncidos y plisados desde 33 a 125 %, mientras rebajó el derecho sobre el artículo concluido a 35 %. Antes de esto, dicen los fabricantes de aquella clase en un memorial dirigido al Ministro de Hacienda, no sólo abastecían el mercado americano, sino que vendían cientos de miles de dólares anualmente al Canadá, Indias Occidentales y otros países, porque la maquinaria ahorradora de esfuerzo, que ellos usaban les daba tales ventajas que, a pesar del 35 % de derechos sobre la primera materia, les permitía competir victoriosamente con las fábricas europeas. Pero el derecho de 125 %, no sólo ha concluido completamente con la exportación, sino que ha permitido una importación de mercancías inglesas que, como el memorial declara, ha dejado sin trabajo miles de brazos y ha arruinado completamente a tres cuartas partes de los fabricantes. Esto, por lo demás, no fue lo que se propuso el Congreso. La industria del fruncido es sólo una de las muchas industrias menores que han sido derribadas y pisoteadas en la última rebatiña arancelaria.

sobrehumanos para que no los aturdiese el clamoreo y las falacias de las alegaciones de intereses egoístas.

La confección de un arancel, en vez de ser, como la teoría protectora requiere, un cuidadoso estudio de las circunstancias y necesidades de cada industria, es en la práctica sencillamente un gran asalto, en el cual los defensores contratados por los intereses egoístas, amenazadores y suplicantes, corruptores e intrigantes, procuran obtener la mayor parte posible de la protección para sí propios, sin preocuparse de los otros intereses ni del bien general. El resultado es, y lo será siempre, la aprobación de un arancel que se parece al ideal del    proteccionismo teórico tanto

como un muro contra el cual se    ha    arrojado    un bote    de pintura

se parece a un fresco de Rafael.

No es sólo esto. Después de    publicar un    arancel,    vienen las

interpretaciones y resoluciones de los funcionarios de Hacienda y de los Tribunales para deshacerlo y rehacerlo (1), y los derechos son elevados o reducidos según la colocación de una coma en la imprenta o por arbitrarias interpretaciones, frecuentemente expuestas a graves sospechas y que nadie puede prever; de modo que, como Horacio Greeley dice candorosamente (Political Economy, pág. 183):

«Cuanto más tiempo dura un arancel, más puntos débiles se encuentran en él v más agujeros se le abren, hasta que al fin, a través del influjo de tantas sucesivas interpretaciones, reconstrucciones y resoluciones, su mismo padre no podría distinguir los rasgos característicos de la criatura en la caricatura que muy suavemente la ha suplantado.»

Con el sistema de primas, por malo que sea, podremos acercarnos más a lo que necesitamos y conocer mejor lo que hacemos.

(1) El Ministro de Hacienda declara que hay ahora (febrero de 1886) sobre 2.300 reclamaciones arancelarias pendientes sólo en el distrito meridional de Nueva York.

EL FOMENTO DE LA INDUSTRIA

Sin discutir el fin perseguido por los aranceles proteccionistas, los hemos condenado como un medio. Examinemos ahora su fin: el fomento de la industria nacional.

No puede haber dos opiniones diferentes sobre lo que significa «fomento». Fomentar una industria en sentido protector es asegurar a aquellos que la ejercitan mayores provechos de los que por sí mismos podrían obtener. Sólo en tanto y mientras que se hace esto, cualquier protección puede fomentar a una industria.

Pero cuando preguntamos cuáles industrias son las que se propone alentar esta protección, aparecen grandes discrepancias. Aquellos que los proteccionistas americanos han considerado como más hábiles defensores de la protección, la han pedido para el aliento de las industrias «en la infancia», definiendo el sistema protector como un medio para establecer nuevas industrias en las comarcas adecuadas para ello (1). Han rechazado la

(1) «Quienquiera que compare la Memoria de Alejandro Hamilton sobre las manufacturas, los escritos de Matthew Carey, Hezekiah Niles y sus colegas con los discursos de Henry Clay, Thomas Newton, James Tod, Walter Folward, Rollin C. Mallary y otros paladines forenses de la protección, y con los mensajes de nuestros primeros Presidentes, de los Gobernadores Simón Snyder, George Clinton, Daniel D. Tompkins, De Witt Clinton, etc., no puede menos de notar que aspiran, no al mantenimiento, idea de proteger a todas las industrias, y han declarado que el aliento a las industrias impropias de una comarca, o ya antes establecidas o existentes por un tiempo más largo del necesario para su consolidación, es un despilfarro y un robo. Sin embargo, la manera de defender comúnmente y practicar hoy en los Estados Unidos la protección no es estimular las «industrias en la infancia», sino estimular la «industria nacional», es decir, todas las industrias indígenas. Y lo que es verdad en nuestro caso, es una verdad general. En cuanto la protección comienza, ya no ceja la imposición de derechos hasta que toda industria nacional de cierta fuerza política que pueda ser protegida por aranceles, alcanza alguna parte de esta ayuda. Sólo en las comarcas nuevas y en los principios del sistema puede presentarse la protección como un medio de estimular únicamente las industrias nacientes. Los proteccionistas europeos pueden osadamente pedir protección justificada por la infancia de industrias que han sido florecientes desde el tiempo de los romanos. Y en los Estados Unidos, pedir ahora estímulo para industrias gigantes, como las del hierro, acero y tejidos, so pretexto de conseguir su consolidación, después de tantos años de altas tarifas, es manifiestamente absurdo.

Así, pues, tenemos dos proposiciones distintas que examinar: que las nuevas industrias apetecibles deben ser estimuladas, lo cual figura todavía en la defensa de la protección, y la idea apoyada por el pueblo y que nuestra legislación proteccionista procura llevar a efecto, de que la industria nacional debe ser fomentada.

Como una proposición abstracta, no puede negarse, a mi juicio, que pueden existir industrias que una protección temporal contribuya a extender provechosamente; a menudo, algunas industrias capaces, una vez desarrolladas, de prestar grandes servicios al público, en sus comienzos tienen que luchar con grandes

sino a la creación de industrias nacionales.» Horacio Greeley, Political Economy, pág. 34.

desventajas, y su desenvolvimiento puede algunas veces ser favorecido por un prudente estímulo. Pero insuperables dificultades impiden descubrir cuáles industrias compensarían este fomento. Hay, indudablemente, en cada comunidad de alguna importancia hombres de excepcionales facultades que, si fueran sostenidos a expensas públicas asegurándoles la subsistencia y dejándoles en libertad para investigar, inventar o pensar, prestarían al público los servicios más preciosos. Pero es cierto que si se llegara a crear con dinero de la comunidad esos puestos, bajo cualquier sistema que se adoptase, no serían ocupados por los hombres de esta clase, sino por personas entrometidas e influyentes, por aduladores o clientes de poderosos o por respetables nulidades. Los mismos hombres que prestarían buenos servicios en plazas como éstas serían los últimos en ocuparlas, precisamente por sus mismas cualidades.

Lo mismo ocurre con el estímulo a las industrias que luchan. La experiencia demuestra que la política de protección, una vez inaugurada, conduce a una porfía en la que es el fuerte, no el débil, y el poco escrupuloso, no el merecedor, el que triunfa. Las industrias que realmente están en la infancia no tienen más probabilidades de conseguir victoria en esta lucha por la protección del Gobierno que la que tendría un cerdo recién nacido de llegar al comedero en lucha con un puerco grande y fuerte. Tendería a ir no solamente a las industrias que no la necesitan, sino a las industrias que no pueden sostenerse más que de esta manera y así causarían a la comunidad una pérdida absoluta, apartando el trabajo y el capital de las industrias remunerativas. En general, la aptitud de una industria para establecerse y sostenerse en campo libre en la medida de su utilidad pública, y la «lucha por la existencia» que barre las industrias no provechosas, es el mejor medio de determinar cuáles industrias son necesarias bajo las condiciones existentes y cuáles no. Aún puede afirmarse que una ayuda que consiste en dar a algunas industrias llenas de porvenir un beneficio que no han ganado legíti-mámente, tiende a desmoralizarlas, lo mismo que un joven que herede una gran fortuna mas bien es perjudicado que beneficiado. Las mismas dificultades con las cuales las industrias deben luchar, no sólo sirven para discernir cuáles son realmente necesarias, sino que sirven también para adaptarlas al medio ambiente y desenvolver mejoras e inventos que bajo más prósperas circunstancias nunca les hubieran preocupado.

Así, pues, aunque abstractamente pueda ser verdad que hay industrias que sería cuerdo alentar, el único camino seguro es dar a todas ellas «campo libre y ningún favor». Allí donde hay una necesidad realmente seria, necesidad de algún invento o de la implantación de alguna industria que, aun siendo de utilidad pública, no sería comercialmente provechosa, el mejor medio de estimularla es el de ofrecer una prima pagadera en el caso de obtener buen éxito.

Cuán fútil es el intento de dar, mediante los Aranceles, vida propia a las industrias, nada lo demuestra mejor que la confesada incapacidad de las que hemos protegido durante tanto tiempo para bastarse a sí propias. En los primeros días de la república americana, cuando los amigos de la protección trataban de injertarla en el sistema federal de impuestos, fue pedida la protección, no para sostener toda la industria americana, sino para crear y establecer «industrias en la infancia», diciendo que si se las ayudase durante unos pocos años, podrían sostenerse por sí solas. Los niños y niñas de aquel tiempo se han hecho adultos, se han convertido en viejos y viejas y, con raras excepciones, han muerto. La Nación, que no estaba establecida sino en las costas del Atlántico, se ha extendido a través del continente, y en vez de cuatro millones tiene ahora cerca de sesenta millones de habitantes. Pero las «industrias infantiles» para las cuales se pedía entonces una pequeña protección temporal, siguen aún infantiles, a juzgar por su deseo de protección. Aunque han crecido poderosamente, reclaman los beneficios de la «Ley de protección a la infancia» con más ardor, declarando que si ellas no pueden tener mayor protección de la que en sus comienzos soñaban, habrán de perecer.

Cuando, en duelo con el magistrado Terry, Broderich, senador de los Estados Unidos, murió sin hacer testamento, un habitante de Dublin escribió al editor de un periódico de San Francisco manifestando que era el más cercano pariente del muerto. Daba la fecha de su nacimiento, con la cual demostraba que tenía cuarenta y siete años de edad, y terminaba su carta conjurando al editor a que ayudase a un pobre huérfano de padre y madre. Las «industrias en la infancia», por las razones que invocan, me recuerdan siempre aquel huérfano.

Los escritores proteccionistas no han abandonado todavía el argumento de las «industrias en la infancia», porque es el único terreno en que pueden pedir protección con alguna apariencia de razón; pero, en la práctica, han alargado el período durante el cual se admite que la protección es necesaria para que una industria infantil arraigue. El pueblo americano acostumbraba oír que unos moderados derechos durante algunos años permitirían a las industrias protegidas vivir por sí solas y desafiar la competencia extranjera. Pero en la última edición de su Political Economy, pág. 233, el profesor Thompson, de la Universidad de Pepsylvania, nos dice que «para aclimatar por completo una nueva industria y para dirigir la producción nacional de manera que baste a la demanda nacional, es preciso un período de dos generaciones».

Cuando nos dicen que dos generaciones deben gravarse a sí propias a fin de establecer una industria para una tercera, bien podemos preguntarnos: «¿Qué ha hecho la posteridad por nosotros?» Pero ni aun esta promesa ha nacido de los hechos. Las industrias que nosotros hemos protegido durante más de dos generaciones necesitan todavía, conforme a los proteccionistas, más protección que nunca.

El argumento vulgar en favor de la protección usado en los Estados Unidos hoy, no es, sin embargo, el estímulo a las industrias nacientes, sino el fomento de la industria nac.ional, esto es, de toda la industria.

Ahora bien, es manifiéstamente imposible estimular toda la industria nacional por una tarifa protectora. Un derecho que grava artículos producidos en totalidad entre nosotros no puede, naturalmente, producir el efecto de alentar cualquier industria nacional. Sólo cuando se impone sobre mercancías parcialmente importadas y parcialmente producidas en la nación, o enteramente importadas y, sin embargo, susceptibles de ser producidas en la nación, es cuando los derechos pueden de alguna manera alentar la industria. Ningún arancel establecido por los Estados Unidos podría, por ejemplo, fomentar el cultivo del trigo o del algodón, la cría de ganados, la producción de petróleo o las minas de oro y plata; en efecto, muy lejos de importar esos diversos productos, nos bastamos a nosotros mismos y aún tenemos un sobrante que exportamos. Por la misma razón, ningún derecho podría fomentar ninguna otra de las muchas industrias que tienen que ejercerse en el mismo lugar - en que se hace sentir la necesidad de ellas, como la construcción de casas, el herraje de caballerías, la impresión de periódicos y otras muchas. Como estas industrias constituyen la mayor parte de las industrias de cada país, resulta de ello que todo lo que un arancel protector puede intentar es el fomento de un reducido número del total de las industrias de un país.

Sin embargo, a pesar de este hecho evidente, la protección no es nunca solicitada en nombre de las únicas industrias que pueden aprovecharse del arancel. Esto sería admitir que se les da a unas especial ventaja sobre las otras; pero no se quiere un privilegio semejante, por lo que en los alegatos populares en favor de la protección se la reclama para todas las industrias. Si preguntáramos la razón de ello, se nos contestaría que el arancel sirve para fomentar las industrias protegidas y que éstas a su vez fomentan las no protegidas; que la protección permite edificar la fábrica y el alto horno y que éstos a su vez crean una demanda de los productos agrícolas.

Supongamos una aldea de cien electores. Imaginemos que dos de estos aldeanos hiciesen al resto de los habitantes la siguiente proposición: «Deseamos, queridos conciudadanos, haceros más prósperos, y para ello os proponemos este plan: conferirnos el privilegio de recaudar un impuesto de cinco centavos diarios sobre cada uno de los habitantes de la aldea. Nadie resultará muy gravado, porque hasta para un hombre con mujer y ocho hijos sólo sería la modesta suma de cincuenta centavos al día. Y, sin embargo, este ligero impuesto proporcionaría a nuestra ciudad dos ciudadanos ricos, quienes podrían gastar dinero sin tasa. Nosotros comenzaríamos a vivir en seguida de una manera adecuada. Ensancharíamos nuestras casas y mejoraríamos nuestros campos, nos pasearíamos en coche, tendríamos criados, daríamos fiestas y compraríamos más en los almacenes. Esto haría progresar el comercio y proporcionaría una gran demanda de trabajo. Esto, a la vez, crearía una gran demanda de los productos agrícolas, lo cual permitiría a los granjeros vecinos hacer también upa gran demanda de artículos y de trabajo de los operarios. De este modo todos llegaríamos a estar florecientes.»

No hay en ningún país bajo el sol una población cuyos habitantes escucharan tal proposición. Y, sin embargo, es tan razo-nable como la teoría de que alentar algunas industrias fomenta todas las industrias.

El único camino por el cual podríamos acaso conseguir el fomento de todas las industrias sería el sistema de primas o subvenciones. Si llegásemos a sustituir con primas los derechos de Aduanas como un medio de estimular las industrias, no sólo nos sería posible alentar otras industrias de las que ahora están protegidas por el Arancel, sino que nos veríamos obligados a hacerlo, porque no está en la humana naturaleza que los agricultores, los ganaderos, los albañiles, los impresores y demás consintieran el pago de primas a otras industrias sin pedirlas también para la suya. Ni podríamos, por lo tanto, detenernos hasta que todas las clases de industria, hasta los limpiabotas y traperos, fueran subvencionadas. Pero, evidentemente, el resultado de este aliento a cada una, sería el desaliento para todas. Porque como solamente se puede distribuir aquello que es recogido por el impuesto, menos el coste de la recaudación, ninguna podría obtener como subvención, siendo la distribución equitativa, tanto como habría de pagar por tributos.

Esta reducción práctica al absurdo no es posible bajo el sistema protector, porque sólo una pequeña parte de las industrias del país puede ser «fomentada» de este modo, mientras que el coste del fomento va incluido en los precios de las cosas y no es advertido por las masas. El recaudador de Aduanas no demanda a cada ciudadano una contribución para alentar a unos pocos favorecidos. Espera en su oficina, y cobrando por las importaciones, permite al productor favorecido recaudar de sus conciudadanos este «fomento», con los precios aumentados. Y, sin embargo, tan exacto es respecto del Arancel como de las primas, que la ganancia de unos implica pérdida para otros, y desde el momento en que el estímulo por el Arancel entraña un coste y un despilfarro mayores que el estímulo por las primas, la proporción en que la pérdida corresponde a la ganancia debe ser mayor. Comoquiera que la protección pueda afectar a una especial forma de la industria, forzosamente ha de disminuir los provechos totales de las industrias en conjunto, primero por el despilfarro inseparable del fomento mediante el Arancel y, segundo, por la pérdida que origina el transferir el capital y el trabajo desde aquellas ocupaciones, que ellos por sí mismos escogerían, a los menos provechosos empleos a que son incitados a dedicarse. Si no vemos esto sin meditar antes, es porque nuestra atención no se dirige más que a una parte de los efectos de la protección. Vemos las grandes fundiciones y las manufacturas colosales sin darnos cuenta de que los mismos impuestos que nosotros decimos que han permitido levantarlos han hecho más costosos cada clavo y cada aguja empleados en todo el país. Nuestra imaginación se impresiona del mismo modo que la de los primeros europeos que visitaron la India y que, impresionados por la profusión y magnificencia de los rajás, pero ignorantes de la abyecta miseria de las masas, reputaron el más rico país del mundo aquel que verdaderamente eru el más pobre.

Pero la reflexión demostrará que el alegato usualmente hecho por los proteccionistas, de que la protección alienta la industria nacional (esto es, toda la industria nacional), sólo puede ser verdad en un sentido: en el sentido en que los Faraones estimulaban el trabajo de los hebreos cuando les obligaban a hacer adobes sin paja. Los Aranceles proteccionistas proporcionan más trabajo en el sentido en que el derramar grasa sobre el suelo de la cocina da más trabajo al ama de la casa, o como la lluvia que moja el heno, da más trabajo al labrador.

EL MERCADO NACIONAL Y LA PRODUCCIÓN NACIONAL

Debemos reservar nuestro mercado para nuestros productores. He aquí una proposición que muchos consideran como de la misma especie que esta otra: debemos reservar nuestros pastos para nuestros ganados, cuando, en verdad, es una proposición como la que sigue: debemos reservar nuestro apetito para nuestro arte de cocinar o debemos reservar nuestra locomoción para nuestras propias piernas.

¿Qué es ese mercado nacional del que los proteccionistas nos dicen que debemos excluir tan cuidadosamente a los productores extranjeros? ¿No es la demanda nacional, la demanda para la satisfacción de nuestras propias necesidades? Por consiguiente, la proposición de que debemos reservar nuestro mercado nacional para los productores nacionales, es sencillamente la proposición de que debemos reservar nuestras necesidades a nuestras propias facultades para satisfacerlas. En una palabra, reduciendo esto al individuo, es que, debemos no comer un manjar guisado por otro, porque esto nos priva del placer de guisarlo nosotros mismos, ni utilizar caballos o tranvías, porque esto priva de empleo a nuestras piernas.

Hace poco tiempo, los proteccionistas ingleses (porque la protección dista de haber muerto en Inglaterra) censuraron al Go-

biemo por haber encargado gran cantidad de pólvora a Alemania en vez de hacerlo a los productores británicos. El hecho era que los alemanes fabricaban una nueva pólvora llamada «cacao», que en grandes cañones producía mayor velocidad con menor presión, y que todas las potencias continentales se habían provisto ya de ella. Si el Gobierno inglés hubiera rehusado comprar a los productores extranjeros, los barcos ingleses, en caso de guerra, que entonces parecía inminente, se hubieran encontrado en una notoria inferioridad.

Ahora bien, del mismo modo que la política de reservar el mercado nacional para los productores nacionales hubiera puesto, en caso de guerra, al país que la adoptara en situación de inferioridad —llegando, para aplicar la doctrina plenamente, a que el país que no produce carbón utilizara barcos de vela y compeliendo al país que no tiene hierro a combatir con arcos y flechas— en todas las exigencias de la paz implica esta política parecidas desventajas. Reservar estrictamente nuestro mercado nacional para nuestros productores nacionales sería excluirnos nosotros mismos de la participación en las ventajas que condiciones naturales o peculiares aptitudes de su pueblo darían a otros países. Si los plátanos no vieran la luz en nuestro territorio, deberíamos no comer plátanos; si el caucho no es una producción nacional, debemos no utilizarlo en sus mil empleos. Si la sal no puede ser obtenida en nuestro país más que evaporando agua del mar, debemos continuar obteniéndola de este modo, aunque en otros países la Naturaleza haya realizado esta obra y provisto de sal cristalizada ya en cantidades suficientes, no sólo para sus habitantes, sino también para nosotros. Porque nosotros no podemos cultivar el árbol de la quina debemos temblar de fiebra y morir de malaria, o debemos retorcemos de dolor bajo el bisturí del oculista porque la bienhechora droga que causa la anestesia local no es una producción nacional. Y así con todos aquellos productos en que el peculiar desarrollo de la industria ha permitido a los habitantes de varios países aventajarnos. Reservar nuestro mercado nacional a la producción nacional es limitar a nuestras propias fronteras, por muy angostas que sean, el mundo del cual nuestras necesidades pueden ser satisfechas. Y restringir las importaciones es, en la medida en que se logra, privarnos a nosotros mismos de la manera de satisfacer nuestras necesidades.

Un tendero puede tener gran interés en que se prohíba a sus vecinos que hagan sus compras en otra parte que en su casa, de manera que se vean forzados a recurrir a sus mercancías, sea cual fuere su calidad y su precio. Pero ¿quién sostendría que esto sería en interés general? Puede convenirle a las compañías de gas que se restrinja el número y las dimensiones de las ventanas, pero ello no sería en interés de la comunidad. Las piernas y los brazos rotos proporcionan honorarios a los médicos; pero ¿sería un provecho para la ciudad prohibir que se limpiara el hielo de las aceras con el propósito de fomentar la cirugía? Y, sin embargo, esta es la manera de actuar que tienen los aranceles proteccionistas. Económicamente, ¿qué diferencia hay entre restringir las importaciones de hierro en beneficio de los productores de hierro y restringir las mejoras sanitarias en beneficio de los empresarios de pompas fúnebras?

Intentar hacer próspera una nación impidiéndole que compre a otras naciones es tan absurdo como intentar hacer próspero a un hombre impidiéndole que haga compras a otros hombres. ¿Cómo opera esta prohibición en un caso individual? Lo hemos visto prácticamente desde que su aplicación en la agitación agraria de Irlanda fue llamada «boicoteo». El capitán Boycott, a quien pertenece la poco envidiable fama de haber convertido su nombre en un verbo, era en realidad un «protegido». Tuvo una tarifa protectora de la mayor eficacia, establecida en torno suyo por un decreto de los vecinos más positivo que una ley del Parlamento. Nadie quiso venderle su trabajo, nadie quiso venderle leche, pan, carne, servicio o mercancía de ninguna clase. Pero en vez de aumentar su prosperidad, este hombre tan protegido se vio obligado a huir de un lugar en que su propio mercado había sido reservado de este modo para sus propias producciones. Lo que los proteccionistas nos piden que hagamos nosotros reservando nuestro mercado para nuestros productores, es del mismo género que lo hecho por los individuos de la Liga de la Tierra, con el capitán Boycott. Nos piden que nos boicoteemos a nosotros mismos.

Para convencemos que esto nos beneficiaría no se ha escatimado ninguna argucia. Se ha asegurado: 1.°, que las restricciones del comercio extranjero son beneficiosas, porque el comercio nacional es más provechoso que el extranjero; 2.°, que aun cuando estas restricciones obligaran al pueblo a pagar más altos precios por las mismas mercancías, el coste real de ellas no es mayor, y 3.°, que aun cuando fuera mayor el coste, aquél vuelve a ganar lo que paga de más.

Cosa bastante extraña: la primera de esas proposiciones está robustecida por la autoridad de Adam Smith. En el libro segundo, capítulo V, de La riqueza de las naciones, se encuentra el siguiente pasaje:

• El capital empleado en comprar en una parte del país para vender en otra el producto de la industria de este país, generalmente reconstituye por cada operación dos distintos capitales que habían sido empleados ambos en la agricultura o en la industria manufacturera de la nación, y, por consecuencia, les permite continuar en este empleo. El capital que envía productos manufacturados de Escocia a Londres y que, en cambio, lleva granos y manufacturas inglesas a Edimburgo, necesariamente reconstituye por cada una de estas operaciones dos capitales ingleses que se emplean a la vez en la agricultura o en las industrias de la Gran Bretaña.

El capital empleado en comprar mercancías extranjeras para el consumo nacional, cuando esta compra se hace con el producto de la industria propia reconstituye, también, por cada operación, dos distintos capitales. Pero sólo uno de ellos se emplea en sostener la industria nacional. El capital que envía mercancías inglesas a Portugal y lleva mercancías portuguesas a la Gran Bretaña reconstituye en cada operación sólo un capital inglés, el otro es portugués. Por consiguiente, aunque los reingresos procedentes del comercio exterior de consumo sean tan exactos como los de comercio nacional, el capital empleado en aquél sólo implica la mitad del aliento a la industria o al trabajo productivo de la nación.»

Esta sorprendente proposición, cuya importancia no pareció ver nunca Adam Smith (1), es una de las inconsecuencias en que cayó por haber abandonado el terreno firme de considerar el trabajo como el primer factor de la producción, otorgando este papel al capital, confusión de ideas en que tiene principio una serie de absurdas afirmaciones en Economía política. Este pasaje es citado con grandes alabanzas por los escritores proteccionistas y hacen de él cimiento para aseveraciones más absurdas aún, si es posible. Y sin embargo, su falacia puede apreciarse a primera vista. Es parecida al reparto del irlandés: «dos para ustedes dos, y otros dos para mí», y proviene de la introducción del término «británico», que incluye en su significado dos de los términos previamente usados: «inglés» y «escocés». Si sustituimos a los términos usados por Adam Smith, otros términos que tengan entre sí las mismas relaciones, podríamos llegar, con igual lógica, a proposiciones como esta: «si los-episcopales comercian con los presbiterianos, hay dos provechos para los protestantes; mientras que cuando los presbiterianos comercian con los católicos sólo obtienen un provecho los protestantes. Por consiguiente, el comercio entre protestantes es dos

(1) En el párrafo siguiente Adam Smith hace, sin darse cuenta, la reductio ad absurdum de su proposición. Dice:

«Por consiguiente, un capital empleado en el comercio interior hará a veces doce operaciones, o saldrá y volverá doce veces antes de que un capital empleado en el comercio extranjero de consumo haga una. Si los capitales son de la misma cuantía, por ende, el uno contribuirá veinticuatro veces más que el otro al fomento y al sostenimiento de la industria nacional.»

Esto es exactamente como si dijéramos que un posadero que no permitiese a sus huéspedes permanecer en su casa más que un día, puede, con iguales facilidades, suministrar doce veces tantos víveres a un hombre y a un animal como el posadero que permitiera a éstos permanecer en su posada doce días.

veces más provechoso que el comercio entre protestantes y católicos».

En el ejemplo de Adam Smith hay dos grupos de mercancías británicas: uno en Edimburgo y otro en Londres. En el comercio nacional supuesto, son cambiados entre sí estos dos grupos de mercancías británicas; pero si las mercancías escocesas son enviadas a Portugal en vez de serlo a Inglaterra, y se traen mercancías portuguesas, sólo uno de los grupos de mercancías británicas es cambiado. Habrá sólo una mitad del capital británico reconstituido; pero tampoco habrá habido más que una mitad trasladada. Las mercancías de Edimburgo que han sido exportadas, quedan sustituidas por las mercancías portuguesas; pero las mercancías de Londres no son reemplazadas por ningunas, porque continúan allí. En un caso se emplea un capital británico que es el duplo del empleado en el otro y, por consecuencia, los dobles retornos significan igual rendimiento.

No son de mayor solidez los argumentos con que se intenta probar que no es más gravoso para el pueblo pagar a los productores nacionales más caras las mercancías que puede obtener más baratas importándolas. El coste real de las mercancías, dícese, no debe medirse por su precio, sino por el trabajo necesario para producirlas; y de aquí se deduce que, aun cuando los salarios más altos, los intereses, impuestos, etc., puedan hacer imposible el producir en una comarca ciertas cosas a precio más bajo que en otras, su coste real no es mayor si no es necesario un mayor conjunto de trabajo para producirlas, y así la nación no pierde nada rechazando los productos extranjeros más baratos.

El engaño está en suponer que una suma de trabajo produce siempre igual resultado. Un buen pintor retratista puede encalar sin más trabajo que un encalador de oficio, pero no por eso dejaría de ser una pérdida para él invertir en un encalado, que podría obtener pagando un salario de encalador, un tiempo en el cual podría obtener la remuneración de un pintor de retratos. Ni sería menos efectiva esta pérdida si tuviera el capricho de fijar su presupuesto conforme a un promedio entre los ingresos procedentes de los dos géneros de trabajo, concediendo al encalado la misma proporción que a la pintura. Del mismo modo, no es el conjunto de trabajo requerido para producir una cosa aquí o allá lo que determina si es más provechoso obtenerlo por la producción nacional o por la importación, sino la relación entre lo que el mismo trabajo puede producir en éste o en el otro empleo. Esto se manifiesta en el precio. Aunque los precios de las cosas no indiquen con entera certeza la relativa cantidad y calidad del trabajo necesario para obtenerlas en distintos tiempos y lugares, sí lo indican con respecto a un mismo tiempo y lugar. Si en un tiempo y lugar dados, cierta mercancía no puede ser producida por un precio tan bajo como importándola, esto no prueba necesariamente que exija más trabajo el producirla en aquel lugar dado, pero prueba que el trabajo en aquel lugar y aquel momento puede tener más provechosa aplicación. Y cuando la industria es desviada desde ocupaciones más provechosas a otras menos provechosas, aunque el capital y el trabajo así tratados puedan ser compensados por derechos o primas, tiene que haber una pérdida para el pueblo tomado en conjunto.

El argumento de que los más altos precios que los Aranceles permiten a ciertos productores nacionales establecer, no envuelven pérdida para aquellos que los pagan, es expuesto por Horacio Greeley (Political Economy, pág. 150), de esta manera:

«Yo nunca he fabricado hierro ni tengo en su fabricación otro interés que el interés público y general, aunque he comprado y usado hierro por valor de muchos miles de dólares en forma de prensas mecánicas, maquinaria, calderas, planchas para construcción. Diréis que mi interés consiste en tener barato el hierro. Ciertamente, pero en definitiva, y en realidad, yo no compro hierro con dinero, sino con el producto de mi trabajo, esto es, con los periódicos, y yo puedo resolverme mejor a pagar setenta dólares por tonelada de hierro fabricado por hombres que pueden comprar y compran periódicos americanos, que dar por aquélla cincuenta dólares a quienes raramente verán y nunca comparán los productos míos. El precio, en dinero, del hierro americano puede ser más alto; pero su coste real para mí es menor que el hierro inglés. Y mi caso es el de la gran mayoría de los labradores americanos y de otros productores de artículos cambiables.»

El error de este razonamiento consiste en suponer que la aptitud de ciertas personas para comprar periódicos americanos proviene de que ellos fabriquen hierro, cuando en realidad proviene de que fabriquen algo. Los periódicos no son comprados con dinero, ni los editores de periódicos compran hierro con periódicos. Estas transacciones son efectuadas con dinero que representa no una sola forma de riqueza, sino valor en todas sus formas. Si, en vez de hacer hierro, los hombres a quienes el señor Greeley se refiere hicieran alguna otra cosa que fuese cambiada por el hierro inglés, el señor Greeley, al comprar ese hierro extranjero, hubiera hecho real y exactamente un cambio de sus productos por los de aquéllos. Los veinte dólares por tonelada adicionales que el Arancel le obliga a pagar por el hierro, representan para él una pérdida que no es ganancia para nadie. Porque en el supuesto del señor Greeley de que el arancel es necesario para dar a los productores de hierro americano la misma remuneración que su trabajo obtendría en otras aplicaciones, su efecto sería sencillamente el de obligar al dispendio de trabajo por valor de setenta dólares para obtener lo que de otra manera podría ser conseguido con un trabajo de cincuenta dólares. Hacer esto es necesariamente dañar la riqueza del país en su conjunto y reducir la suma total utilizable para la compra de periódicos y de otros artículos. Esta pérdida es tan cierta y de la misma clase como si el señor Greeley se hubiera visto obligado a emplear pintores retratistas para encalar.

La más vulgar fórmula de este argumento, «que la protección nada cuesta», apenas necesita análisis. Si como se asegura, los consumidores nada pierden con los más altos precios que los aranceles les obligan a pagar, porque estos precios son pagados a nuestro propio pueblo, tampoco los productores perderían nada si fueran obligados a vender a sus conciudadanos por bajo del coste. Si el aumento de demandas y trabajo necesariamente compensase a los trabajadores los altos precios de las mercancías, el aumento de demanda de las mercancías necesariamente compensaría a los fabricantes los altos precios del trabajo. En una palabra, con este razonamiento no habría diferencia para nadie, esté o no el precio de una cosa alto o bajo. Cuando los agricultores se quejan de las altas tarifas ferroviarias, harían mucho ruido para nada, y cuando los trabajadores piden aumento de salario, perturbarían innecesariamente, mientras que los patronos serían bien tontos al tratar de reducir los salarios.

EXPORTACIONES E IMPORTACIONES

El fin de la protección es disminuir las importaciones, no las exportaciones. Por el contrario, los proteccionistas acostumbran a mirar favorablemente las exportaciones y a considerar que el país que exporta más e importa menos es el que comercia más provechosamente. Cuando las exportaciones superan a las importaciones se dice que la balanza mercantil es favorable. Cuando las importaciones exceden a las exportaciones se dice que la balanza mercantil es desfavorable. Conforme a esta idea, todo país proteccionista procura dar facilidades a la exportación y multa a los hombres que importan mercancías.

Si las cosas que así tratamos de enviar fuera e impedimos que vengan fuesen pestes y bicharracos —cosas de las cuales los hombres desean lo menos posible—, esta política sería razonable. Pero las cosas que se exportan e importan no son cosas que la naturaleza nos impone contra nuestro deseo y de las que nosotros luchamos por libramos, sino cosas que la naturaleza da sólo a cambio de trabajo, cosas por las cuales los hombres realizan esfuerzos y sufren privaciones. A quien tiene o puede comprar muchas de estas cosas le llamamos rico. A quien tiene pocas le llamamos pobre, y cuando decimos que un país aumenta en riqueza significamos que el conjunto de estas cosas que aquél contiene

aumenta más de prisa que su población. ¿Qué hay, pues, más contrario a la razón que el concepto de que la manera de aumentar la riqueza de un país es fomentar el envío de esas cosas fuera e impedir su venida? ¿Puede haber más ridículo trastocamiento de ideas? ¿No pensaríamos, hasta de un perro, que había perdido sus sentidos si se pusiera a gruñir y a enseñar los dientes cuando le dan un hueso y moviera alegremente la cola cuando se lo quitasen?

Los pleitos aprovechan a los abogados, las enfermedades a los médicos, los cazadores de ratas se benefician cuando se extiende la plaga; y, de igual modo, puede convenir a algunos individuos de una nación el que se envíe fuera cuanto se pueda de estas cosas excelentes que llamamos «bienes» y que se traigan las menos posibles. Pero los proteccionistas sostienen que es beneficio de la colectividad en conjunto, de una nación considerada como un solo hombre, el facilitar el envío de mercancías y dificultar su venida.

Supongamos una sociedad que forzosamente hemos de representarnos como un conjunto: ese país, habitado por un solo hombre, que el genio de Defoe ha hecho familiar no sólo a los lectores ingleses, sino a los de todas las lenguas europeas.

Robinsón Crusoe, supongamos, todavía vive solo en su isla. Imaginemos que un proteccionista americano es el primero en quebrantar su soledad con la dulce música del lenguaje humano. El placer de Crusoe podemos presumirlo. Pero hace tanto tiempo que está en la isla, que no quiere abandonarla, y menos desde que su visitante le dice que la isla, descubierta ya, será visitada frecuentemente por los buques de tránsito. Supongamos que después de haber oído la historia de Crusoe, visitado su isla, disfrutado de la hospitalidad que aquél podía ofrecerle y haberle explicado los extraordinarios cambios sobrevenidos en el mundo, y haberle dado libros y periódicos, nuestro proteccionista prepara su partida, pero antes procura, amablemente, poner en guardia a Crusoe contra el peligro a que se verá expuesto por el «diluvio de mercancías baratas» que los barcos transeúntes le darán a cambio de sus frutos y sus cabras. Imaginémoslo diciendo a Crusoe precisamente lo que los proteccionistas dicen a sociedades más amplias, y previniéndole que si no adopta medidas para dificultar el desembarque de dichas mercancías, su industria será enteramente arruinada. Imaginemos al proteccionista diciendo: «En verdad que todas las mercancías que necesitéis se producen tan baratas fuera que, a menos que pongáis algunas trabas a su entrada, no veo cómo podréis emplear vuestro propio trabajo en cosa alguna.»

—«¿Me regalarán todas esas cosas?» —exclamará, naturalmente, Robinsón Crusoe—. «¿Quiere usted decir que yo tendré éstas por nada y que no habré de trabajar en modo alguno? Esto me satisfaría completamente. Descansaría, leería y pescaría por entretenimiento. Yo no deseo trabajar, si puedo tener sin trabajo las cosas que necesito.» —«No, no es precisamente eso lo que quiero decir» —tendrá que responder el proteccionista—. «No os darán esas cosas por nada. Ós pedirán, por descontado, algo a cambio. Pero os traerán tanto y se llevarán tan poco, que vuestras importaciones excederán enormemente a vuestras exportaciones, y muy pronto os será difícil encontrar empleo para vuestro trabajo.»

Y Robinsón replicará inmediatamente: «Pero si yo no necesito encontrar empleo para mi trabajo. Si he empleado meses en ahuecar mi canoa y semanas en curtir y coser estas pieles de cabra, no es porque tuviera necesidad de empleo para mi trabajo, sino porque me eran necesarios todos estos objetos. Si pudiera proporcionarme lo que me hace falta con menos trabajo, tanto mejor; cuanto más reciba y menos dé en el comercio que, me decís, voy a hacer pronto o, para emplear su lenguaje, mientras mis importaciones excedan más a mis exportaciones, más fácilmente podré vivir y más rico seré. No temo que me aplasten con mercancías; mientras más me traigan, mejor me irá.»

Y después de esto, nuestros dos interlocutores se separarán; porque, ciertamente, nuestro proteccionista podría hablar cuanto quisiera, sin llegar a hacer comprender a Crusoe que su industria sería arruinada, al proporcionársele cosas con menos trabajo que antes.

Y, sin embargo, estos razonamientos ¿son un ápice más absurdos cuando se dirigen a un hombre que vive aislado en una isla, que cuando se dirigen a 60 millones que viven en un continente? Lo que sería verdad en el caso de Robinsón Crusoe lo es también en el caso del Hermano Jonathan. Si los extranjeros nos traep mercancías más baratas de lo que nosotros podemos obtenerlas, resultaremos gananciosos. Cuanto más obtengamos en las importaciones, comparadas con lo que damos en las exportaciones, mejor será para nosotros el comercio. Y desde el momento en que los extranjeros no son bastante generosos para regalarnos sus productos, sino que nos los dejarán únicamente a cambio de nuestras producciones, ¿cómo pueden arruinar nuestra industria? La única manera de que ellos arruinarían nuestra industria sería que nos proporcionaran todo lo que necesitamos a cambio de nada, de manera que nos ahorrasen la necesidad de trabajar. Si esto fuera posible, ¿debería parecemos realmente espantoso?

Consideremos el asunto de otra manera. Tan equitativo sería imponer derechos a las exportaciones, a fin de que los consumidores del interior tuviesen la ventaja de precios más bajos, como el establecerlos sobre las importaciones, a fin de que los productores nacionales gocen de la ventaja de precios más elevados; por otra parte, como todos somos consumidores, mientras que el número de productores de artículos cuyo precio pueda aumentar por los derechos de entrada es reducido, se puede decir que los derechos sobre las exportaciones estarían mucho más en armonía con el principio del mayor bien para los más. Y como un país rico es aquel que, proporcionalmente a su población, contiene la mayor cantidad de mercancías, que son materia de la exportación y de la importación, para enriquecer a la nación, impedir que estas cosas salieran sería procedimiento mucho más plausible que impedir que entraran.

Supongamos ahora que se proponga seriamente, con la idea de enriquecer a los Estados Unidos, imponer derechos restrictivos a la exportación de estos productos (que, como hemos dicho, constituyen la riqueza) y no sobre las mercancías importadas. Seguramente que los proteccionistas se opondrían. Pero ¿qué objeción podrían hacer?

Sustancialmente, su objeción sería ésta: «Un país no pierde con enviar sus productos a otro país; por el contrario, gana, puesto que los cambia; recibe productos diferentes, de un valor mayor. Por consiguiente, poner cualquier traba a la exportación sería perjudicar en vez de aumentar la riqueza del país.» Esto es verdad. Pero decir esto equivale a decir que las trabas puestas a la exportación serían dañosas porque disminuirían las importaciones. Y, sin embargo, disminuir las importaciones es el propósito y el resultado directo de los Aranceles proteccionistas.

Las exportaciones y las importaciones, en tanto en cuanto son suscitadas por el comercio, son correlativas. Cada una es la causa y el complemento de la otra, e imponer cualesquiera restricciones sobre la una es inevitablemente disminuir la otra. Y muy lejos de que el exceso de las exportaciones sobre las importaciones sea el signo de un comercio provechoso, puede asegurarse que lo contrario es verdad.

En un comercio internacional provechoso, el valor de las importaciones excederá siempre al valor de las exportaciones que en pago de ellas se hacen, exactamente lo mismo que en una expedición mercantil provechosa el cargamento de retorno debe exceder en valor al cargamento que se llevó. Esto es posible para todas las naciones que participan en el comercio, porque, en un tráfico normal, las mercancías son llevadas desde los lugares en que están relativamente baratas a los lugares en que son relativamente caras, y su valor es así aumentado por el transporte, de modo que un cargamento llegado a su destino tiene un valor más alto que al salir del puerto de donde procede. Pero conforme a la teoría de que el comercio es provechoso sólo cuando las exportaciones exceden a las importaciones, la única manera de que cualquier país comerciase provechosamente con otros sería llevar mercancías desde los sitios donde son relativamente caras a los lugares donde son relativamente baratas. Todos los países podrían exportar mucho más de lo que importan si el comercio internacional consistiera en exportar de las Indias occidentales a Nueva Inglaterra hielo artificial y exportar frutos de invernadero desde Nueva Inglaterra a las Indias occidentales. Según la misma teoría, cuantos más navios naufraguen en el mar, más ventajas encontrará en ello el mundo comercial. Según los principios proteccionistas, que todos los navios salidos de los diferentes países naufraguen antes de alcanzar el de su destino, constituiría el medio más rápido de enriquecer al mundo entero, puesto que en este caso todos los países tendrían la posibilidad de tener el máximum de exportación con el mínimum de importaciones.

Conviene, por otra parte, no olvidar que no todas las operaciones que consisten.en exportar e importar son necesariamente cambio de productos. Este es un hecho que pone aún a luz más viva, si esto es posible, el absurdo de la idea de que el exceso de las exportaciones sobre las importaciones implica un aumento de riqueza. Cuando Roma era dueña del mundo, Sicilia, España, Africa, Egipto y Bretaña exportaban a Italia mucho más de lo que importaban de Italia. Pero este exceso de las exportaciones sobre las importaciones, lejos de indicar su enriquecimiento, indicaba su empobrecimiento. Significaba que la riqueza producida en las provincias iba a Roma en impuestos, tributos y rentas, por las que nada recibían en cambio. El tributo exigido por Alemania a Francia en 1871 produjo un gran aumento de las exportaciones francesas sobre las importaciones. De igual modo, en la India las «cargas nacionales» para un Gobierno extranjero y los envíos de funcionarios extranjeros aseguran un permanente exceso de las exportaciones sobre las importaciones. Igualmente, la deuda extranjera que abruma a Egipto requiere que grandes cantidades de los productos de ese país sean enviadas fuera sin que reciba nada en cambio. Y así, también, durante muchos años, las exportaciones de Irlanda han excedido considerablemente a sus importaciones, gracias a las rentas exigidas por los propietarios ausentes de las tierras. Los propietarios territoriales de Irlanda que viven fuera no sacan directamente productos en pago de sus rentas, ni tampoco sacan dinero de Irlanda; los ganados irlandeses, los puercos, carneros, manteca, lino y otras producciones son exportadas como en un comercio normal, pero sus equivalencias, en vez de volver a Irlanda en forma de importaciones, son, por medio de los Bancos y de las Agencias de cambio, colocadas en las cuentas corrientes de los ausentes propietarios y utilizadas por éstos. Este envío de mercancías, a cambio del cual nada se importaría, sería aún más considerable si cada verano miles de irlandeses no pasaran el Estrecho para ir a trabajar en la recolección en Inglaterra, y luego regresar a su hogar, y si los que emigran permanentemente a otros países, no enviaran constantemente dinero a los padres que dejaron tras de sí (1).

La última vez que fui a Inglaterra me encontré en el comedor del buque con dos jóvenes ingleses que bebían mucho champaña, y de otras maneras manifestaban que tenían el bolsillo repleto. Poco a poco hicimos conocimiento, y supe que eran segundones de grandes propietarios rurales de Inglaterra, graduados en una especie de escuela fundada en Iowa para jóvenes ingleses ricos

(1) Encontrándome en Dubün, en 1882, tuve ocasión de hablar diferentes veces con el secretario de uno de los grandes establecimientos de Banca cuyas ramas se extienden por toda Irlanda. Cada vez me preguntaba mi opinión sobre los pronósticos de la cosecha de los Estados Unidos, como si este fuera el asunto que más le importara cada vez que encontraba un americano. Al fin le dije: «supongo que una mala cosecha en los Estados Unidos os beneficiaría, porque aumentaría el valor de los productos agrícolas de las exportaciones irlandesas». «¡Ohl ¡no! me replicó; nosotros tenemos gran interés en que sean buenas las cosechas americanas. Buena cosecha significa buenos tiempos, y buenos tiempos, en los Estados Unidos, equivale a grandes remesas de dinero de los irlandeses establecidos en América a sus familias, y estos envíos son aquí negocio más importante que el precio que pueden tener nuestros propios productos.» que quieran hacerse gentlemen farmers o grandes propietarios territoriales en los Estados Unidos. Cada uno de ellos había comprado una considerable extensión de tierras aún no explotadas y la había dividido en gran número de granjas. En cada una de ellas habían hecho construir una casa-habitación de madera y graneros, y luego arrendaron estas granjas por la mitad de la cosecha. Decían que les gustaba América; era un hermoso país para ser en él propietario. Las leyes agrarias eran verdaderamente buenas. Y si un arrendatario no pagaba pronto, uno se podía desembarazar de él con facilidad sin largos trámites. Pero preferían vivir en Inglaterra. Y volvían allí para gozar de sus rentas, dejando sus negocios en manos de un agente, al cual los arrendatarios tenían que avisar cuando desearan recoger la cosecha, y al que habría de entregarse con exactitud la mitad perteneciente al propietario. Así, en este caso, la mitad de la cosecha, menos la comisión, de ciertas granjas de Iowa, debe ser exportada anualmente, sin ninguna compensación en las importaciones. Y esta marea de exportaciones si.n importación a cambio está sólo comenzando. Muchos ingleses poseen ya tierras americanas por cientos de miles y aun por millones de acres, y comienzan ahora a sacar de ellas rentas y censos. El Punch bromeaba recientemente diciendo que los lores de la alta Cámara inglesa tenían muchos más intereses territoriales en los Estados Unidos que en la Gran Bretaña. Si todavía no es verdad, no transcurrirán muchos años, en las presentes condiciones, sin que la aristocracia inglesa extraiga mucho mayores rentas de sus propiedades americanas que de sus propiedades nativas, rentas que no podemos pagar sino exportando sin recibir nada en compensación (1).

(1) La Tribuna, de Chicago, de 25 de enero de 1886, publica un largo informe sobre las fincas americanas de un propietario irlandés, William Scully. Este señor, que fue siempre uno de los propietarios más conocidos en Irlanda por su implacable rigor para exigir las rentas, posee de 75.000 a 90.000 acres de la más rica tierra en Illinois, sin contar otros vastos dominios en diversos Estados. Sus propiedades están divididas en granjas, y arrendadas a colonos obligados a pagar todos los tributos y hacer todas las me-

Por consiguiente, en el comercio de Europa con los Estados Unidos intervienen otros elementos, además del mero cambio de productos. Las sumas tomadas a préstamo a Europa en forma de obligaciones de nuestros caminos de hierro o de cualesquiera títulos; las pagadas por los europeos como precio de compra de tierra en América, o colocadas por ellos en nuestras empresas industriales, el capital aportado por los emigrantes, el dinero gastado en nuestro suelo por los turistas del continente y otras sumas menos considerables que representan cierto número de obsequios, legados y herencias, tienden a aumentar nuestras importaciones y a reducir nuestras exportaciones.

Por otra parte, lo que tenemos que pagar como precio de los productos que importamos del Brasil, de la India y de otros países, lo hacemos en forma de exportaciones a Europa. Además, los intereses procedentes de nuestros fondos públicos o de todos los demás títulos, los provechos de los capitales colocados en nuestro país, las rentas de las tierras cuyos propietarios están en el extranjero, los envíos de dinero que hacen los emigrantes a sus parientes que residen en Europa, los bienes que por herencia o testamento pasan a manos de personas que residen en aquel Continente, el coste de los viajes a través del Océano, que en otro tiempo se hacían en nuestros navios y que hoy hacen las compañías

joras, sin que les sea permitido vender sus cosechas hasta haber pagado los arrendamientos; tiene organizado un sistema de espionaje, y los arrendatarios han de quitarse el sombrero cuando entran en las «oficinas de la finca». La Tribuna describe la situación de los colonos como una verdadera esclavitud. Las casas que habitan no son más que las más pobres chozas, compuestas, generalmente, de una pieza mayor y otra pequeña, y todo el distrito tiene el aspecto más miserable. Toda esta tierra la ha comprado Scully por un precio que puede decirse nominal, puesto que baja a 75 centavos por acre. Vive en Londres, y se dice que de sus propiedades en América saca una renta liquida de 400.000 dólares anuales, lo cual significa, como es natural, que cada año son exportados productos americanos por dicho valor sin importaciones de retomo. La Tribuna termina su reseña diciendo:    «No

contento con adquirir tierra él, Scully ha inducido a algunos parientes suyos a convertirse en propietarios americanos, y el sistema de ésos está calcado en el de aquél».

de navegación extranjeras, las sumas gastadas por los turistas de nuestro país que todos los años visitan Europa, así como por las ricas familias americanas, cada vez más numerosas, que viven en dicho Continente, todo esto contribuye a acrecentar nuestras exportaciones y a disminuir nuestras importaciones.

El balance anual contrario a nosotros de estas diferentes fuentes de gastos es ya muy considerable, y, sin embargo, sigue aumentando constantemente. Si prohibiésemos totalmente las importaciones, todavía tendríamos que exportar en gran escala para pagar nuestros arrendamientos y los intereses de nuestros diversos fondos públicos de acciones diversas, y para suministrar las sumas necesarias a los americanos ricos que viajan o residen en el extranjero, cuyo número crece todos los días. Pero el hecho de que nuestras exportaciones deban ahora ser más considerables que nuestras importaciones, no prueba, como pretenden los proteccionistas, que aumente nuestra prosperidad, sino que es sencillamente demostración de que nuestra riqueza nacional experimenta un drenaje semejante al que ha empobrecido a Irlanda.

Pero no serán los Aranceles los que acaben con esta sangría. Procede de una causa más profunda a la cual no afectan los Aranceles y es solamente parte de una tendencia general. Nuestro comercio interior deterrwna además una corriente, que va del campo a la ciudad, del Oeste al Este, de mercancías para las cuales no hay retorno. Nuestros propietarios de minas, nuestros ricos ganaderos, nuestros especuladores en bienes territoriales y muchos de nuestros grandes agricultores viven en las grandes ciudades. Nuestros pequeños labradores en su mayor parte tienen que comprar granjas, hipotecándolas en favor de hombres que viven, en las ciudades del Este; los Títulos de los empréstitos nacionales, de los Estados, Condados y Municipios, así como las acciones y obligaciones de ferrocarriles y otras compañías están casi todos en las mismas manos, resultando de esto que los campos tienen que expedir a las ciudades y el Oeste al Este más de lo que reciben en cambio. La corriente aumenta y, cualquiera que sea nuestra legislación arancelaria, continuará aumentando forzosamente porque nace del más fundamental de nuestros cimientos sociales, de aquel que hace de la tierra propiedad privada. Al paso y a medida que la tierra del Illinois, de Iowa, de Oregon, de Nuevo Méjico, cuyos propietarios viven en Nueva York o en Boston, aumenta de valor, la gente que vive en aquellos Estados debe enviar más y más parte de sus productos a los neoyorquinos y bostonianos. Pueden aquéllos trabajar con ahínco, pero serán cada vez más pobres relativamente, mientras los propietarios de Boston y de Nueva York pueden permitirse no trabajar absolutamente nada, pero no por eso dejarán de ser cada vez más ricos relativamente; de manera que si los primeros necesitan dinero para construir ferrocarriles o para cualquier otro objeto, deberán tomarlo a préstamo y pagar intereses, mientras que los segundos, que se hallan en situación de prestar, se embolsarán esos intereses. La tendencia de los tiempos es, como se ve, a que los residentes en las ciudades sean los propietarios de la totalidad del campo y, para la gente de los distritos rurales, es en absoluto indiferente que esas ciudades estén en América o en Europa.

CONFUSIONES QUE NACEN DEL USO DEL DINERO

No hay quien al cambiar sus productos por los de otro, piense que mientras más da y menos reciba hará mejor negocio. Y, sin embargo, hay muchos que imaginan que no hay nada tan claro como que el comercio es más provechoso cuanto más productos suyos envía una nación y menos recibe de las producciones de otros países. Tan generalizada está esa creencia, que hoy casi todas las naciones civilizadas se esfuerzan por dificultar la importación de productos de otros países mientras miran con satisfacción el envío de los propios.

¿Cuál es la razón de esto? Los hombres no son propensos a aplicar a las transacciones entre los pueblos principios opuestos a aquellos que aplican a las transacciones individuales. Por el contrario, la tendencia general es a personificar las naciones y a pensar y a hablar de ellas como actuando por los mismos motivos y gobernadas por iguales leyes que los seres humanos de que están compuestas. Ni siquiera necesitamos mirar muy lejos para ver que la absurda idea de que una nación gana exportando y pierde importando, nace realmente de aplicar al comercio entre naciones, ideas, familiares a los hombres civilizados, respecto de las transacciones individuales. A lo que los hombres entregan a otros llamamos nosotros sus ventas; a lo que obtienen de otros

le llamamos sus compras. De aquí que nos hayamos acostumbrado a pepsar en las exportaciones como ventas y en las importaciones como compras. Y como en la vida corriente acostumbramos a pensar que mientras mayor es el valor de las ventas de un hombre y menor el de sus compras, mejor es su negocio, así, si nosotros no fijamos el sentido de las palabras usadas, nos parecerá materia indiscutible que mientras más exporte una nación y menos importe, más rica llegará a ser.

Es significativo que esta idea sea desconocida entre salvajes. Ni hubiera podido nacer entre los hombres civilizados si acostumbraran a comerciar como lo hacen los salvajes. No hace mucho tiempo, una clase de mercaderes llamada «Soap-fat men» acostumbraba a ir de casa en casa cambiando jabón por los desperdicios de grasa que guardaban las amas de casa. En este pequeño comercio, practicado de una manera primitiva, la costumbre de pensar que en un comercio provechoso el valor de las ventas debe superar al valor de las compras, nunca hubiera podido nacer, porque claramente aparecía el interés de cada parte en que el valor de lo que vendía (o exportaba) fuese lo más pequeño posible y el valor de lo que compraba (o importaba) fuese lo mayor posible. Pero en una sociedad civilizada esto es sólo una forma excepcional del comercio. Comprando y vendiendo según los procedimientos con que nos familiariza nuestra vida habitual, no se cambian mercancías por mercancías, sino mercancías por dinero o dinero por mercancías.

A la confusión de ideas que nace de este uso del dinero debemos referir la creencia de que una nación gana exportando y pierde importando, creencia a la cual han sido sacrificadas incontables vidas e incalculable riqueza en guerras sangrientas, y que hoy dirige la política de casi todas las naciones civilizadas e interpone barreras artificiales en el comercio del mundo.

La forma primaria del comercio es la permuta, el cambio de mercancías por mercancías. Pero así como cuando comenzamos a pensar y a hablar de longitud, peso o volumen es necesario adoptar medidas o niveles por los que sean expresadas estas cualidades, así cuando comienza el comercio nace la necesidad de una común medida para apreciar el valor de los diferentes artículos. Las dificultades inherentes a la permuta pronto conducen, también, a adoptar, por común consentimiento, alguna mercancía como medio de cambio, por la cual quien desee cambiar una cosa por otra u otras cosas no esté ya obligado a buscar alguien que tenga el deseo exactamente recíproco, sino que le permita dividir el cambio completo en etapas o pasos que pueden hacerse entre diferentes personas con enorme ahorro de tiempo y de molestias.

En una sociedad primitiva, el ganado, las pieles, las conchas y muchas otras cosas han desempeñado rudimentariamente esta función. Pero los metales preciosos son tan singularmente adecuados a este uso, que donde quiera que los hombres han llegado a conocerlos los han adoptado como moneda. Al principio los usaron al peso, pero se dio un gran paso adelante cuando se acuñó en piezas de un determinado peso y ley, de manera que nadie que los recibiese tuviera que tomarse la molestia de pesarlos y contrastarlos. Avanzando la civilización, haciéndose la sociedad más firme y ordenada y los cambios más numerosos y regulares, el oro y la plata son gradualmente reemplazados como medios de cambio por el crédito en sus varias formas: por medio de las cuentas corrientes, una compra se compensa con otra compra y una deuda se cancela con otra deuda. Individuos o asociaciones de reconocida solvencia emiten letras de cambio, cartas de crédito, billetes y cheques que reemplazan ampliamente a la moneda metálica; los Bancos transfieren créditos entre individuos, y las Cámaras de compensación transfieren créditos entre los Bancos, de manera que se realizan inmensas transacciones con un uso de moneda realmente pequeño; y, finalmente, créditos de adecuadas denominaciones, impresos sobre papel y propios para ser transferidos de mano en mano, sin endoso ni formalidad, que son más baratos y más convenientes, reem-plazan en parte o en todo al oro y a la plata en el país donde se han emitido.

Esta es, en resumen, la historia de este instrumento econo-mizador de trabajo que se extiende en diversas formas desde las conchas del africano o el wanpum del piel roja hasta los billetes y los cheques, y que facilita tanto el comercio que, sin él, la civilización sería imposible. El papel que ha jugado en la vida y las relaciones sociales es tan necesario, su uso tan corriente en el pensamiento, en el lenguaje y en las transacciones habituales, que de esto nacen ciertas confusiones respecto a él. No hace falta hablar de errores como estos:' que el interés del dinero es el resultado directo de su empleo o que un aumento de dinero es un aumento de la riqueza verdadera, o que el papel moneda no puede desempeñar sus funciones a menos de que un equivalente en dinero metálico sea almacenado. Hablaremos solamente de aquellas confusiones de ideas que tienen relación con el comercio internacional.

Yo presenciaba ayer el trato entre dos labradores en que el uno daba un caballo y cuatro puercos por una yegua. Ambos parecían contentos del trato; pero ninguno de ellos dijo «gracias». Y, sin embargo, cuando se da dinero por alguna cosa es costumbre que quien recibe el dinero diga «gracias», o indique de cualquier otro modo que queda más obligado al recibir el dinero que la otra parte al recibir la cosa por la cual ha pagado. Este uso es un indicio del hábito mental que (aunque es claro que un dólar no vale más que una cosa cuyo precio sea un dólar) implica la idea de que dar dinero por mercancías es mayor merced que dar mercancías por dinero.

Creo que la razón fundamental de esto es que quien desea convertir una mercancía en dinero siente más las dificultades del cambio. Cambiar algo por dinero requiere necesariamente encontrar alguien que necesite precisamente el artículo que se desea cambiar; pero efectuado este cambio, el de la moneda por cualquier otra cosa es generalmente más fácil, puesto que todos los que tienen algo que cambiar desean tomar moneda por ello. Este hecho, así como el de que el valor de la moneda es más cierto y definido que el de las cosas medidas por él, y el hecho posterior de que la venta o conversión de mercancías en moneda termina aquellas transacciones sobre las cuales acostumbramos^ estimar el provecho, fácilmente nos conduce a mirar la obtención de moneda como el objeto y fin del comercio, y el vender como más provechoso que el comprar.

Además de esto, siendo el dinero un medio de cambio, la cosa que más exacta y más fácilmente puede ser cambiada por otras cosas es, en consecuencia, la más conveniente en las eventualidades. En tiempos más rudos, antes de que la organización del crédito hubiese alcanzado su actual desenvolvimiento; cuando el mundo estaba repartido en pequeños Estados, constantemente guerreando unos contra otros; cuando el orden estaba peor mantenido, la propiedad mucho más insegura y la ostentación de riquezas conducía frecuentemente a extorsiones; cuando los piratas infestaban el mar y los ladrones la tierra; cuando los incendios eran frecuentes y los seguros no se habían organizado; cuando los prisioneros eran guardados en rehenes y saqueadas las ciudades capturadas, las contingencias en que era importante tener riqueza en la forma en que se pudiera transportar convenientemente, ocultarla fácilmente y cambiarla sin dilación, eran mucho más numerosas que ahora, y todos procuraban tener parte de sus riquezas en metales preciosos. El campesino enterraba sus ahorros, el mercader guardaba su dinero en su caja fuerte, el avaro gozaba con su montón de oro, y los príncipes procuraban guardar un gran tesoro para el caso de súbita necesidad. Así el oro y la plata eran símbolo de riqueza aun más claro que ahora, y se formó el hábito de pensar en ellos como en la única riqueza efectiva.

Este hábito mental dio pronto cimiento a la política proteccionista. Cuando la expansión del comercio hizo posible obtener grandes rentas de los impuestos indirectos, los reyes y sus ministros presto descubrieron la facilidad con que podía hacerse pagar así al pueblo una suma de tributos que éste hubiera resistido si le impusieran directamente. Los derechos sobre la importación se establecieron primeramente para obtener ingresos; pero no sólo se encontró que era muy cómodo gravar las mercancías en las ciudades marítimas, desde donde eran distribuidas a través de todo el país, sino que la contribución sobre las mercancías importadas fue defendida calurosamente por los productores nacionales, protegidos así contra la competencia. De este modo se creó un interés en favor de la «protección», la cual se beneficia de los prejuicios nacionales y de los hábitos mentales populares, y se elaboró por grados un sistema que durante siglos ha inspirado la política de las naciones europeas.

Este sistema, que Adam Smith combatió con el nombre de «sistema mercantil de Economía política», consideraba las naciones como mercaderes que luchaban entre sí por el dinero del mundo, y trataba de enriquecer un país trayendo a él tanto oro y plata como fuera posible, y restringiendo su salida cuanto se pudiera. Para llegar a esto se procuraba no sólo prohibir que salieran los metales preciosos, sino fomentar la producción interior de aquellos artículos que pudieran ser vendidos fuera y poner toda clase de obstáculos en el camino de las industrias extranjeras y coloniales similares. No sólo se gravaba con fuertes impuestos y hasta se prohibía todos los productos de la industria extranjera que pudieran hacer competencia a los productos nacionales, sino que la exportación de las primeras materias necesarias a la industria extranjera también se cargaba con derechos de exportación o se prohibía por completo, bajo bárbaras penas de muerte o mutilación. Se prohibía terminantemente a los obreros diestros que abandonasen el país, para que no enseñaran su arte a los extranjeros; se fomentaba las industrias nacionales con primas, patentes de monopolio y con la creación de mercados artificiales, unas veces con premios pagados a los exportadores y otras con leyes que obligaban a usar sus productos. Un ejem-pío de esto fue el Acta del Parlamento inglés, que ordenaba que todos los cadáveres fuesen enterrados con mortaja de lana, estupidez sólo comparable a las leyes por las cuales el pueblo americano paga contribuciones para enterrar todos los meses dos millones de dólares de plata acuñada y conservar cien millones en oro, durmiendo estérilmente en las cajas del Tesoro.

Pero intentar el aumento de las disponibilidades de oro y plata con tales métodos es, a la vez, estúpido e inútil. Aunque el valor de los metales preciosos es alto, su utilidad es pequeña, puesto que su principal aplicación, aparte de la de moneda, es sólo el lujo. Y del mismo modo que un granjero se empobrecería si vendiese su ganado y su grano para obtener oro que amontonar y plata que poner en su mesa, y un fabricante disminuiría sus ingresos vendiendo una máquina que le es útil y guardando en su caja el dinero procedente de la venta, también una nación disminuiría sus poderes productivos estimulando sus exportaciones o reduciendo sus importaciones de cosas que pudieran ser empleadas productivamente, para acumular oro y plata que no tienen empleo productivo. Toda nación que tome parte en el comercio universal verá que los metales preciosos que necesita para su moneda corriente van a ella sin esfuerzo, en virtud de la tendencia que anula todo esfuerzo hecho con el propósito de aumentar artificialmente la oferta a expensas de la demanda, tendencia tan constante como la del agua a buscar su nivel. Donde quiera que se comercie, las mercancías susceptibles de ser transportadas tienden a afluir desde allí donde su valor es relativamente bajo a donde su valor es relativamente alto. Contrarían esta tendencia las dificultades del transporte, que en las diferentes cosas varían según su volumen, peso y facilidad para deteriorarse comparados con su valor. Los metales preciosos no padecen nada por el transporte, y como su volumen y su peso, especialmente el del oro, comparados con su valor, son insignificantes y los hacen tan transportables, basta un levísimo cambio de aquél para determinar su afluencia. Tan fácilmente pueden ser transportados y sustraídos a las restricciones legales, aun garantidas por los carabineros y los funcionarios de Aduanas, que nunca podría llegarse a impedir que salgan de un país en que su valor es relativamente pequeño y entren allí donde su valor es relativamente grande. El intento de los monarcas despóticos de España de retener los metales preciosos que extraían de América fue como el intento de retener agua en una criba.

El efecto de aumentar artificialmente la suma de metales preciosos en un país tiene que ser disminuir su valor comparado con el de otras mercancías. Por consiguiente, así que comienzan a hacer sentir su acción las leyes restrictivas mediante las cuales se intenta atraer y retener en un país los metales preciosos, surge una tendencia a exportarlos, tendencia que aumenta a medida que se hacen más enérgicos los esfuerzos para atraer y retener los citados metales. De esto resulta que todo lo que se hace por aumentar artificialmente la cantidad de oro y plata no conduce absolutamente a nada más que a perjudicar a la industria y a empobrecer al país en vez de enriquecerle. Este es un hecho que la experiencia ha concluido por enseñar a las naciones civilizadas, habiendo hoy muy pocas que de una manera directa hagan esfuerzos por atraer y retener en ellas los metales preciosos, a menos que, como nosotros, los amontonen sin ninguna utilidad en cámaras acorazadas.

Pero la idea de que el oro y la plata son la única verdadera moneda, y que, como tales, tienen un valor peculiar, palpita todavía en el fondo de los argumentos proteccionistas (1), y la

(1) Por ejemplo, e! profesor Thompson, hablando de las épocas y los paises en que, a no ser en pagos menudos, se utiliza el papel moneda exclusivamente, parece de tal modo persuadido de que puede desempeñar todas las funciones de la moneda, que declara ser tan superior a ésta como el ferrocarril lo es a la diligencia. (Political Economy, pág. 152). Llega después (pág. 223) a sostener que los derechos protectores son necesarios para impedir que los países más ricos extraigan a los pobres su dinero, aceptando así tácitamente que únicamente el oro y la plata son dinero, toda vez que ni él ni nadie supone que un país pueda extraer a otro su papel moneda.

costumbre de asociar los ingresos con las ventas y los gastos con las compras, cuajada en el pensamiento y en el lenguaje usuales, todavía dispone a los hombres a aceptar una política que aspira a restringir las importaciones por medio de aranceles proteccionistas. Acostumbrados a estimar los provechos de los comerciantes por el exceso ’de sus ventas sobre sus compras, la idea de que las importaciones y las exportaciones de un país equivalen r las compras y ventas de un comerciante, conduce naturalmente a la conclusión de que cuanto más exporte y menos importe un país, más provecho obtendrá comerciando (1).

Y, sin embargo, sólo se necesita alguna atención para ver que este aserto envuelve upa confusión de ideas. Cuando decimos que un comerciante hace negocios provechosos porque sus ventas exceden a sus compras, lo que realmente entendemos como ventas no son las mercancías que despacha, sino el dinero que su-popemos que ha recibido a cambio de ellas; y lo que realmente entendemos por compras no son las mercancías que entran en el almacén, sino el dinero que suponemos que ha pagado por ellas. Significamos, en una palabra, que se enriquece, porque sus cobros exceden a sus pagos. Llegamos a habituamos en los asuntos corrientes a esta transposición de términos de tal modo, que cuando pensamos en las exportaciones de una nación como en sus ventas y en sus importaciones como en sus compras, la costumbre nos lleva a atribuir a estas palabras el mismo significado implícito, y así, inconscientemente, damos a una palabra que expresa salida la significación de entrada y a la que expresa una entrada el sentido de una salida. Pero claro está que cuando comparamos el comercio usual de un mercader con el comercio

(1) Es ésta una conclusión frecuentemente llevada por los proteccionistas a su más ridículo extremo, como por ejemplo, en la reciente declaración de un senador proteccionista (Wn. M. Ewarts, de Nueva York) de que él aceptaría el librecambio «cuando la protección hubiera desarrollado todas las industrias de los Estados Unidos, hasta el punto de que éstos pudieran vender en competencia con todo el mundo y al mismo tiempo estuvieran exentos de la necesidad de comprar nada al resto de la Tierra».

de una nación, no son las mercancías que el mercader vende sino el dinero que él paga a otro el término análogo a las exportaciones de un país, ni son tampoco las mercancías que compra sino el dinero que ingresa, lo análogo a las importaciones. Solamente cuando el comercio del mercader consistiera en el cambio directo de mercancías por mercancías, los géneros que vende representarían fielmente las exportaciones, y los que compra, las importaciones de una nación. Y el pequeño negociante de aldea, que cambia productos de abacería por huevos, volatería y productos agrícolas, o el mercader indio que adquiere artículos manufacturados a cambio de pieles, hacen, manifiestamente, un negocio más beneficioso para ellos cuanto más el valor de las mercancías que toman (sus importaciones) excede al de las mercancías que dan (sus exportaciones).

El hecho es que todo comercio, en último análisis, es simplemente lo que fue en su primitiva forma de permuta, el cambio de mercancías por mercancías. El empleo del dinero en el comercio no cambia en nada este carácter esencial. El dinero simplemente permite que los diversos cambios que constituyen el comercio, se dividan en partes o fases que los facilitan. Cuando se cambian las mercancías por dinero no se realiza más que una mitad del cambio. En efecto, cuando se vende algo por dinero, lo que uno se propone es emplear este dinero en comprar alguna otra cosa, y únicamente porque el dinero tiene esa facultad, todos lo desean y están dispuestos a recibirlo. La palabra «dinero» tal como comúnmente la empleamos tiene un sentido casi completamente metafórico. Para designar un hombre rico decimos que es un hombre que tiene dinero, y para representar su riqueza decimos que tiene tal suma, aunque ese millonario probablemente no tenga en su poder más que algunos dólares o centenas de dólares. Su fortuna consiste de hecho en sus casas, tierras, mercancías, graneros o títulos y otras obligaciones. A la posesión de estas cosas la llamamos posesión de dinero, porque habitualmente calculamos su valor en dinero. Si estuviéramos acostumbrados a medir su valor en conchas, azúcar o ganado, diríamos que un hombre es rico como si tuviera muchas de estas cosas, exactamente como el uso de los sellos de correos al principio de nuestra guerra civil nos indujo a decir en el lenguaje de la época, que un hombre rico tenía muchos sellos. Y así, cuando un comerciante hace buenos negocios, decimos que hace o acumula mucho dinero, pero el hecho es, por el contrario, que, salvo rarísimas excepciones, gasta su dinero en cuanto entra en sus manos. El negociante ducho no amontona dinero; por el contrario, con el dinero que obtiene de sus ventas se apresura a hacer otras compras. Si no compra mercancías para utilizarlas en su negocio o para su uso o para servicios o gustos personales, compra tierras, casas, títulos, acciones, hipotecas u otras cosas de las que espera provechosos rendimientos.

El comercio entre naciones, sostenido por numerosas transacciones individuales que, separadamente, po son sino etapas o pasos del cambio completo, es, en conjunto, como la primitiva forma de comercio, el cambio de mercancías por mercancías. El dinero no toma parte en el comercio internacional, y el mundo no ha alcanzado todavía aquel grado de civilización que nos dará upa moneda internacional. El papel moneda que en todas las naciones civilizadas constituye ahora la parte más grande de su dinero no es nunca exportado para regular los balances, y cuando el oro y la plata acuñados son importados, lo son como una mercancía y su valor se calcula por el del metal que contienen. Lo que cada nación importa es pagado con mercancías que exporta, a menos de que lo reciba a título de préstamo o de inversiones o como intereses, rentas o tributos. Este hecho era perfectamente claro en otros tiempos, en gran número de casos individuales, antes de que el comercio hubiera alcanzado su refinamiento actual con las infinitas divisiones y subdivisiones que entraña. Un navio zarpaba de Nueva York, Filadelfia o Boston, llevando por cuenta del propietario o del armador, un cargamento de harina, de madera y de duelas para las Indias Oc-cidentales, donde era vendido y su producto invertido en azúcar, ron o melazas que eran traídas de retomo o que, tal vez, eran llevadas a Europa, donde se las vendía y se invertía el importe en mercancías europeas que eran traídas al país. Ahora el exportador y el importador son, por lo común, diferentes personas, pero las letras de cambio expedidas por uno en razón de las mercancías exportadas son adquiridas por el otro y empleadas para pagar los bienes importados. En cuanto al país concierne, la transacción es la misma que si los importadores y exportadores fuesen las mismas personas; y que las importaciones excedan en valor a las exportaciones no es prueba de una pérdida mercantil, como en los viejos tiempos el que un barco mercante volviera al país nativo con un cargamento de más valor que el sacado a fuera no sería prueba de un viaje desventajoso.

LOS ALTOS SALARIOS, ¿NECESITAN PROTECCIÓN?

En los Estados Unidos, actualmente, el proteccionismo obtiene una gran fuerza de la creencia de que el producto del trabajo mal pagado de otros países podría expulsar los productos de nuestro trabajo bien retribuido, si se permitiese la libre competencia. Esta creencia no sólo lleva a los trabajadores a pensar que la protección es necesaria para mantener altos los salarios, asunto de que hablaré después, sino que les induce a creer que la protección es necesaria en interés de todo el país, punto con que ahora nos encontramos.

Y esta creencia tiene importantes aspectos, que van más allá de lo que al Arancel se refiere. Permite a los patronos persuadirse de que sirven al interés general reduciendo los salarios o impidiendo su aumento, y contribuye poderosamente a oponerse a los esfuerzos de los trabajadores por mejorar su condición, suscitando contra ellos una corriente de opinión que de otra manera sería neutral, si no favorable a éstos. Se ha visto claramente esto en el caso de la petición de las ocho horas. Gran parte de la oposición a esta reforma nace de la idea de que el aumento de los salarios, a lo cual equivale una reducción en las horas de trabajo, colocaría a los Estados Unidos en una situación de gran inferioridad para producir, comparados con otros países.

Es evidente que, aun quienes más vociferan que necesitamos un Arancel protector para mantener el alto tipo de los salarios, no creen en ello realmente. Porque si la protección es necesaria contra países de salarios inferiores, debe serlo más contra los países que tienen los más bajos salarios y menos contra aquellos que los tienen más altos. Pues bien, los proteccionistas americanos ¿contra cuál país piden más la protección? Si pudiéramos tener Arancel proteccionista solamente contra un país del mundo, ¿cuál sería el que los proteccionistas americanos eligirían para protegerse contra él? Indiscutiblemente, la Gran Bretaña. Pero la Gran Bretaña, lejos de ser el país de más bajos salarios es, después de los Estados Unidos y de las colonias inglesas, el país que tiene salarios más elevados.

«Es mísera regla la que no se aplica en ambos sentidos.» Si necesitamos un Arancel proteccionista a causa de nuestros altos salarios, los países de salarios bajos necesitarán el libre cambio, o por lo menos nada tendrían que temer de éste. ¿Cómo es, pues, que encontramos proteccionistas de Francia, de Alemania y de otros países de bajos salarios, declarando que sus industrias serían arruinadas por la libre competencia de las industrias de más altos salarios de la Gran Bretaña y de los Estados Unidos, con la misma vehemencia con que nuestros proteccionistas declaran que nuestras industrias serían arruinadas si se las expusiera a la libre competencia de los productos del «trabajo mísero» de Europa?

Usualmente, el argumento de que el país de altos salarios necesita protección se presenta de esta manera: «los salarios son aquí más altos que en otra parte; por consiguiente, si el producto del trabajo extranjero más barato fuese libremente admitido, expulsaría del mercado el producto de nuestro trabajo nacional, más caro». Pero la conclusión po es congruente con las premisas. Para deducirla hay que dar por supuestas dos proposiciones intermedias: primera, que bajos salarios significan bajo coste de producción, y segunda, que la producción es determinada exclusivamente por el coste o, por decirlo de otro modo, que siendo libre el comercio, cada cosa sería producida donde pudiera serlo a coste menor. Examinemos separadamente estas dos proposiciones.

Si el país de bajos salarios puede vender más barato que el país de salarios más altos, ¿cómo es que, aun cuando el bracero rural americano recibe dobles salarios que el trabajador agrícola inglés, el cereal americano se vende más barato que el cereal inglés? ¿Cómo es que, aun cuando el nivel general de los salarios es más alto aquí que en ninguna otra parte del mundo, nunca hemos dejado de exportar los productos de nuestro trabajo, bien pagado, a países de trabajo menos pagado?

Los proteccionistas contestan que el cereal americano se vende más barato que el cereal inglés, a pesar de la diferencia de salarios, a causa de nuestras ventajas naturales para la producción de cereales, y que la masa de nuestras exportaciones consiste en aquellas materias brutas en las cuales los salarios no son un elemento tan importante del coste, puesto que no implican tanto trabajo como los productos más elaborados, que llamamos manufacturados.

Pero la primera parte de está contestación equivale a admr tir que el tipo de los salarios no es el elemento determinante en el coste de producción y que el país de bajos salarios no produce necesariamente más barato que el país de salarios altos; además, en cuanto a la distinción establecida entre productos brutos y productos más elaborados, es evidente que está fundada en comparar las cosas por el volumen o peso, cuando la única medida del trabajo empleado es el valor. Una libra de paño implica más trabajo que una libra de algodón, pero esto no es verdad respecto de dos valores de un dólar. Que un pequeño peso de paño sea cambiado por un gran peso de algodón, o una pequeña partida de relojes por una gran partida de trigo, significa sencillamente que la misma suma de trabajo produciría más peso y volumen de una cosa que de otra, y de igual modo la exportación de cierto valor de grano, mineral, piedra o madera significa la exportación de una cantidad de productos del trabajo exactamente igual a la exportación del mismo valor en encajes o artículos de fantasía.

Mirando más lejos, veremos en todos sentidos que no es un hecho exacto el que el poco precio del trabajo favorezca la producción. Si esto fuera verdad, ¿cómo es que el desarrollo de la industria en los Estados esclavistas de la Unión Americana no fue más rápido que en los Estados de libertad? ¿Cómo es que Méjico, donde el trabajo de un bracero puede obtenerse por cuatro o seis dólares mensuales, no vende los productos más baratos que los de nuestro trabajo, más altamente pagado? ¿Cómo es que la China, la India y el Japón no «inundan al mundo» con los productos de su trabajo barato? ¿Cómo es que Inglaterra, donde el trabajo está mejor pagado que en el continente, está a la cabeza de Europa en comercio y manufacturas? La verdad es que un bajo tipo de salarios no significa un bajo coste de producción, sino todo lo contrario. La verdad universal y obvia es que el país donde los salarios son más altos puede producir con mayor economía, porque es donde los trabajadores tienen más inteligencia, más ingenio y más habilidad; porque los inventos y descubrimientos son allí más rápidamente alcanzados y más fácilmente utilizados. Las grandes invenciones y descubrimientos, que han aumentado tan enormemente el poder del trabajo humano para producir riqueza, han sido hechos todos en países donde los salarios eran comparativamente altos.

Que los bajos salarios significan trabajo ineficaz, puede verse donde quiera que se mire. Media docena de carpinteros benga-leses son necesarios para hacer una labor que un carpintero americano puede hacer en menos tiempo. Los americanos residentes en China tienen criados por casi nada; pero necesitan tantos, que el coste de la servidumbre es mayor que en los Estados Unidos, y, sin embargo, los chinos que están empleados en gran número en el servicio doméstico en California y obtienen sala-ríos que no hubiesen soñado en China, son eficaces trabajadores. Id a High Bridge y veréis una gran maquinaria, dirigida por pocos hombres, desplegando una fuerza de miles de caballos en elevar el agua de un riachuelo para el suministro de la ciudad de Nueva York, mientras en el Nilo podéis ver a los fellahs egipcios sacando el agua con norias y conduciéndola en cántaros. En Méjico, con jornales de cuatro o cinco dólares al mes, el mineral de plata ha sido elevado durante siglos sobre las espaldas de hombres que trepaban por groseras escalas; pero cuando el laboreo de las minas de plata comenzó en Nevada, donde no podía obtenerse el trabajo por menos de cinco o seis dólares al día, se empleó la fuerza del vapor. En Rusia, donde los salarios son muy bajos, los cereales se recolectan todavía segándolos con la hoz y desgranándolos con el mayal o con los cascos de los caballos, mientras que en nuestros Estados del Oeste, donde el trabajo es muy caro, comparado con el ruso, los cereales son segados, trillados y ensacados mecánicamente.

Si fuera verdad que igual suma de trabajo produce siempre iguales resultados, trabajo barato debería significar producción barata. Pero esto es notoriamente inexacto. La fuerza muscular humana es, en verdad, muy semejante en todas partes, y si los salarios fuesen suficientes para mantenerse en buena salud corporal, el trabajador pobremente pagado podría, acaso, ejercitar tanta fuerza física como el trabajador altamente remunerado. Pero la fuerza de los músculos humanos, aunque necesaria para toda producción, no es la fuerza primera y eficaz en la producción. Lo es la inteligencia humana, y los músculos son exclusivamente los instrumentos por los cuales aquella inteligencia se pone en relación y opera sobre las cosas exteriores para utilizar las fuerzas naturales y moldear la materia conforme a sus deseos. Una raza de pigmeos inteligentes con músculos no más fuertes que los de un saltamontes, podría producir más riqueza que una raza de gigantes idiotas con músculos tan fuertes como los de un elefante. Pues bien, la inteligencia varía con el nivel de la co-modidad, y el nivel del bienestar varia con los salarios. Donde quiera que los hombres están condenados a una vida pobre, fatigosa y precaria, sus cualidades mentales descienden hacia el nivel del bruto. Donde quiera que prevalecen condiciones más favorables, las cualidades que levantan al hombre sobre el bruto y le dan poder para dominar y obligar la naturaleza exterior, se desarrollan y extienden. Y por esto la eficacia del trabajo es mayor donde los trabajadores viven mejor y tienen más descanso; esto es, donde los salarios son más altos.

¿Cómo, pues, en presencia de estos hechos obvios, podemos explicarnos el predominio de la creencia de que un país de bajos salarios tiene para la producción ventajas sobre otro país de salarios altos? No puede ser imputado a los maestros del proteccionismo. Este es uno de los errores que el proteccionismo aprovecha, pero del que no es responsable. Los hombres no lo aceptan porque sean proteccionistas, sino que se convierten proteccionistas porque lo aceptan. Y parecen sostenerlo tan firmemente y, en ocasiones, propagarlo tan enérgicamente los llamados librecambistas como los proteccionistas. Prueban esto las predicciones de los economistas del librecambio afirmando que si las Trades Unions conseguían elevar los salarios y reducir las horas, Inglaterra perdería su posibilidad de vender mercancías a otras naciones, y otras objeciones semejantes hechas por los llamados librecambistas contra los movimientos análogos de los trabajadores en los Estados Unidos.

La verdad es que la idea de que los bajos salarios dan a un país ventajas para la producción es una deducción inconsciente del hecho cotidiano de que es ventajoso para un productor individual obtener trabajo por cortos salarios.

Verdad es que un productor individual obtiene ventajas cuando hace descender los salarios de sus obreros por bajo del tipo corriente o puede importar trabajadores que le trabajen por menos, permitiéndole esto vender más barato que sus competidores; mientras que el patrono que continúa pagando salarios más altos que los otros patronos vecinos, vería, antes de mucho, arruinado su negocio. Pero de aquí no se sigue que el país donde los salarios sean bajos pueda vender más barato que el país donde los salarios sean altos, porque la eficacia del trabajo, aunque pueda variar en algo con los salarios pagados en casos singulares, está determinada en mayor grado por el nivel general del bienestar y de la inteligencia y por el predominio de hábitos y procedimientos que nacen fuera de esos casos singulares. Cuando un patrono aislado obtiene trabajo por menos que el tipo de salarios que prevalece en torpo suyo, la eficacia del trabajo que adquiere todavía está ampliamente determinada por aquel tipo. Pero un país donde el tipo general de los salarios es bajo, no tiene ventaja equivalente sobre otro país, porque en el primero la general eficacia del trabajo debe también ser baja.

La aseveración de que la industria puede desarrollarse más donde los salarios son bajos que donde son altos, otra forma del mismo error, nace, según se ve fácilmente, de una confusión de ideas. Por ejemplo: en los primeros días de California se decía frecuentemente que la baja de los salarios sería un gran beneficio para el Estado, por cuanto los salarios bajos permitirían a los capitalistas trabajar los depósitos de cuarzo de inferior calidad, cosa que ahora no podían hacer, por haber de pagar el trabajo al tipo de salarios corriente. Pero es evidente que una mera reducción de salarios no hubiera permitido por sí sola trabajar las minas pobres, puesto que no hubiera aumentado el conjunto de trabajo y del capital disponibles para el laboreo de las mismas y que el existente hubiera sido dedicado al trabajo de las más ricas con preferencia a las más pobres, cualquiera que fuese la reducción en los salarios. No obstante, podía haberse dicho que el efecto sería aumentar los provechos del capital y así atraer más capital. Pero aun no diciendo nada sobre su efecto de desalentar la afluencia de trabajo, un instante de reflexión demostraría que tal disminución en los salarios no aumentaría los provechos del capital. Aumentaría los beneficios de los propietarios de las miñas, y las minas alcanzarían precios más altos. Eliminando los progresos en los procedimientos o los cambios en el valor del producto, los salarios más bajos y el laboreo de las minas más pobres coincidiría; pero no es a causa de los más bajos salarios por lo que se trabajaría en las minas más pobres, sino al revés. A medida que las oportunidades naturales de mayor rendimiento se agotan y la producción se ve obligada a consagrarse a oportunidades naturales que producen menos con el mismo trabajo, los salarios disminuyen. Esto, por consiguiente, no beneficia al capital, y bajo tales circunstancias no aumentaría el rédito de éste. La ganancia corre hacia quienes se han posesionado de las oportunidades naturales, y lo que vemos es que el valor de la tierra aumenta.

El efecto inmediato de una general reducción de salarios en cualquier país sería únicamente alterar la distribución de la riqueza. Del conjunto de la producción iría menos a los trabajadores y más a aquellos que participan del resultado de la producción sin contribuir a ella. Algunos cambios en las exportaciones e importaciones seguirían probablemente a una general reducción de salarios, obedeciendo a cambios en la demanda relativa. Las clases trabajadoras, ganando menos que antes, tendrían que reducir sus superfluidades y quizá vivir con alimentos más baratos. Otras clases, encontrando aumentadas sus rentas, adquirirían más costosos manjares y más artículos de lujo de mayor precio, y mayor número de aquéllos podrían viajar y gastar en comarcas extranjeras el producto de las exportaciones, por lo cual, naturalmente, las importaciones disminuirían. Pero, salvo cambios como éste, el comercio exterior de un país no sería afectado. El país en su conjunto no tendría más cosas que vender ni podría comprar más que antes. Y en poco tiempo, el efecto inevitable de la degradación del trabajo implicado por la reducción de los salarios, comenzaría a sentirse en la reducción de la fuerza productora, y las exportaciones y las importaciones juntamente disminuirían.

Del mismo modo, en cualquier país donde hubiese un general aumento de salarios, el efecto inmediato sería sólo el de alterar la distribución de la riqueza, yendo a los trabajadores más del conjunto de la producción y mepos a aquellos que viven del trabajo de otros. El resultado sería una mayor demanda de los artículos de lujo más baratos y menor de los más costosos. Pero la fuerza productora no sería en manera alguna disminuida; no habría menos que exportar que antes, ni menos capacidad para pagar las importaciones. Por el contrario, algunas de las clases perjudicadas encontrarían sus rentas tan reducidas que tendrían que dedicarse a trabajar, y así aumentaría la producción, mientras que tan pronto como el aumento de salarios comenzara a influir en las costumbres del pueblo y en los métodos industriales, el poder productivo aumentaría.

DE LAS VENTAJAS Y DESVENTAJAS NATURALES COMO ARGUMENTOS DEL PROTECCIONISMO

Hemos visto que los bajos salarios no significan bajo costo de producción, y que un alto tipo de salarios, en vez de colocar al país en condiciones de inferioridad para producir, realmente lo favorece. Esto desvirtúa el aserto de que la protección es necesaria a causa de los altos salarios, pues demuestra la inexactitud de la primera premisa en que aquél se basa. Pero es interesante examinar el segundo supuesto de ese argumento: que la producción es determinada por el coste, de manera que un país de peores condiciones no puede producir si se permite la libre competencia de otro país de superiores condiciones. Porque mientras oímos algunas veces que un país necesita la protección a causa de las grandes ventajas naturales suyas, que deben ser desarrolladas, otras veces oímos que la protección es necesaria a causa de la diseminación de los habitantes, la falta de capital, de maquinaria o de instrucción técnica, o a causa de los altos impuestos o del alto tipo de interés (1), u otras condiciones que tal vez implican una efectiva desventaja.

(1) Hasta hace poco, que el tipo de interés en los Estados Unidos sea más alto que en la Gran Bretaña ha sido una de las razones fundamentales de los proteccionistas americanos para pedir un arancel más alto. No lo

Pero sin referirnos a la realidad de las ventajas o desventajas alegadas, todos estos peculiares alegatos en favor de la protección quedan anulados cuando se demuestra, como puede demostrarse, que cualesquiera que sean las ventajas o desventajas de la producción, un país puede siempre aumentar su riqueza por el comercio exterior.

Si suponemos dos países, cada uno de los cuales, por la razón que fuere, tiene una manifiesta inferioridad en algupa rama de la producción en la cual el otro posee una ventaja notoria, es evidente que el librecambio de mercancías los beneficiaría mutuamente, permitiendo a cada uno compensar su desventaja aprovechándose de la veptaja del otro, exactamente lo mismo que hicieron el ciego y el cojo en la anécdota conocida. El comercio entre ellos daría a cada país una suma de cosas mayor de la que de otro modo podrían obtener con la misma cantidad de trabajo. Este caso semejaría el de dos trabajadores, cada uno de los cuales tuviera una superioridad sobre el otro para alguna cosa. Y que, trabajando juntos, consagrándose cada uno a aquella parte para la cual era más diestro, podrían obtener más del ddble que si cada uno trabajara separadamente.

Pero supongamos dos países de los cuales uno tuviera superioridad sobre el otro para todas las producciones de que ambos eran capaces. Siendo libre el comercio entre ambos ¿uno de dichos países haría todas las exportaciones y el otro todas las importaciones? Esto, naturalmente, sería absurdo. ¿Sería, pues, imoímos con tanta frecuencia ahora, cuando el tipo del interés en Nueva York es tan bajo como en Londres, si no lo es más; pero no por eso oímos hablar menos de la necesidad de protección. En esta discusión apenas es necesario tratar de la naturaleza y la ley del interés, asunto que he examinado en Progreso y Miseria. Puede, sin embargo, ser interesante decir que un alto tipo del rédito, cuando no se procede de la inseguridad, no debe ser mirado como una desventaja, sino mejor como una demostración de las grandes recompensas de los factores activos de la producción, trabajo y capital, recompensas que disminuyen a medida que las rentas crecen y la propiedad de la tierra obtiene parte mayor del producto por permitir que el trabajo y el capital actúen.

posible el comercio entre ellos? Ciertamente, no. A menos que los habitantes del país inferior se trasladasen en masa al otro país que le aventajaba, el comercio sería recíprocamente beneficioso. El pueblo del país de mayores ventajas importaría del país menos favorecido aquellos productos para los cuales la diferencia de condiciones entre ambos fuera menor, y exportaría en retomo aquellos productos en que la diferencia fuese mayor. Por este intercambio ganarían ambos pueblos. El del país de menores ventajas ganaría alguna parte de las ventajas del otro país, y el del país de mayores ventajas también ganaría, desde el momento en que, ahorrándose la necesidad de producir aquellas cosas para las cuales sus ventajas eran menores, podría concentrar sus energías sobre la producción de las cosas en las cuales sus ventajas fueran mayores. Este caso se parecería al de dos trabajadores de diferentes grados de aptitud en todas las partes de su oficio o al de un obrero hábil y un auxiliar inhábil. Aunque el primero de dichos trabajadores pudiera realizar todas las partes del trabajo en menos tiempo que el auxiliar, habría, no obstante, algunas partes en las cuales la ventaja de su superior destreza sería menor que en otras, y dejando éstas al auxiliar, podría él consagrar más tiempo a aquellas partes en las que su superior maestría fuese más eficaz, habiendo, como en el primer caso, ganancia mutua para ellos en trabajar juntos.

Así, pues, ni las ventajas ni las desventajas constituyen razón para restringir el comercio (1). El comercio es siempre para be-

(1) En la práctica no hay país del que pueda decirse que tiene superioridad en todas las ramas de la producción. Las condiciones que hacen una parte del Globo habitable mejor dispuesta para ciertas producciones, la hacen peor para otras, y lo que es desventaja para ciertas clases de producción es, generalmente, ventaja para otras. Aun la falta de lluvia, que hace algunas partes del Globo inhabitables para el hombre, puede, si los inventos alcanzan a utilizar directamente el poder de los rayos solares, resultar especialmente ventajosa para ciertas ramas de la producción. Las ventajas y desventajas que proceden de la diversa densidad de población, del especial desarrollo de ciertas formas de la industria, etc., son también muy relativas. La más positiva de todas las ventajas en la producción, la neficio de ambas partes. Si no fuera así, no habría tendencia a hacerlo.

Y así vemos otra vez el error de la doctrina proteccionista cuando afirma que si producir una cosa no exige más trabajo en nuestro país que en otro, nada perderemos rechazando el producto extranjero, aunque tengamos que pagar más alto el precio por el producto nacional. El intercambio de los productos del trabajo no se basa en las diferencias de coste absoluto, sino de coste relativo. Las mercancías pueden ser enviadas provechosamente desde los sitios donde cuesten más trabajo a los lugares donde cuesten menos trabajo, con tal (y éste es el único caso en el que serán enviadas) que haya una diferencia en el coste de trabajo mayor todavía con respecto a las otras cosas que el primero de dichos países desea obtener. Así, el té, que Horacio Greeley citaba como una producción que podía ser ventajosamente naturalizada en los Estados Unidos por medio de un alto derecho arancelario, podría, indudablemente, ser producido en los Estados Unidos con menos coste de trabajo que en China, porque para el transporte marítimo, embalaje, etc., podríamos usar procedimientos mejores que los chinos. Pero hay otras cosas, tales como las minas de plata, el refinado del petróleo, los tejidos de paño, la fabricación de relojes, en las cuales nuestras ventajas sobre China son enormemente mayores que en el cultivo del té. Por consiguiente, produciendo estas cosas y cambiándolas directa o indirectamente por el té chino, por el mismo trabajo obtenemos, a pesar del largo transporte, más té que cultivándolo nosotros.

Y adviértase cómo este principio de que el intercambio de mercancías es regido por el coste de producción comparativo y no por el absoluto, se aplica al argumento de que los derechos protectores son exigidos por la suma de los impuestos internos. Es, naturalmente, verdad, que un impuesto especial establecido en

que más seguramente da superioridad en todas las ramas, es la que nace de aquella general inteligencia que aumenta con el aumento de bienestar y de descanso en las masas del pueblo, esto es: por el aumento de salarios.

una rama de producción, la coloca en situación de inferioridad, a no ser que se establezca un impuesto equivalente sobre la importación de las producciones similares. Pero esto no es verdad tratándose del conjunto de los impuestos que pesen sobre todas las ramas de la industria igualmente. Como tal tributación no altera los relativos beneficios de las industrias, no disminuye el relativo estímulo al funcionamiento de cada una de ellas, y proteger aisladamente una industria contra la competencia extranjera con motivo de esta tributación general, es sencillamente permitir que quienes a esa industria se dedican esquiven su parte en la carga general.

Una hipótesis predilecta de los proteccionistas americanos es, o por mejor decir, ha sido (porque antes lo oíamos con más frecuencia que ahora) que el librecambio es bueno para las comarcas ricas, pero malo para las pobres, porque permite a un país de industrias más desarrolladas impedir el desarrollo de la industria en otros países y hacerlos tributarios suyos. Pero del principio que, como hemos visto, causa y regula los cambios internacionales, se deduce que imponer restricciones al comercio exterior en cualquier país con motivo de sus desventajas en la producción, es impedir la atenuación de esas desventajas que resultaría del comercio exterior. El comercio libre es comercio voluntario. No puede efectuarse a menos de que haya ventaja para ambas partes y entre ambas; el comercio libre es relativamente más provechoso para el país pobre y no desarrollado que para el país rico y próspero. La apertura del comercio entre Robinsón Crusoe y el resto del mundo hubiera sido beneficiosa para ambas partes; pero, relativamente, la ventaja hubiera sido mucho mayor para Robi.nsón que para el resto del mundo.

Hay cierta clase de proteccionistas americanos que conceden que el librecambio es bueno en sí mismo; pero dicen que nosotros no podemos adoptarlo satisfactoriamente hasta que otras naciones lo hayan adoptado o hasta que todas las demás naciones hayan alcanzado nuestro nivel de civilización; o, como otras veces se expresan, hasta que el milenio haya venido y los hombres hayan cesado de luchar por sus propios intereses en oposición al interés de los demás. Y así, los proteccionistas británicos se denominan ahora fair traders,. comerciantes equitativos. Han cesado de negar la bondad esencial del librecambio, pero sostienen que, en tanto que otros países mantengan Aranceles protectores, la Gran Bretaña, en propia defensa, deberá tener también una tarifa protectora, al menos contra los países que rehúsan admitir libremente las producciones inglesas.

El error en que se fundan estas excusas dadas por los americanos en favor de la protección, es el que estudiamos en el capítulo anterior: el error de que un país de bajos salarios puede vender más barato que un país de salarios altos; pero aquí está, además, mezclado con la idea a que los fair traders ingleses apelan: la idea de que la abolición de los derechos aduaneros por cualquier país es una ventaja, no del pueblo de ese país, sino del pueblo de otros países a quienes se da así libre acceso al mercado de los primeros. ¿No es verdad que los fabricantes ingleses desean la abolición de nuestro arancel protector, y no es esto una prueba de que debemos elevarlo?», preguntan los proteccionistas americanos. «¿No es una política suicida dar a los extranjeros libre acceso a nuestros mercados, mientras ellos nos lo rehúsan a los suyos?», gritan los fair traders británicos.

Todos estos conceptos son formas del espejismo de que la exportación es más provechosa que la importación; pero están tan difundidos y son tan influyentes, que estará bien consagrarles unas cuantas palabras. El efecto directo del Arancel es estorbar al pueblo que lo establece. Restringe la libertad de los extranjeros para comerciar, únicamente a través de su efecto restrictivo sobre la libertad de los propios ciudadanos para comerciar. En cuanto a los extranjeros concierne, éstos sólo ven afectada indirectamente su libertad para comerciar con un determinado país, mientras que los ciudadanos del mismo ven directamente restringida su libertad para comerciar con todo el mundo. Desde el momento en que el comercio implica un mutuo beneficio, es verdad que cualquier restricción que impida a una de las partes comerciar debe producir daño en cierta medida a la otra parte. Pero el perjuicio indirecto que un Arancel protector inflige a los otros países es difuso y leve, comparado con el daño que infiere directamente a la nación que lo adopta.

Un ejemplo. El Arancel que sobre el hierro tanto tiempo hemos mantenido para impedir a nuestro pueblo el cambio de sus productos por el hierro inglés, indiscutiblemente ha perjudicado nuestro comercio con la Gran Bretaña. Pero el efecto sobre los Estados Unidos ha sido mucho más nocivo que el efecto sobre la Gran Bretaña. Mientras aquél ha perjudicado a todo nuestro comercio en absoluto, ha dañado sólo al comercio de la Gran Bretaña con nosotros. Lo que la Gran Bretaña ha perdido por estas restricciones de su comercio con nosotros, lo ha compensado ampliamente con la consiguiente expansión de su comercio en otros sitios. Porque las tarifas sobre el hierro y el mineral de hierro, y el sistema de que ellas forman parte han aumentado el coste de los productos americanos hasta dar a la Gran Bretaña la mayor parte del transporte comercial mundial, en que éramos sus principales competidores, y entregarles el comercio con Sud-américa y otros países que, a no ser por esto, nos habría pertenecido en su mayor parte.

Y del mismo modo, para cualquier nación, restringir a sus propios ciudadanos la libertad de comerciar, porque otras naciones restringen la libertad de los suyos, es la política de «quedarse ciego para dejar tuerto al vecino». Otras naciones pueden perjudicarnos estableciendo impuestos que tiendan a empobrecer a sus propios ciudadanos, porque, como compatriotas en el mundo, nos interesa realmente que todos los demás ciudadanos del mundo prosperen. Pero ninguna nación puede dañarnos tanto como nosotros nos perjudicaremos a nosotros mismos si, en represalia, establecemos impuestos similares sobre nuestros ciudadanos. Supongamos un agricultor que tiene una clase de patatas de supe-rior calidad y sabe que su vecino tiene trigo de una calidad tan superior que le produce muchos más hectólitros por hectárea que el suyo para sembrar. Naturalmente, buscará a su vecino y le ofrecerá el cambio de las patatas por su trigo. Pero si el vecino, dispuesto a venderle su trigo, rehúsa comprar las patatas, no será nuestro agricultor tan loco que diga: «puesto que no quiere usted comprar mis patatas, yo no compraré su superior trigo». ¿No sería una represaba estúpida utilizar simiente más pobre y recoger cosecha más mísera?

O, bien, supongamos, aislados del resto del género humano, media docena de hombres situados y forzados de tal modo que la mutua conveniencia les impulse constantemente a cambiar los productos del uno por los del otro. Imaginemos que cinco de estos seis están bajo el dominio de una curiosa superstición que les induce, cuando reciben algo en cambio, a quemar la mitad antes de llevar a su hogar la otra mitad. Esto perjudicaría indirectamente al sexto individuo, porque disminuyendo así la riqueza de sus cinco vecinos verían éstos disminuida su capacidad para cambiar con él. Pero ¿sería mejor que él dijera: «desde el momento en que estos locos persisten en quemar la mitad de todo lo que ellos obtienen en cambio, yo debo, en propia defensa, seguir su ejemplo y quemar la mitad de todo lo que yo percibo?

La constitución y plan de las cosas en este mundo, en el cual estamos unos pocos años, es tal, que nadie puede hacerse el bien ni el mal para sí solo. Ninguno puede sustraerse a la influencia de lo que le rodea, y decir: «no me importa lo que hacen los otros»; ni tampoco puede nadie decir: «lo que yo hago nada importa a los demás». Sin embargo, está en la tendencia de las cosas que quien hace el bien se aproveche más, y quien hace el daño lo padezca más él. Y quienes dicen que una nación debe adoptar una política esencialmente mala porque otras naciones la han adoptado, son tan insensatos como si dijeran: mentid, porque otros son embusteros; estad ociosos, porque otros son holgazanes; rehusad instruiros, porque otros son ignorantes.

EL DESARROLLO DE LAS INDUSTRIAS

Los proteccionistas ingleses, al menos durante la presente centuria, han luchado por la protección de la agricultura, y la derogación de las leyes de granos, en 1846, fue su Waterloo. También en el Continente principalmente la agricultura se tiene por necesitada de protección, y se han hecho esfuerzos singulares para proteger el cerdo alemán, incluso cerrando la entrada a su competidor americano. Pero en los Estados Unidos, el argumento favorito para la protección ha sido que es necesaria para el establecimiento de manufacturas, y la idea americana predominante en la protección es que se trata de un sistema para el fomento de las fábricas.

En realidad, la protección americana po ha sido reducida a las manufacturas ni se ha vacilado en establecer derechos que, elevando el coste de las materias primas, son verdaderamente lo contrario del estímulo a las manufacturas. En la rebatiña a que el sistema proteccionista conduce, cada interés susceptible de ser protegido y bastante poderoso para obligar a los cabildeos del Congreso a tomarlo en consideración, ha conseguido una mayor o menor parte de la protección, una parte, no fundada sobre ningún tipo de necesidades o méritos, sino sobre el púmero de votos de que podía disponer. Así la lana, cuya producción es una de las más primitivas industrias, anterior hasta al cultivo del suelo, ha sido protegida por altos derechos, aunque ciertas clases de lana extranjera son necesarias para las manufacturas de lanas americanas, que por estos derechos han sido colocadas en inferioridad para competir con las manufacturas extranjeras. Así el mineral de hierro ha sido protegido, a pesar del hecho de que los fabricantes americanos de acero necesitan el mineral extranjero para mézclarlo con el mineral americano y están obligados a importarlo, aun con tan altos derechos. Así el mineral de cobre ha sido protegido, con daño de los fundidores americanos como de las muchas ramas de la industria en que entra el cobre. Así la sal ha sido protegida, aunque es un artículo de primera necesidad empleado en grandes cantidades en industrias tan importantes como las conservas de carne y de pescado y que entra en muchas aplicaciones industriales. Así la madera de cons-trución ha sido protegida, a pesar de su importancia en las manufacturas, como también de las protestas de todos los que han analizado las consecuencias de la rápida tala de nuestros bosques primitivos. Así el carbón ha sido protegido, aunque para muchas ramas de la industria es de primordial importancia tener combustible barato. Y lo mismo en toda la lista.

Una protección de esta clase desalienta directamente la industria. Ni siquiera sirve para el fomento de una industria determinada, ya que su efecto es no hacer más provechosa la producción de cierta clase, sino elevar el precio de las tierras y de las minas de las cuales se obtienen las primeras materias.

Sin embargo, a pesar de todo este desaliento de las manufacturas, del cual son ejemplos los casos que he citado, todavía se defiende la protección como necesaria para las industrias, y se presenta el crecimiento de la industria americana como resultado de ella.

Tanto y tan fuertemente se ha gritado esto, que hoy gran parte de nuestro pueblo cree, como los escritores y oradores proteccionistas constantemente afirman, que sólo por la protección tenemos ahora una industria de cierta importancia en los Estados Unidos y que, si fuera abolida, la única industria que este gran país podría tener sería la de productos agrícolas para exportarlos a Europa.

Que sean tantos los que crean esto, es un ejemplo sorprendente de nuestra facilidad para aceptar cualquier cosa que persistentemente nos suepa en los oídos. Porque el que las manufacturas crecen sin protección y que el efecto de nuestro arancel proteccionista es detenerlas y perjudicarlas, puede ser concluyentemente demostrado por los principios generales y por los hechos corrientes.

Mas primero dejadme llamar la atención sobre una confusión de pensamiento que hace plausible la idea de que las manufacturas deben ser «fomentadas». Las manufacturas crecen a medida que aumenta la población y se acumulan los capitales. Y, en el orden natural de las cosas, se desarrollan mejor en los países de población densa y de grandes acumulaciones de riqueza. Viendo esta relación, es fácil tomar el efecto por la causa e imaginarse que son las manufacturas las que produzcan el. aumento de la población y de la riqueza. He aquí, en substancia, el argumento que se hace al pueblo de los Estados Unidos desde que nos convertimos en nación hasta el día presente.

«Los países manufactureros son siempre ricos, los que no producen más que las primeras materias son siempre pobres. Por consiguiente, si queremos ser ricos debemos tener manufacturas, y para tener manufacturas hay que fomentarlas.»

A muchos les parece este argumento plausible, sobre todo si se piensa en el hecho de que los impuestos para el «fomento» de las industrias protegidas se obtienen de tal modo que apenas se advierte su pago. Pero, para defender una subvención a un teatro, yo podría hacer un argumento tan bueno como éste al pueblo de la pequeña aldea de Jamaica, cerca de la cual vivo ahora. Podría decirle:

«Todas las grandes ciudades tienen teatro, y cuantos más teatros tienen, más grandes son. Mirad Nueva York. Nueva York tiene más teatros que ninguna otra ciudad de América, y por consiguiente, es la mayor ciudad americana. Inmediatamente después de Nueva York viene en número y dimensiones de sus teatros Filadelfia, y, por consiguiente, viene detrás de Nueva York en población y riqueza. Asimismo, en todo el país, donde quiera que encontréis grandes teatros, soberbiamente dispuestos, estad seguros de encontrar ciudades grandes y prósperas, y allí donde no hay teatros las poblaciones so.n pequeñas. Nada tiene de sorprendente que Jamaica sea tan pequeña y crezca tan despacio, puesto que Jamaica no tiene teatro alguno. La gente no gusta establecerse donde no tiene ocasión de asistir de vez en cuando al teatro. Si queréis que Jamaica prospere es preciso que os dispongáis a edificar un magnífico teatro que atraiga una gran población. Ved a Brooklyn. Brooklyn era sólo una pequeña aldea a orillas del río antes de que su pueblo emprendiese la construcción de un teatro, y ved ahora desde que comenzó a construir teatros en cuán grande ciudad se ha convertido "Brooklyn.»

Si yo quisiera modelar mi razonamiento sobre el que presentaba a los electores americanos el candidato del partido republicano a la presidencia, en 1884, podría haber recurrido a la estadística y señalar el hecho de que cuando en este país comenzaron las primeras representaciones teatrales, apenas si llegaba la población a un millón de habitantes, sin que entonces existiese un ferrocarril ni un kilómetro de línea telegráfica. Yo podría decir que, desde que se han construido nuestros teatros, nuestro progreso ha sido tan considerable que según el censo de 1880, teníamos 50.155.783 habitantes, 97.907 millas de ferrocarril y 291.212,9 millas de líneas telegráficas. O podría entrar en más detalles, como algunos «estadísticos» proteccionistas suelen hacer. Podría tomar la fecha en que se construyó cada uno de los teatros de Nueva York, dar la cifra de la población y de la riqueza de la ciudad en ese tiempo, y así, presentando la estadística de la población y de la riqueza pocos años después, demostraría que la construcción de cada teatro ha sido seguida por un ostensible aumento de la población y de la riqueza. Podría puntualizar que San Francisco no tenía teatro hasta que los americanos llegaron, y era, por consiguiente, una aldea perdida en la costa; que los recién llegados inmediatamente levantaron teatros y los sostenían más generosamente que en cualquiera otra población semejante del mundo, y que la consecuencia ha sido el maravilloso desarrollo de San Francisco. Podría demostrar que Chicago, Denver y Kansas City, todas ciudades de teatros notablemente buenos, son también notables por su rápido crecimiento, y, como en el caso de Nueva York, probar estadísticamente que la construcción de cada teatro de los que esas ciudades contienen ha sido seguida por ■ un aumento de población y de riqueza.

Luego, extendiéndome en argumentos históricos, conforme a la moda proteccionista, podría referir el hecho de que Nínive y Babilonia no tenían teatros que sepamos y así sobrevino su total ruina. Extenderme acerca del amor de los antiguos griegos por los espectáculos teatrales sostenidos a expensas públicas, y su consiguiente grandeza en las artes y en las armas; puntualizar cómo los romanos fueron aún más lejos que los griegos en su fomento del teatro y construyeron por cuenta del Tesoro los más grandes teatros del mundo, y cómo Roma vino a ser la dueña de las naciones. Y para embellecer y dar relieve al argumento, podría, quizá, acudir a la poesía, citando estas líneas de Byron.

«Cuando se derrumbe el Coliseo, Roma caerá;

y cuando Roma caiga, el mundo.»

Terminada esta digresión, podría citar el hecho de que en todas las provincias conquistadas, los romanos construían teatros, explicando de este modo la notable facilidad con que extendieron su civilización e hicieron de las provincias conquistadas partes integrantes de su gran imperio; precisar que la decadencia de estos teatros y la decadencia del poder y de la civilización romanos caminaron juntos y que con la extinción del teatro comenzó la noche de la Edad Media. Después de insistir un momento sobre la rudeza e ignorancia de este tiempo en el que no había teatros, podría señalar triunfalmente el principio de la civilización moderna como contemporánea de la resurrección de los espectáculos teatrales, en los autos religiosos y en las farsas de la Corte. Y demostrando cómo estos autos y farsas fueron siempre sotenidos por los monasterios, los municipios o los príncipes, y los lugares donde ellos comenzaron se convirtieron en grandes ciudades, yo podría loar la sabiduría de «fomentar el teatro naciente». Luego, considerando que los actores ingleses, hasta hace muy poco, se adornaban a sí propios con el título de servidores de S. M. y que el lord chambelán tiene todavía autoridad sobre los teatros ingleses y ha de dar su licencia antes de la representación, podría atribuir al régimen nacional de subvención al teatro náciente los fundamentos de la grandeza británica. Viniendo a nuestros tiempos, podía llamar la atención sobre el hecho de que París, donde hay todavía teatros subvencionados y actores que reciben aún sus salarios del Tesoro público, es la metrópoli mundial de la moda y del arte, creciendo rápidamente en población y riqueza, aunque otras partes de la misma nación que no disfrutan de teatros subvencionados están en un período de estancamiento o decadencia. Y, finalmente, podría señalar la astucia de los jefes mormones, quienes al establecerse en el Lago Salado, construyeron espaciosos teatros subvencionados y que su pequeña aldea, perdida en las malezas, no mayor que Jamaica, desde la construcción de su teatro ha crecido hasta ser una populosa y hermosa ciudad, y preguntar, airadamente, si el virtuoso pueblo de Jamaica no conseguiría para sí lo que habían logrado perversos polígamos.

Si un raciocinio como éste no inducía a los habitantes de Jamaica a imponerse un tributo para «fomentar el teatro», ¿no sería por lo menos tan lógico como los argumentos que han inducido al pueblo americano a gravarse a sí propio para fomentar las manufacturas?

La verdad es que las fábricas, como los teatros, son el resultado, no la causa, del crecimiento de población y riqueza.

Tomemos un reloj, un libro, una máquina de vapor, una pieza de tela o el producto de cualquier industria, clasificado como manufactura, y sigamos los pasos por los cuales el material de que está compuesto ha pasado, desde la condición en que lo ofrece la Naturaleza hasta su forma definitiva; y veremos que al proceso de cualquier industria manufacturera, muchas otras industrias son necesarias. Que una industria de esta clase pueda aprovechar libremente el producto de otras industrias es la primera condición para que prospere. No menos importante es la existencia de industrias correlativas que ayuden a economizar material y utilicen sus desperdicios o hagan más fácil el proporcionarse ciertas ayudas o servicios o la venta y distribución de los productos. Tal es la razón de que las industrias más complicadas tiendan a localizarse dentro de ciertos límites, de tal suerte que, sin ningún motivo atribuible al suelo, clima, primeras materias o carácter de los habitantes, un determinado distrito se distingue por una especial industria, mientras diferentes sitios del mismo se distinguen por especiales ramas de la misma. Así, en aquella parte de Massachusetts donde la manufactura de calzado está ampliamente desarrollada, las diferentes ciudades ofrecen diferencias tales como entre calzado claveteado y calzado cosido, para hombres y para mujeres, ordinario y fino. Y en toda ciudad importante se nota una marcada tendencia de las diversas industrias a agruparse entre sí y con las industrias afines.

Pero con esta tendencia a la localización coexiste también una tendencia de las industrias a nacer correlativamente a medida que la población aumenta. Esto se debe no sólo a la dificultad y coste de los transportes, sino a las diferencias de los gustos y de las demandas individuales. Por ejemplo: si yo quiero construir un bote, me será mucho más cómodo y satisfactorio hacerlo construir allí donde pueda hablar con el constructor y vigilar la construcción; si quiero un traje, será más cómodo adquirirlo donde pueda probármelo; o imprimir un libro donde pueda fácilmente corregir las pruebas y consultar con el impresor. Además, esta coordinación de las industrias, por la cual la existencia de ciertas industrias conduce a la economía con que otras pueden ser ejercidas, no solamente hace que el desarrollo de una industria prepare el camino de otras, sino que promueve el establecimiento de éstas.

Así el desarrollo de la industria es de la índole de una evolución, que avanza con el incremento de la población y el progreso de la sociedad, viniendo primero las más sencillas industrias y constituyendo éstas la base para las otras más complicadas.

La razón por la que los países recién colonizados no fabrican es que pueden obtener los artículos manufacturados más baratos, es decir, con menos empleo de trabajo que fabricándolos ellds. Del mismo modo que un labrador, aunque tenga fresnos y nogales en su campo, encuentra más barato comprar un carruaje que hacérselo, o llevar su carro al carretero cuando necesita repararlo, mejor que intentarlo por sí propio, así en un país nuevo y de población diseminada, obtener mercancías puede costar menos trabajo que fabricarlas allí, aun cuando existan todas las naturales condiciones para fabricarlas. Las condiciones para realizar provechosamente una industria no son únicamente las condiciones naturales. Aún más importante que el clima, el suelo y los depósitos minerales, es la existencia de las industrias auxiliares y de una gran demanda. La fabricación implica la producción de grandes cantidades de las mismas cosas. El desarrollo de la aptitud, el uso de la maquinaria y de los procedimientos perfeccionados sólo son posibles cuando se piden grandes cantidades del mismo artículo. Si cada pequeño núcleo de población hubiera de fabricar por sí solo las cortas cantidades de las varias cosas que necesita, sólo podría producirlas por métodos rudimentarios y dispendiosos. Pero si el comercio permite la producción de estas cosas en gran cantidad, la misma suma de trabajo resulta más eficaz, y todas las diversas necesidades pueden ser mucho mejor satisfechas.

Los toscos métodos de los salvajes se debe menos a su ignorancia que a su aislamiento. Un fusil con sus municiones puede permitir a un hombre matar más caza que un arco y flechas; pero un hombre que tuviera que construirse sus armas con el material proporcionado por la Naturaleza, apenas podría hacerse un fusil en toda su vida, aun cuando supiera hacerlo. A menos de que haya gran número de hombres a quienes administrar fusiles y municiones, y que los materiales de que estas cosas han de hacerse puedan producirse con la economía que proviene de la producción en vasta escala, las armas más eficaces, tomando en cuenta el trabajo necesario para producirlas, serían los arcos y las flechas y no las de fuego. Un árbol puede ser derribado con un hacha de acero en mucho menos tiempo que con un hacha de piedra. Pero un hombre que hubiera de construirse su propia hacha, podría derribar muchos árboles con una piedra en el mismo tiempo que invertiría en fabricarse una de acero partiendo del mineral. Nos reímos de los salvajes que dan por un cuchillo con su vaina o por un caldero de cobre, muchas ricas pieles. Aquellos artículos son para nosotros de poco valor, porque, haciéndolos en grandes cantidades, el gasto de trabajo exigido por cada uno es realmente pequeño; pero si los hiciéramos en pequeñas cantidades, como tendrían que hacerlos los salvajes, el gasto de trabajo excedería al necesario para obtener las pieles. Aun cuando conociesen perfectamente los instrumentos y los métodos de la industria civilizada, los hombres aislados, como los salvajes lo están, se verían forzados a servirse de los rudos instrumentos y métodos de éstos. La gran superioridad que los hombres civilizados tienen sobre los salvajes cuando se establecen entre ellos, es la posesión de los instrumentos y armas fabricados en un estado social que es el único en que pueden fabricarse, y que, manteniendo comunicaciones con las poblaciones más densas que han dejado trds sí, los colonos, gracias al comercio, están en condiciones de aprovecharse de las ventajas fabriles de una sociedad más plenamente desarrollada. Si los primeros colonos americanos no hubieran podido importar de Europa las mercancías que necesitaban y aprovechar así el más completo desarrollo de la industria europea, pronto se hubieran visto reducidos a los instrumentos y armas de los salvajes. Y lo mismo hubiera acontecido a todas las nuevas colonias de nuestro pueblo en su marcha hacia el Oeste, si se les hubiera impedido traficar cop poblaciones mayores.

En los países nuevos, las industrias que rinden comparativamente más grandes provechos son las primarias o extractivas, que obtienen de la Naturaleza alimentos y materias primas para la industria. La razón es que esas industrias primarias no requieren tan costosos instrumentos y mecanismos, ni la cooperación de tantas otras industrias, ni es cosa tan importante la producción en gran escala. El pueblo de los países nuevos, puede, por consiguiente, sacar el mejor provecho de su trabajo aplicándolo a las industrias primarias y extractivas y cambiando sus productos por los de las industrias más complicadas que pueden desarrollarse mejor donde la población es más densa.

A medida que la población crece, nacen gradualmente las condiciones en las cuales pueden desarrollarse las industrias derivadas o algo más complicadas y dichas industrias se establecerán, viniendo primero aquellas para las cuales las condiciones naturales son especialmente favorables, y aquellas cuyos productos tienen más demanda y pueden menos soportar el transporte. Así, en un país que tenga hermosos bosques, las manufacturas de madera nacerán antes que las manufacturas para las cuales no hay especiales ventajas. La fabricación de ladrillos precederá a la de la porcelana; la de arados, a la de cuchillería; la de cristales para ventanas, a la de lentes para telescopios, y las clases toscas de paño, a las más finas.

Pero, por más que podamos indicar de una manera general las condiciones que determinan el orden del desarrollo de las diversas industrias, estas condiciones son tan múltiples, y la acción y la reacción de unas sobre otras son tan complejas, que nadie puede predecir con alguna exactitud cuál será en una sociedad dada el natural orden de este desarrollo, ni afirmar cuándo será más provechoso fabricar una cosa que importarla. Por consiguiente, la intervención legislativa tiene que ser perniciosa, y tales cuestiones deben dejarse a la libre acción de la iniciativa individual, que es a la comunidad lo rué las actividades vitales inconscientes son a los hombres. Si llegó el momento de establecer una industria para la cual existen condiciones naturales adecuadas, es innecesaria la restricción de las importaciones para promover su establecimiento. Si no ha llegado esa hora, tales restricciones sólo pueden distraer el trabajo y el capital de las industrias en que el provecho es mayor hacia otras en las cuales es menor, y reducir de este modo la suma de riqueza producida. Así como es evidente que impedir a la población de una nueva colonia el importar de otros países de mayor desenvolvimiento industrial, sería privarla de muchas cosas que no puede fabricar por sí misma, lo es también que la restricción de las importaciones ha de retardar el desarrollo armónico de las industrias indígenas. Puede suceder que la protección aplicada a una o varias industrias apresure algunas veces su desarrollo a expensas del crecimiento general de la industria; pero cuando la protección es dada indistintamente a todas las industrias capaces de ser protegidas, como ocurre en los Estados Unidos y como es inevitable tendencia de la protección donde quiera que principia, el resultado será retardar no sólo el desarrollo general de la industria, sino el de aquellas mismas industrias en cuyo beneficio se invoca el sistema protector, haciendo más costosos los productos que ellas utilizan y refrenando las industrias correlativas que con aquéllas se enlazan.

Suponer, como hacen los proteccionistas, que al situar juntos al productor y al consumidor (1), se ha de obtener forzosamente alguna economía, es suponer que las cosas pueden ser producidas lo mismo en un lugar que en otro y que las dificultades del cambio se miden únicamente por la distancia. La verdad es que las mercancías frecuentemente pueden ser producidas en un lugar con mucha más facilidad que en otro, por lo cual implica mucho menos gasto de trabajo traerlas desde larga distancia que producirlas en un sitio dado, y que dos puntos separados por cien millas pueden estar mercantilmente más próximos entre sí que otros dos puntos separados sólo por diez millas. Acercar el consumidor al productor en punto a la distancia, cuando esto aumenta el coste de producción, no es ecopomía, sino despilfarro.

Pero esto no es negar que el comercio, tal como hoy se realiza, implica muchos transportes inútiles, y que el productor y el consumidor están en muchos casos separados innecesariamente. Los proteccionistas tienen razón cuando califican de insensata prodigalidad la exportación en masa de los elementos de fertilidad de nuestro suelo en esa cantidad enorme de harinas y de carnes que cruzan el Atlántico, y los «fair traders» tienen razón cuando deploran el despilfarro representado por las importaciones iú-glesas de alimentos mientras los campos ingleses estáp sin cultivo. Unos y otros tienen razón cuando dicen que ningún país debe ser la «tierra nutriz» de otro, y que una verdadera economía de los poderes naturales desarrollaría las fábricas y los cultivos juntamente. Pero no tienen razón cuando atribuyen estos daños a la libertad de comercio o cuando suponen que el remedio está en el proteccionismo. Que los aranceles son impotentes para remediar estos daños puede verse en el hecho de que esta exportación agotadora sigue a pesar de nuestro alto Arancel protec-

(1) Los argumentos proteccionistas implican frecuentemente la afirmación adicional de que el «productor nacional» y el «conscumidor nacional» están necesariamente encerrados en un punto del espacio, cuando, como ocurre en los Estados Unidos, pueden estar separados por miles de millas.

cionista; y el comercio interior presenta los mismos caracteres. Donde quiera que la moderna civilización se extiende, y con mayor rapidez donde su influencia se siente con más fuerza, la población y la riqueza se concentran en las grandes ciudades y desde el campo a la ciudad fluye un comercio aniquilador. Pero esta nociva tendencia no es natural y no nace del exceso de libertad; es antinatural y nace de las restricciones. Puede ser claramente atribuida a los monopolios, de los cuales el monopolio de los elementos naturales es el primero y más importante. En una palabra, el régimen romano de la propiedad territorial, que en nuestra moderna civilización ha reemplazado al de nuestros antecesores celtas y teutones, está produciendo el mismo efecto que dio en el mundo romano: la congestión de los centros y el empobrecimiento de las extremidades. Mientras Londres y Nueva York crecen más deprisa que creció Roma, los campos ingleses se quedan sin cultivo como se quedaron los campos del Lacio, y en Iowa y Dakota se aplica el mismo cultivo agotador que empobreció las provincias de Africa. La misma enfermedad que corroyó la vieja civilización está presentando sus síntomas en la nueva. Esta enfermedad no puede ser curada por los Aranceles proteccionistas.

PROTECCIÓN Y PRODUCTORES

El fin primordial de la protección es alentar a los productores (1), esto es, aumentar el provecho del capital empleado en ciertas ramas de la industria.

La teoría proteccionista es que el aumento que los derechos provocan en el precio a que puede ser vendida en un país una mercancía importada, protege al productor nacional (esto es, al hombre por cuya cuenta son producidas las mercancías para la venta) contra la competencia extranjera, a fin de alentarle, por los mayores beneficios que de otra manera no podría obtener, a que emprenda o aumente la producción. Todos los beneficiosos efectos atribuidos a la protección se basan en éste de alentar así el esfuerzo de los productores, lo mismo que todos los efectos producidos por el movimiento de un motor sobre la complicada maquinaria de una fábrica se fundan sobre su eficacia para hacer girar la rueda motriz. La rueda fundamental, por decirlo así, de la teoría proteccionista, es que la protección aumenta los provechos del productor protegido.

(1) A falta de término mejor, empleo aquí la palabra «productores» en el limitado sentido en que se aplica a quienes manejan capital y emplean medios consagrados a producir. Las industrias protegidas por nuestro Arancel son (acaso con singulares excepciones) de esa clase.

Pero cuando, admitiendo esto, los adversarios de la protección alegan que el conjunto de los productores protegidos se enriquece a expensas de sus conciudadanos, resultan contradichos por hechos notorios. Los hombres de negocios saben perfectamente que en nuestras industrias, tan largo tiempo protegidas, el margen de provecho es tan pequeño y las probabilidades de fracaso son tan grandes como en cualquier otra, si en realidad las industrias protegidas no tienen más dificultades para triunfar a causa de las más peligrosas fluctuaciones a que están sujetas.

No es difícil descubrir el motivo por qué suele fracasar la protección en este propósito de fomento.

El coste de todo derecho protector pagado por el público en general, es: primero, el tributo recaudado sobre las mercancías importadas, más los provechos sobre este tributo, más los gastos y provechos del contrabando en todas sus formas, más los gastos de los procesos que de vez en cuando se instruyen contra los contrabandistas más burdos, y de enviar a presidio a algún pobre sin amigos; más las propinas y participaciones recibidas por los funcionarios. Y segundo, los precios adicionales que hay que pagar por los productos de la industria nacional protegida.

Sólo de esta última parte puede obtener la industria protegida algún aliento. Pero por más que esta parte ya no 'representa más que una fracción de lo que paga el público, en general, no hay todavía en ella más que una cierta porción que sirva de ayuda efectiva. En primer lugar, cuesta tanto conseguir derechos protectores como conseguir subvenciones directas. Así como la compañía postal de navegación del Pacífico y los diversos ferrocarriles se han visto obligados, cuando han querido obtener concesiones de terrenos y autorización para emitir obligaciones, a gastar gruesas sumas para ganarse el favor de los representantes en Washington, y habían de repartir generosamente por las antecámaras de Wáshington, también el coste de obtener el «reconocimiento» del Congreso por su industria en la infancia, de combatir las reducciones que amenazan la ayuda recibida y de (seguir paso a paso todo nuevo proyecto de Arancel, entra como elemento considerable en los gastos. Pero todavía es más importante la pérdida absoluta que resulta de orientar las fuerzas del país hacia industrias tan poco provechosas en sí mismas, que únicamente pueden ser sostenidas mediante subvención. Y a esta pérdida debe añadirse el despilfarro, que parece inseparable de toda protección del Estado; porque es un hecho conocido que, cuanto más dificultades se oponen a la competencia, más tardan las industrias en utilizar los progresos de la maquinaria y de los métodos (1). Gran parte del estímulo que los beneficiados por el Arancel reciban con elevación de los precios, tiene, pues, que consumirse, por lo cual la parte aprovechada para ayudarla es sólo una pequeña fracción de lo que pagan los consumidores. Por tanto, en todos los casos en que se imponen derechos en beneficio de cualquier industria particular, el desaliento de la industria en general tiene que ser mayor que el aliento recibido por una determinada industria. Sin embargo, como el desaliento se extiende ep una superficie inmensa y el fomento se concentra en un área pequeña, el auxilio se advierte más que el desaliento, y las desventajas impuestas a toda la industria no afectan mucho a las pocas industrias subvencionadas.

Pero presentar una ley arancelaria en un Congreso o Parlamento es como arrojar un plátano en una jaula de monos. En cuanto se propone la protección a una industria, todas las in-

(1) Esta disposición queda, naturalmente, muy aumentada por el mayor coste de la maquinaria bajo nuestro Arancel protector, lo cual no sólo aumenta el capital necesario para principiar, sino que convierte en serio problema el desechar constantemente la maquinaria vieja y comprar la nueva que se requiere para mantenerse a la altura de los inventos. Han ocurrido casos en que los fabricantes ingleses, obligados por la competencia a adoptar los últimos progresos, han vendido su maquinaria de desecho para que la compren los Estados Unidos y la usen los americanos protegidos. A consecuencia de un caso como éste, David A. Wells, cuando visitó Europa como comisionado especial de Hacienda, comenzó a dudar de la utilidad de nuestro Arancel para fomentar la industria americana.

dustrias capaces de ser protegidas comienzan a chillar y a reñir por ella. En realidad están obligadas a hacerlo así, porque quedarse fuera del círculo de los protegidos, es necesariamente ser perjudicado. Así, pues, como hemos visto en los Estados Unidos, el resultado es que todas ellas consiguen protección, unas más y otras menos, según el dinero que gastan y la influencia política de que disponen. Ahora bien, todo impuesto que eleve los precios para el fomento de una industria tiene que producir desaliento en las otras industrias en las cuales entran los productos de aquélla. Así, un derecho que eleve el precio de la madera desalienta necesariamente las industrias que usan madera, desde las relacionadas con la construcción de casas y barcos hasta la fabricación de fósforos y mondadientes de madera; un derecho que eleve el precio del hierro desalienta las innumerables industrias en las cuales entra el hierro; un derecho que eleve el precio de la sal desalienta al conservero y al pescador; un derecho que eleve el precio del azúcar desalienta la conserva de frutas, al fabricante de jarabes y de licores, y así sucesivamente. Es, pues, evidente que toda nueva industria que se incluye en la protección daña al fomento de las ya protegidas. Y puesto que el estímulo neto que los beneficiados por el Arancel pueden recibir en conjunto, es mucho menor que la suma de los aumentos de precio necesarios para conseguirlo, es evidente que al punto en que la protección ya no beneficiará a las industrias protegidas, se llegará mucho antes de que todas lo sean. Por ejemplo, supongamos que el número total de las industrias es ciento, de las cuales la mitad son susceptibles de protección. Imaginemos que del coste de la protección vaya una cuarta parte a las industrias protegidas. De este modo, suponiendo la equidad distributiva, tan pronto como veinticinco industrias obtengan protección, ésta podrá beneficiarlas o no, pero, naturalmente, implicará un desaliento considerable para todas las demás.

Utilizo este ejemplo únicamente para demostrar que hay un punto en el cual la protección cesa de beneficiar aun a las industrias que procura fomentar, no que yo crea en la posibilidad de fijar matemáticamente ese punto. Pero que la existencia de ese punto es segura, y que en los Estados Unidos ha sido alcanzado y rebasado, es también cierto. Es decir, nuestro Arancel protector, no solamente es un peso arrojado sobre la industria en general, sino que lo es también sobre las propias industrias que trata de estimular.

Si hay productores que se aprovechan permanentemente de los derechos proteccionistas, es sólo a causa de que están protegidos de otra manera contra la competencia interior y, por consiguiente, el provecho que a ellos llega por razón de las tarifas no lo reciben como productores, sino como monopolizado-res. O dicho de otro modo: los únicos casos en que la protección puede beneficiar a cualquier clase de productores más que temporalmente, son los casos en que no puede fomentar la industria. Porque ni los derechos, ni las subvenciones pueden dar ventajas permanentes en cualquier negocio abierto a la competencia nacional, a causa de la tendencia de los provechos a un común nivel. Los riesgos a que están expuestas las industrias protegidas por los cambios en el Arancel, pueden a veces mantener los beneficios de ellas algo por cima del tipo ordinario; pero esto no representa una ventaja, sino la necesidad del aumento en el seguro, y aunque puede constituir un impuesto sobre los consumidores, no opera en el sentido de extender la industria. Eliminado este elemento de seguro, los provechos en las industrias protegidas sólo pueden mantenerse por cima de los que rinden las no protegidas, si aquéllas gozan de alguna clase de monopolio que las defienda contra la competencia exterior. El primer efecto de un Arancel protector es aumentar los beneficios en la industria protegida. Pero a menos que la industria sea de algún modo protegida contra la afluencia de los competidores que tal aumento de provechos debe atraer, esta afluencia pronto ha de llevar esos provechos al nivel corriente. Un monopolio más o menos completo, que pueda así permitir a ciertos productores retener para sí mismos el aumento de los provechos que, al principio, un Arancel protector produce, puede nacer de la posesión de ventajas de diferentes clases.

Puede provenir, en primer lugar, de la posesión de algunas ventajas naturales especiales. Por ejemplo, las únicas minas de cromo hasta ahora descubiertas en los Estados Unidos pertenecen a una sola familia; esta familia ha sido muy beneficiada por los altos precios que los derechos protectores sobre el cromo han permitido cargar sobre los consumidores nacionales. De igual modo, hasta el descubrimiento de nuevos y ricos depósitos de cobre en Arizona y Montana, los propietarios de las minas de cobre del Lago Superior pudieron repartirse enormes dividendos, a causa de los derechos protectores sobre el cobre, el cual, mientras fue imposible la competencia interior, estaba exento de la única competencia que podía reducir sus provechos y permitía ganar tres o cuatro centavos más por libra en el cobre vendido en los Estados Unidos que en el que enviaban a Europa.

O puede obtenerse un monopolio semejante por la posesión de privilegios exclusivos dados por las patentes de invención. Por ejemplo, el sindicato fundado sobre las patentes para la fabricación del acero, descartando la competencia nacional, ha podido, gracias a los enormes derechos sobre el acero importado, acrecentar los dividendos, y los propietarios de los procedimientos patentados que se utilizan para hacer papel con la madera han sido favorecidos de modo análogo por los derechos sobre la pulpa de madera.

O también puede conseguirse un monopolio análogo por la concentración de un negocio que requiera gran capital y conocimientos especiales, o por la agrupación de productores en «cartels» o «trusts» para limitar la producción nacional y ahogar la competencia interior. Por ejemplo: los derechos protectores sobre la quinina, hasta su abolición en 1879, resultaron en beneficio exclusivo de tres casas, mientras una asociación de propietarios de canteras —la compañía de productores de mármol— ha conseguido impedir toda competencia interior en la produ-ción de mármol y ha podido así retener para sí los mayores beneficios que los derechos protectores sobre el mármol extranjero hacen posible y concentrar grandemente en sus manos el negocio de la industria sobre el mármol.

Pero los mayores beneficios así obtenidos no estimulan en modo alguno la extensión de tales industrias; por el contrario, resultan precisamente de condiciones naturales o artificiales que impiden la difusión de aquéllas. Son, en efecto, no los provechos del capital empleado en la industria, sino los provechos de la propiedad de los elementos naturales, de los derechos de patente, o de la organización y asociación, y aumentan el valor de la propiedad de esos elementos, derechos y combinaciones mo-nopolizadoras, no los rendimientos del capital empleado en la producción. Aunque pueden ir a parar a los individuos o compañías que son productores, no van a éstos como productores; aunque pueden aumentar los ingresos de los capitalistas, no vienen a éstos en virtud del empleo de su capital, sino en virtud de la propiedad de especiales privilegios.

De los monopolios que así se benefician de provechos que erróneamente se supone que van a los productores, los más importantes son aquellos que emanan de la propiedad privada de la tierra. Lo que va al propietario no beneficia    en    lo    más    mínimo

al productor, como puede verse fácilmente.

Los dos factores primeros de la producción, sin los cuales nada puede producirse, son tierra y trabajo. A estos factores esenciales se añade, cuando la producción rebasa sus formas primitivas, un tercer factor: capital, que consiste    en    el    producto de

la tierra y el trabajo (riqueza) utilizado con    el    fin    de    facilitar

la producción de más riqueza. Así los tres factores de la producción, tal como ésta se efectúa en las sociedades civilizadas, son: tierra, trabajo y capital, y desde el momento en que en la civilización moderna la tierra se ha hecho materia de propiedad privada, los resultados de la producción se dividen entre el propietario de la tierra, el propietario del trabajo y el propietario del capital.

Pero entre estos factores de la producción existe una esencial diferencia. La tierra es el factor puramente pasivo; el trabajo y el capital son los factores activos, los factores por cuya aplicación y conforme a cuya aplicación surge la riqueza. Por consiguiente, sólo aquella parte del producto que va al trabajo y al capital constituye la remuneración de los productores y estimula la producción. El propietario de la tierra no es productor en ningún sentido, no añade nada a la suma de las fuerzas productoras, y aquella parte de los resultados de la producción que él recibe por dejar usar los elementos naturales no recompensa y estimula la producción más que podría hacerlo aquella parte de sus cosechas que los salvajes supersticiosos queman ante un ídolo, en acción de gracias por la luz del sol que las ha madurado. No puede haber trabajo hasta que hay un hombre; no existe capital hasta que el hombre trabaja y ahorra; pero la tierra está aquí antes de que viniera el hombre. Para la producción de las mercancías, el trabajador proporciona el humano esfuerzo; el capitalista proporciona los resultados del humano esfuerzo incorporado en forma que les permite ser usados para ayudar a un posterior esfuerzo, pero el propietario de la tierra ¿qué proporciona? ¿La superficie de la tierra? ¿Los latentes poderes del suelo? ¿Los minerales que yacen bajo él? ¿La lluvia? ¿El calor solar? ¿La gravitación? ¿Las afinidades químicas? ¿Qué suministra el propietario de la tierra que entrañe upa cooperación suya al esfuerzo requerido para la producción? La respuesta debe ser: ¡Nada! Y, por consiguiente, lo que el propietario de la tierra extrae de los resultados de la producción no es recompensa de los productores, no estimula la producción, sino que es solamente un tributo que los productores se ven obligados a pagar a uno a quien nuestras leyes permiten atribuirse la propiedad de lo que la Naturaleza proporciona.

Ahora, conservando en el pensamiento estos principios, examinemos los efectos de la protección. Supongamos que Inglaterra hace lo que los propietarios agrícolas ingleses desean con tanto anhelo: adoptar la política proteccionista e imponer altos derechos sobre los cereales. Esto aumentaría el precio de los cereales en Inglaterra, y su primer efecto sería, al par que perjudicaba seriamente a otras industrias, dar mayores beneficios a los agricultores ingleses. Este aumento de provechos causaría una afluencia a los negocios agrícolas, y el aumento de competencia para el uso de la tierra de cultivo, acrecentaría las rentas agrícolas, de manera que el resultado sería que, cuando la industria hubiese readquirido su equilibrio, aunque el pueblo inglés pagaría más por los cereales, los provechos del productor de cereales no serían mucho mayores que los provechos en cualquier otra ocupación. La única clase que obtendría todo el beneficio del au-mepto de precios que el pueblo inglés habría de pagar por su alimento, serían los propietarios de las tierras de cultivo, que no son productores en manera alguna.

La protección no puede aumentar el valor del conjunto de la tierra de un país, como no puede estimular la industria en conjunto, por el contrario, su tendencia es frenar el aumento general del valor de las tierras, frenando la producción de la riqueza; pero al fomentar una particular forma de producción, puede acrecentar ej valor de una particular clase de tierra. Y es instructivo observar esto, porque explica ampliamente el motivo de instar la protección y adonde van los beneficios.

Por ejemplo, los derechos sobre la madera no han sido reclamados y solicitados por los productores de madera —esto es, los hombres empleados en abatir y aserrar los árboles, y que obtienen sus provechos únicamente de este origen— ni han añadido nada a sus provechos. Quienes realmente han maniobrado e intrigado para la imposición y mantenimiento de los derechos so-bre la madera son los propietarios de k>s bosques, y su efecto ha sido aumentar el precio de la «tala», la renta que el productor de madera tiene que pagar al propietario del bosque por el privilegio de cortar los árboles. Cierta clase de especuladores han hecho un negocio de apoderarse de los bosques por los varios procedimientos de «rapiña de tierras», tan pronto como el progreso de la población presagia que ha de hacer valuables aquéllos. Constituyendo intereses compactos y por consiguiente poderosos (por ejemplo, dícese que tres entidades en Detroit poseen el noventa y nueve por ciento de los bosques en el Estado de Michigan), han podido conseguir un derecho sobre la madera que, establecido aparentemente para el fomento de la producción de madera, ha beneficiado realmente tan sólo al acaparador de bosques, que, en vez de ser un productor, es meramente un chantajista de la producción (1).

Así ocurre con otros muchos derechos. El efecto de los derechos sobre el azúcar, por ejemplo, es aumentar el valor de las tierras de azúcar en Luisiana, y nuestro Tratado con las islas Hawai, por el cual el azúcar de esa procedencia es admitido libre de derechos, siendo equivalente, puesto que el azúcar de Hawai no es suficiente para el consumo de los Estados Unidos, al pago de una cuantiosa prima a los plantadores de azúcar en Hawai, ha aumentado enormemente el valor de las tierras azucareras en aquellas islas. Del mismo modo, el derecho sobre el cobre y el mineral de cobre permitió, durante largo tiempo, a las compañías de cobre americano mantener alto el precio del cobre en los Estados Unidos, mientras enviaban cobre a Europa

(1) Cuando después del gran incendio de Chicago se aprobó en el Congreso una ley permitiendo la importación libre de los materiales destinados a la reconstrucción de la ciudad, los dueños de los bosques maderables de Michigan fueron a Washington en tren especial e indujeron a la Comisión a excluir de la ley la madera.

y lo vendían allí a un precio considerablemente más bajo (1). Los beneficios de estos derechos iban a las compañías dedicadas a producir cobre, pero iban a ellas, no como productores de cobre, sino como propietarias de las minas de cobre. Si, como sucede con las mipas de carbón y hierro, hicieran el trabajo empresas mineras que pagasen una renta a los propietarios de la mina, los enormes dividendos irían a los propietarios de la mina y no a las empresas mineras.

Horacio Greeley creía refutar definitivamente la aseveración de que los derechos sobre el hierro enriquecería a unos pocos a expensas de muchos, cuando declaraba que nuestras leyes no dan a nadie un especial privilegio para fabricar hierro, y preguntaba por qué, si el Arancel da tan enormes beneficios a los productores de hierro como los librecambistas dicen, no se ponen estos librecambistas a trabajar y fabrican hierro. En lo que concierne a aquellos productores que no sacan ninguna especial ventaja de las patentes de invención o de ciertas combinaciones, el señor Greeley tenía razón hasta cierto punto: el hecho de que no haya una especial avidez para dedicarse a ese negocio, prueba que los productores de hierro, como tales productores, no obtienen por término medio beneficios superiores a los ordinarios. Y si el hierro pudiera fabricarse con el aire, este hecho demostraría lo que el señor Greeley creía demostrar, aunque no demostraría que la nación no experimenta grandes pérdidas por

(1) Un elocuente ejemplo de cómo la industria americana ha sido fomentada con un derecho que permite a los accio listas de un par de minas de cobre pagar dividendos superiores a un ciento por ciento, es ofrecido por el caso siguiente: hace algunos años llegó a Boston un barco holandés, llevando en su bodega cierta cantidad de cobre con el que su capitán se proponía cambiarle los forros en Boston. Pero al saber que en esta «tierra de libertad» no le sería permitido sacar el cobre de a bordo y emplear mecánicos americanos en la obra, sin pagar un derecho de 25 % sobre el cobre nuevo utilizado, así como un derecho de cuatro centavos por libra sobre el cobre viejo sacado, encontró que era más barato ir en lastre a Halifax a que su barco fuese reparado allí por trabajadores canadienses y regresar a Boston para tomar el cargamento de regreso.

ese derecho. Pero el hierro no puede hacerse cop el aire; puede sólo fabricarse con mineral de hierro. Y aunque la Naturaleza, especialmente en los Estados Unidos, ha suministrado abundantemente el mineral de hierro, no lo ha distribuido con igualdad, sino que lo ha acumulado en grandes depósitos y en determinados sitios. Si me inclinara a tomar el consejo de Horacio Greeley y ponerme a fabricar hierro, por encontrar el precio de éste demasiado alto, tendría que obtener acceso a uno de esos depósitos, y a un depósito suficientemente próximo a otros materiales y a los centros de población. Puedo encontrar muchos depósitos de esos que nadie está utilizando; pero ¿dónde encontraré uno de tales depósitos que pueda utilizar yo de balde?

Las leyes de mi país no me prohíben hacer hierro; pero permiten a algunos individuos que me prohíban hacer uso de las materias naturales con las que únicamente puede fabricarse el hierro, puesto que permiten a esos individuos tomar posesión de los depósitos de mineral que la Naturaleza ha dispuesto para la fabricación de hierro y tratarlos y conservarlos como si ellos fueran de su exclusiva propiedad privada y estuvieran puestos allí por ellos y no por Dios. Por consiguiente, esos depósitos de mineral de hierro son apropiados tan pronto como hay vislumbre de que alguien necesitará utilizarlos, y cuando yo encuentro uno que serviría para mi objeto, encuentro también que pertenece a algún propietario que no me dejaría usarlo hasta que yo le satisfaciese un precio de compra o conviniera en pagarle una renta de tanto por tonelada, casi todo, si no todo, lo que yo podría conseguir por cima de los ordinarios rendimientos del capital al producir el hierro. Así, mientras el derecho que eleva los precios del hierro no puede beneficiar a los productores, beneficia a los perros del hortelano a quienes nuestras leyes permiten reclamar como propiedad suya los depósitos que, millones de años antes de que el hombre apareciese, fueron acumulados por la Naturaleza para el servicio de los millones de seres que un día habían de venir a la tierra, permitiendo a los monopoli-zadores de nuestras minas de hierro establecer pesados gravámenes sobre sus conciudadanos mucho antes de que hubieran podido hacerlo en otras circunstancias (1). Así ocurre con los derechos sobre el carbón. No añaden nada a los beneficios del minero que compra el derecho de sacar el carbón de la tierra, pero permite a un grupo de propietarios de minas de carbón y de ferrocarriles establecer en muchos lugares un chantaje adicional por el uso de los dones de la Naturaleza.

Del motivo y el efecto de muchos de nuestros derechos, son buen ejemplo los de importación establecidos sobre el bórax y el ácido bórico. Nosotros no teníamos derecho sobre el bórax y el ácido bórico (que tienen importantes empleos en muchas ramas de la industria), hasta se descubrió que en el Estado de Nevada la Naturaleza había acumulado un depósito de bórax casi puro para el uso del pueblo de este continente. Este gratuito don del Todopoderoso fue reducido a propiedad privada, conforme a las leyes hechas y prevenidas para tales casos por

(1) La renta pagada por los mineros de hierro por el privilegio de extraer de la tierra el mineral es en muchos casos igual y en algunos mayor que el coste del laboreo de la mina. Las rentas de la compañía Pratt Iron and Coal, de Alabama, dícese que se elevan a 10.000 dólares por acre. En el Inter-Ocean, de Chicago, periódico acérrimamente proteccionista, del 11 de octubre de 1885, encuentro una información de la mina de hierro de Colby en Bessemer, Michigan. Según se dice, esta mina es propiedad de accionistas que la compraron a razón de un dólar y veinticinco centavos por acre. Estos conceden el privilegio de extraer el mineral por un canon de 40 centavos por tonelada a los Colby, quienes lo subarriendan a Morse y Compañía por 52 centavos y medio la tonelada, y éstos a su vez tienen un contrato con el capitán Sellwood para poner el mineral sobre vagón a 87 centavos y medio la tonelada. Sellwood cede este contrato por 12 centavos y medio la tonelada y los subarrendatarios obtienen aún un provecho de dos centavos y medio por tonelada, gracias a que el trabajo lo hacen por medio de excavadoras a vapor. Deduciendo los gastos de transporte, etc., el mineral sale a dos dólares 80 centavos por tonelada en la mina, precio del cual sólo 12 centavos y medio van a los que hacen el trabajo de su producción. El rendimiento de la mina es de 1.200 toneladas diarias, lo cual, según el corresponsal del Inter Ocean, da a los propietarios un beneficio neto de 480 dólares diarios; a los Colby, de 150; a Morse los Estados Unidos; los acaparadores diligeptes pidieron al Congreso (y, por de contado, consiguieron) la imposición de un derecho que hiciera caro artificialmente el bórax y aumentara los beneficios de este monopolio de un elemento natural.

Aunque nuestros manufactureros y otros productores hayan sido fácilmente seducidos por la engañosa promesa de que la protección aumentaría sus beneficios, y hayan empleado su influencia en establecer y conservar los derechos protectores, me inclino a pensar que el interés más decisivo por parte de la protección en los Estados Unidos ha sido el de quienes poseían tierras u otros elementos naturales que esperaban valdrían más por la protección. Porque no han sido solamente los propietarios de minas de carbón, de hierro, bosques o tierras de caña de azúcar, naranja o vino, de yacimientos de sal, de bórax, de cobre, quienes han visto que impidiendo la competencia extranjera se obtendría una demanda más activa y un valor más alto de sus tierras, sino que el mismo sentimiento ha influido en los propie-

y Compañía, de 1.680; al oapitán Sellwood, 90; ya los subarrendatarios que trabajan la mina, de 30; «un beneficio total neto, aparte del provecho que puede haber en el trabajo, de 3.240 dólares diarios». La información termina diciendo: «como el producto doblará por lo menos durante el año próximo, veremos formarse algunas fortunas con Jas minas de Coiby». Nuestros derechos protectores sobre el mineral extranjero contribuyen indudablemente a la formación de estas fortunas; pero, ¿cuánto contribuyen en este casa a fomentar la producción?

En Lebanon County, Pensilvania, hay una colina de mineral de hierro magnético casi puro, que no necesita ni ser arrancado. Es propiedad de los herederos de Coleman, y los ha hecho tan enormemente ricos que algunos los consideran los hombres más ricos de los Estados Unidos. Son productores de hierro, funden su propio mineral y al mismo tiempo propietarios de ferrocarriles y agricultores, poseen y cultivan, por medio de administradores, grandes extensiones de tierra cultivable. Estos, indudablemente, han sido muy beneficiados por los derechos sobre el hierro que nosotros hemos mantenido para la «protección del trabajo americano», fiero este aliento vino a ellos como propietarios de ese cuantioso regalo hecho por la Naturaleza a... los herederos de Mr. Coleman. El yacimiento de mineral de hierro sería trabajado sin la existencia de derecho alguno, y lo fue, creo yo, antes de imponer derechos sobre el hierro.

tarios del suelo urbano y agrario, quienes, comprendiendo que el establecimiento de fábricas o la explotación de minas en sus proximidades daría más valor a sus terrenos, se han mostrado dispuestos a defender una política que tenía por fin declarado el trasladar tales industrias desde otros países al suyo.

Resumamos: solamente al principio un derecho protector puede estimular una industria. Cuando las fuerzas de la producción han tenido tiempo de volver a equilibrarse, los beneficios de las industrias protegidas deben restituirse a su nivel ordinario, a menos que la interposición de obstáculos impida a una industria adquirir mayor extensión, y el impuesto, perdiendo su poder de fomentar por más tiempo, cesa de otorgar ventaja alguna a los productores no protegidos contra la competencia interior. Esta es la situación de la mayor parte de los productores americanos «protegidos». Experimentan el perjuicio general del sistema, sin participar realmente de sus beneficios particulares.

¿Cómo, pues —puede preguntarse—, estos productores que ninguna protección interior apoya son, en general, tan enérgicamente partidarios de un Arancel proteccionista? La verdadera razón se encuentra en las causas de que hablaré después, las cuales predisponen al público para aceptar las ideas proteccionistas. Y aunque son bastante inteligentes para sus intereses individuales, estos productores son tan ciegos como cualquier otra clase, para los intereses sociales. Han oído durante tanto tiempo, y se han acostumbrado tanto a repetirlo, que el librecambio arruinaría la industria americana, que no se les ocurre dudar de ello; y siendo el efecto de los derechos sobre otros muchos productos elevar el coste de sus propias producciones, ven, sin percibir la causa, que si no fuera por estos derechos particulares que los protegen, los productos extranjeros serían vendidos más baratos, y por esto se aferran al sistema. La protección les es necesaria en muchos casos, a causa de la protección de otras industrias. Pero si todo el sistema fuese abolido, es indudable que la industria americana subiría y avanzaría con nuevo vigor.

EFECTOS DE LA PROTECCIÓN SOBRE LA INDUSTRIA AMERICANA

Si en el mundo hay algún país donde los hechos más notorios desmienten terminantemente el supuesto de que la protección es necesaria para el desenvolvimiento y diversificación de las industrias, ese país son los Estados Unidos. Los primeros colonos de América se dedicaron a comerciar con los indígenas, y aquellas industrias extractivas que son siempre más provechosas para una población diseminada, productos de los bosques, del suelo y de las pesquerías, constituyeron sus mercaderías, mientras que al principio hasta los ladrillos y las tejas se importaban de la madre patria. Pero sin protección alguna, y a pesar de las prescripciones inglesas encaminadas a impedir el desarrollo de las manufacturas en las colonias, las industrias, upa tras otra, fueron echando sus raíces, a medida que crecía la población, hasta que en la época de la primera ley arancelaria, en 1789, todas las más importantes manufacturas, incluyendo las del hierro y las textiles, se hallaban sólidamente establecidas. Como hasta este tiempo habían crecido sin Arancel, hubieran seguido creciendo a medida del incremento de la población, auque el Arancel jamás se hubiera establecido.

Pero los americanos que sostienen que la protección es necesaria para la diversificación de las industrias, no solamente igno-

ran la historia de su país durante todo el largo período anterior al primer Arancel, sino que ignoran lo que ha sucedido después de éste y aun lo que está sucediendo ante sus propios ojos.

No necesitamos remontarnos más allá de la formación de la Unión para ver que si fuese verdad que las manufacturas, sin la protección arancelaria, no pueden crecer en los países puevos, las industrias manufactureras de los Estados Unidos estarían hoy confinadas a la estrecha faja de territorio situada en la costa del Atlántico. Filadelfia, Nueva York y Boston eran ciudades de importancia, y las manufacturas tenían fuertes raíces junto al Atlántico, cuando el oeste de Nueva York y el de Pensilvania estaban cubiertos de bosques, cuando Indiana e Illinois eran praderas de búfalos; cuando Detroit y San Luis eran factorías mercantiles, Chicago no existía ni en sueños, y la parte del continente más allá del Mississipí era tan poco conocida como hoy el interior de Africa. En los Estados Unidos, el Este ha tenido sobre el Oeste todas las ventajas que los proteccionistas dicen que hacen imposible a un país nuevo levantar sus industrias manufactureras contra la competencia de un país más viejo, capital más abundante o mayor experiencia y trabajo más barato. Y, sin embargo, sin ningún Arancel protector entre el Oeste y el Este, la industria ha avanzado constantemente hacia el Oeste, siguiendo el movimiento de la población, y continúa avanzando todavía. Este es un hecho que por sí mismo desmiente de un modo decisivo la teoría proteccionista.

La afirmación proteccionista de que las manufacturas han aumentado en los Estados Unidos o causa de los Aranceles protectores, es aún más infundada que la aseveración de que el crecimiento de Nueva York, después de la construcción de cada nuevo teatro, ha obedecido a la construcción de ese teatro. Es lo mismo que si se atara un cubo en la popa de un bote, y se sostuviera que ayuda a marchar al bote, porque éste sigue avanzando. Las industrias han aumentado en los Estados Unidos a causa del crecimiento de la población y del desarrollo del país; no por el Arancel, sino a pesar de éste.

Que los Aranceles proteccionistas han dañado en vez de auxiliar a las industrias americanas lo demuestra el hecho de que nuestras industrias manufactureras son hoy mucho menores de lo que debían ser, dados nuestra población y nuestro desarrollo, mucho menores, relativamente, de lo que eran al comienzo del siglo. Si hubiéramos continuado la política del librecambio, nuestras industrias hubieran crecido con natural audacia y libertad, y ahora no solamente exportaríamos artículos industriales a Méjico y a las Indias Occidentales, a Sudamérica y Australia, como Ohio los exporta a Kansas, Nebraska, Colorado y Dakota, sino que los exportaríamos a la Gran Bretaña, lo mismo que Ohio los exporta hoy a Pensilvania y Nueva York, donde las manufacturas comenzaron antes de que Ohio fuese colonizado. Pero tan pesadamente están gravadas nuestras manufacturas por el Arancel, que aumenta el coste de todas sus materias primas y su maquinaria, que, a pesar de nuestras ventajas naturales y de la inventiva de nuestro pueblo, nuestras ventas están confinadas a nuestro mercado protegido, y no podemos, por ahora, competir con las manufacturas de otros países. A pesar del aumento de derechos con que hemos procurado impedir las importaciones extranjeras y constituir nuestras industrias manufactureras propias, la gran masa de nuestras importaciones actuales está formada por artículos manufacturados, mientras que todas nuestras exportaciones, salvo un corto tanto por ciento, consiste en materias brutas. Aun cuando nosotros importamos ampliamente de comarcas como el Brasil, que casi no tiene industria manufacturera alguna, no les podemos enviar en pago los artículos industriales que necesitan, sino que para pagarles lo que nosotros les compramos, tenemos que enviar materias primas a Europa.

Esta no es la natural condición del comercio. Los Estados Unidos han rebasado ya hace mucho aquel período de desarrollo en que las materias primas constituyen las únicas exportaciones naturales. Tenemos ahora una población de casi 60 millones 2 y consumimos más artículos manufacturados que cualquier otra nación. Poseemos ventajas sin rival para las industrias; nuestros depósitos de carbón sobrepujan mucho en extensión y accesibilidad a los de todo otro país civilizado, al paso que tenemos reservas de petróleo que suministran combustible casi sin trabajo. Además, nosotros somos la primera entre las naciones civilizadas en la invención y en el uso de la maquinaria y en la economía de material y de trabajo. Pero todas estas ventajas están neutralizadas por el muro de protección que hemos levantado a lo largo de nuestras costas.

Porque en todo el tiempo de que yo me acuerdo, la prensa proteccionista há publicado de vez en cuando la noticia de haberse recibido considerables pedidos extranjeros para ésta, aquélla o la otra industria americana, procurando demostrar que la protección estaba, al fin, comenzando a dar los resultados prometidos y que la industria manufacturera americana, tan seguramente resguardada durante su infancia por un Arancel protector, estaba ya próxima a entrar en los mercados del mundo. Los hechos que servían de base a estas felicitaciones eran generalmente verdad, pero las predicciones fundadas en ellos no se han realizado nunca, y mientras nuestra población se ha duplicado, nuestras exportaciones de artículos industriales decaen proporcionalmente. La explicación es ésta. El más alto tipo de salarios que ha subsistido en los Estados Unidos y, consecuentemente, el más alto nivel de inteligencia general, han estimulado la inventiva americana, y nosotros estamos mejorando sin cesar los instrumentos, los procedimientos y los modelos usados en las demás partes. Estas mejoras están determinando continuamente una demanda extranjera de manufacturas americanas que parece prometer un gran aumento. Pero antes de que estos aumentos se efectúen, las mejoras se adoptan en los países donde las manufacturas no están gravadas tan pesadamente por los impuestos sobre la primera materia, y lo que debiera ser una industria peculiarmente americana se traslada a un país extranjero.

Todos los americanos que han visitado Londres conocen, sin duda, frente al palacio del Parlamento, en Westminster, una tienda dedicada a la venta de «Especialidades americanas». Hay en Londres cierto número de tiendas como ésta y pueden, también, encontrarse en todas las ciudades de cualquier importancia de los tres reinos. Estas tiendas deben de vender en conjunto una buena cantidad de instrumentos y utensilios americanos, lo cual explica en parte el hecho de que aún exportemos algunas manufacturas. Pero se engañaría el americano que del número de esas tiendas y del interés mostrado por la gente que está siempre mirando sus escaparates o examinando las mercancías, infiriese que las manufacturas americanas comienzan a ganar terreno en el Viejo Mundo. Estas tiendas son, de hecho, tiendas de curiosidades, lo mismo que las tiendas chinas y japonesas que encontramos en las grandes ciudades americanas. La gente va a ellas para ver las cosas ingeniosas que los americanos han producido. Pero tan pronto como estas tiendas popularizan «una especialidad americana» y nace una considerable demanda de ella, algún industrial inglés comienza a fabricarla o el inventor americano, si posee una patente inglesa, halla más beneficioso utilizarla allí. No teniendo que luchar con las trabas de la protección americana, aquél produce su artículo en la Gran Bretaña más barato que en los Estados Unidos. Y la consecuencia de la introducción de una «especialidad americana» es que, en vez de aumentar su importación de América, concluye con ésta. Y esto esclarece la historia de toda la industria americana. Un artículo tras otro de los que han sido inventados o mejorados en los Estados Unidos parece que no han puesto el pie en los mercados extranjeros sino para perderlo justamente cuando ha sido introducido. Hemos enviado locomotoras a Rusia, armas a Turquía y a Alemania, maquinaria agrícola a Inglaterra, lanchas de vapor para río a China, máquinas de coser a todas las partes del mundo, pero nunca hemos podido conservar el comercio que nuestra inventiva debiera habernos proporcionado.

Pero el efecto de nuestra política protectora puede verse más claramente en la navegación de altura y en una industria en la que estuvimos a la cabeza del mundo.

Hace treinta años, la construcción naval alcanzó en este país tal grado de excelencia que construíamos no sólo para nosotros mismos, sino para otras naciones. Los barcos americanos eran los más veleros y los más resistentes, y por todas partes los fletados más prontamente y a tipos más remuneradores. El tonelaje registrado en los Estados Unidos casi igualaba al de la Gran Bretaña y prometía damos en pocos años la indiscutible supremacía en el océano.

La abolición de los más importantes derechos protectores británicos en 1846, fue seguida, en 1859, por la derogación de las leyes sobre la navegación, y, desde ese instante, no sólo los súbditos británicos pudieron comprar o construir libremente barcos donde les pluguiese, sino que el comercio de cabotaje entre las Islas británicas quedó abierto a los extranjeros. Los proteccionistas ingleses se deshacían en predicciones de la total ruina preparada de este modo al comercio británico. Los yanquis barrerían el océano y los «suecos y noruegos semihambrientos» arrojarían al «lobo de mar inglés, rubicundo, comedor de carne», de sus propios mares y canales.

Mientras una gran nación mercantil abandonaba así la protección, la otra la redoblaba. El estallido de nuestra guerra civil fue la magnífica ocasión para el proteccionismo, y el desinteresado ardor de un pueblo dispuesto a realizar todo sacrificio para impedir el desmembramiento de su patria, fue aprovechado para acumular impuestos proteccionistas sobre él. Los estragos de los cruceros confederados y el alto tipo del seguro para los barcos americanos, que fue su consecuencia, hubieran de todos modos disminuido nuestro comercio de altura; sin embargo, este efecto hubiera sido sólo temporal y, a no ser por nuestra política proteccionista, al final de la guerra hubiéramos reconquistado prontamente nuestro puesto en la industria de transportes del mundo y avanzado hacia la supremacía con más vigor que nunca.

Pero aplastados por una política que impedía a los americanos construir y comprar barcos, nuestro comercio, desde la guerra, se ha encogido constantemente, hasta el punto de que los barcos americanos que, cuando éramos una nación de 25 millones surcaban todos los mares del globo, ahora, cuando tenemos casi 60 millones, se ven raramente sobre las ondas azules. En los docks de Liverpool, dopde en otro tiempo un barco sí y otro no eran americanos, tenéis que buscar entre una selva de mástiles para encontrar uno. En la bahía de San Francisco podréis contar barcos ingleses y barcos ingleses y barcos ingleses antes de encontrar upo americano, al paso que las cinco sextas partes del comercio exterior de Nueva York se hace con pabellón extranjero. En otro tiempo, ningún americano pensaba atravesar el Atlántico en barco que no fuese americano; hoy ninguno piensa ep tomarlo. Son los franceses o los alemanes quienes compiten con los ingleses en llevar americanos a Europa o traerlos. En otro tiempo nuestros barcos fueron los más hermosos del océano. Hoy no existe un transatlántico de primera clase con bandera americana, y si no fuese porque está absolutamente prohibido a los barcos extranjeros el transporte eptre puertos americanos, la construcción naval, en la que un día estuvimos a la cabeza del mundo, sería ahora entre nosotros un arte olvidado. En resolución, hemos perdido enteramente nuestro puesto. Siendo yo un muchacho, pensaba confiadamepte que los barcos de guerra americanos podían vencer en rapidez, cuando no poner fuera de combate a todos los que navegaban, y, en el caso de guerra con una nación mercantil, sabíamos que en todos los mares del globo pulularían veloces corsarios americanos. Hoy, los barcos en que hemos despilfarrado millones son, para la guerra moderna, tan anticuados como las galeras romanas. Comparados con los buques de otras naciones, no sirven ni para el combate ni para la carrera, mientras que para otorgar patentes de corso, Inglaterra, de esos galgos del mar que el transporte de los viajeros y de las mercancías americanas mantiene, posee los bastantes para constituir flotas que hicieran añicos todo barco que se aventurara a salir de un puerto americano.

No me quejo de la insuficiencia de nuestra marina de guerra. El sostenimiento de una armada en tiempo de paz es indigno de la Gran República y del puesto que aspira a ocupar entre las naciones y, en mi sentir, los centenares de millones que durante los últimos veinte años hemos invertido en nuestra marina de guerra han sido tan verdaderamente despilfarrados como lo hubieran sido si nos hubieran procurado buenos barcos. Pero deploro la decadencia de nuestra maestría para la construcción de barcos. Nuestra desgracia no es que carezcamos de marina de guerra, sino que nos-faltan rápidas flotas mercantes, grandes fundiciones y astilleros, ingenieros diestros, marineros y mecánicos, en los cuales, y no en los buques de guerra, consiste el verdadero poder marítimo. Un pueblo por cuyas venas corre la sangre de los Vikings ha sido expulsado del océano por... sí mismo.

Naturalmente, los intereses egoístas que se aprovechan o imaginan aprovecharse de la política que ha expulsado del océano la bandera americana como no hubiera podido hacerlo ningún enemigo extranjero, atribuyen este efecto a cualquier causa menos a la verdadera. Dicen, por ejemplo, que nosotros no podemos competir con otras naciones en el comercio marítimo, porque aquéllas nos aventajan por los salarios bajos y el capital barato, desconociendo el hecho innegable de que cuando la diferencia de salarios e interés en ambos lados del Atlántico era mucho mayor que ahora, nosotros no solamente transportábamos lo nuestro, sino lo de otras naciones, y marchábamos rápidamente a ser los mayores transportadores marítimos. La verdad es que el ser entre nosotros altos los salarios es, en absoluto, una ventaja nuestra, al paso que el capital po sólo puede encontrarse ahora tan barato en Nueva York como en Londres, sino que el capital americano se emplea actualmente en hacer navegar barcos bajo el pabellón extranjero a causa de los tributos que hacen improductivo construir o fletar barcos americanos.

De Tocqueville, hace cincuenta años, se sorprendía de que nueve décimas partes del comercio entre los Estados Unidos y Europa y tres cuartas partes del comercio del Nuevo Mundo con Europa se hiciera en barcos americanos; que estos barcos llenasen los docks de El Havre y de Liverpool, mientras se veía muy pocos barcos ingleses y franceses en Nueva York. Esto, decía, sólo puede explicarse por el hecho de que «los barcos de los Estados Unidos pueden cruzar los mares a tipo más barato que los demás barcos del mundo», pero continuaba:

«Es difícil decir por qué razón los americanos pueden transportar a precio más barato que las otras naciones, y a primera vista, uno se ve inducido a atribuir esta circunstancia a ventajas físicas y naturales, puestas a su alcance; pero esta suposición es errónea. Los barcos americanos cuestan casi tanto como los nuestros; no están mejor construidos y generalmente duran menos tiempo, a la par que la retribución del marinero americano es mayor que la que se paga en los barcos europeos. Opino que la verdadera causa de su superioridad no consiste en superioridades físicas, sino que ha de atribuirse totalmente a sus cualidades morales e intelectuales.

...El marino europeo navega con prudencia; sólo zarpa cuando el tiempo le es favorable; si un imprevisto accidente sobreviene, regresa al puerto; al llegar la noche recoge parte de sus velas, y cuando las olas blanquecinas le anuncian la proximidad de la tierra, modera su marcha y hace observaciones sobre el mar. Pero el americano desdeña estas precauciones y afronta estos peligros. Zarpa aun en medio de las más tempestuosas borrascas; noche y día despliega sus velas al viento; repara sobre la marcha los daños que su barco puede haber sufrido en la tempestad, y cuan-do, finalmente, se aproxima el término de su viaje, vuela hacia la orilla, como si ya divisara el puerto. Los americanos naufragan con frecuencia, pero ningún navegante atraviesa el océano tan rápidamente, y, como atraviesan la misma distancia en menos tiempo, pueden hacerlo a tipo más barato.

No puedo explicar de mejor manera mi opinión que diciendo que el americano pone una especie de heroísmo en su manera de transportar, en la cual no obedece sólo al cálculo de la ganancia, sino a un impulso de su naturaleza.»

Lo que este francés observador describe en un lenguaje algo ampuloso era una superioridad efectiva, una superioridad que correspondía no sólo al marinero, sino a quiepes proyectaban el barco, lo construían y a cuantos tenían relación con él. Y lo que les daba esa superioridad no era que hubiese en la naturaleza del americano algo distinto de lo que hay en la naturaleza del resto de los humanos, sipo que los salarios más altos, el más alto nivel de bienestar que de aquéllos resultaba y las mejores oportunidades desarrollaban una mayor capacidad para adaptar los medios a los fines. En una palabra, el secreto de nuestro triunfo en el océano (como de todos nuestros triunfos) estribaba en las propias cosas que, según los expositores del proteccionismo, ahora nos barren del océano (1).

(1) A modo de consuelo por la manera en que el proteccionismo ha expulsado del Océano a los barcos americanos, el profesor Thompson (Political Economy, pág. 216), dice:

«Si no hubiera otra razón para la política que trata de reducir el comercio extranjero al mínimum, la encontraríamos suficiente en sus efectos sobre el material humano que emplean. Bentham pensaba que el peor uso posible de un hombre era colgarlo; peor todavía es hacer de él un simple marinero. La vida y el carácter varonil del marinero han sido tan ponderados en poesía y en prosa, y las excelencias efectivas de algunos individuos de esta profesión han sido tan preeminentes, que olvidamos lo que la masa de esta clase de hombres es y qué representantes de nuestra civilización y cristiandad enviamos a todos los países en la persona de los ocupantes del castillo de proa.»

Hay algo de verdad en esto, pero es debido al proteccionismo en su

Otras veces se dice que la sustitución de las velas por el vapor y de la madera por el hierro es lo que ha hecho decaer la marina americana. Esto no explica mejor la decadencia de la marina americana que la sustitución del mastelero simple por el mastelero doble. Los vapores de río se desarrollaron primero aquí; fue un barco de vapor americano el primero que cruzó desde América a Liverpool, y hace treinta años los barcos americanos hacían las travesías famosas. La misma habilidad, la misma energía, la misma facilidad para adaptar los medios a los fines que permitió a nuestros mecánicos construir barcos de madera les permitiría continuar construyendo barcos, cualquiera que fuese el cambio de material. Con el librecambio, no solamente marcharíamos a tono con el cambio de la madera por el hierro, sino que lo dirigiríamos. Lo haríamos, aunque no se produjera ni una

más amplio sentido. No hay razón alguna en la naturaleza de su vocación por la cual el marinero no deba estar tan bien alimentado, tan bien pagado y tan bien tratado, y no sea tan inteligente y tan digno como cualquier otro operario. Si no lo es, débese en principio a la paternal ingerencia de las leyes marítimas en las relaciones entre patronos y obreros. La ley no hace obligatorios específicamente los contratos para los servicios en tierra firme, y para cualquier incumplimiento del contrato por parte del obrero, el patrono no tiene más que un recurso civil. Este no puede restringir la libertad del obrero, compelerle con violencia o dureza o, si abandona el trabajo, recurrir a la ley para obligarle, y, por esto, las relaciones personales entre el patrono y el obrero se dejan al libre juego de los intereses recíprocos. Para los servicios que requieren vigilancia y sobriedad, y en los que resultarían grandes pérdidas o daños de una imprevista negativa a trabajar, el patrono necesita atender al carácter de los hombres que emplea y debe pagarlos y tratarlos de manera que no haya el peligro de que aquéllos deseen abandonarle. Pero lo que en la tierra se deja al principio, regulador por sí mismo, de la libertad, tratándose de servicios desempeñados sobre los buques, se intenta regularlo con el paternal principio del proteccionismo. Aquí la ley trata de compeler al especifico cumplimiento de los contratos, y no sólo da al patrono o a su representante el derecho de limitar la libertad personal de su obrero y obligarle con violencia y dureza al desempeño de los servicios a que se ha comprometido, sino que, si el obrero deja el barco, puede aquél invocar la ley para detenerlo, encarcelarlo, y obligarle a someterse. El resultado ha sido, de un lado, destruir todo estímulo para un trato adecuado por parte de los propietarios y fletadores de barcos a la tripulación y, por otro, degradar el carácter de los marineros.

libra de hierro en todo el continente. En los gloriosos días de los constructores de barcos americanos, Donald McKay, de Boston, y William H. Webb, de Nueva York, para sus veleros de blancas alas, sacaban los materiales de bosques que prácticamente estaban casi tan lejos de aquellas ciudades como éstas se hallan de Clyde, de Humber o del Támesis. Si nuestros constructores de barcos hubieran sido tan libres como sus competidores ingleses para adquirir los materiales donde los hubieran podido comprar mejores y más baratos, habrían podido construir tan fácilmente barcos con hierro traído de Inglaterra, como los construyeron con las maderas curvadas de la Florida, con los tablones del Maine y de la Carolina del Norte y con mástiles del Oregon. Irlanda no produce ni hierro ni carbón, pero Belfast ha llegado a ser renombrado por la construcción de barcos de hierro, y éste puede ser transportado a través del Atlántico casi tan barato como a través del mar de Irlanda.

Se ha reclutado frecuentemente las tripulaciones por un sistema de requisa o secuestro llamado en la gerga de las costas «sbaqghaing», por el cual los hombres son llevados a los barcos borrachos o por la fuerza, dándoles anticipadamente parte de sus salarios o una suma llamada «precio de sangre» que el poder de retener a los hombres sobre el barco y obligarles a trabajar permite a los navieros entregarles sin peligro. La autoridad que se ha de dar a un capitán de barco, de cuya pericia y cordura depende la seguridad de todos a bordo es, necesariamente, despótica; pero mientras el abuso de esta autoridad, bajo un sistema que permite a un capitán brutal reclutar su tripulación con tanta o casi tanta facilidad como la reclutaría un capitán humanitario, es poco refrenado por su propio interés, resulta estimulado por la degradación que tal sistema produce inevitablemente en el carácter de las tripulaciones. Varias tentativas se han hecho para remediar este estado de cosas, pero nada será eficaz si no se va a la raíz de la dificultad y no se deja al marinero, cualesquiera que sean los contratos que haya firmado y los anticipos que se le hayan hecho, tan libre para abandonar el barco como lo es cualquier operario en la costa para dejar su ocupación. Teóricamente, la ley puede garantir, los derechos de una de las; partes contratantes tan bien como los de la otra, pero, prácticamente, el hombre pobre y sin influencia está siempre en inferioridad para apelar a la ley. Este es un defecto inherente a todas las formas del proteccionismo, desde la Monarquía absoluta hasta los aranceles protectores.

Pero lejos de haber sido necesario traer hierro de Inglaterra, nuestros depósitos de hierro y carbón son más amplios, mejores y más fácilmente explotables que los de la Gran Bretaña, y antes de la Revolución nosotros exportábamos hierro a aquel país. La ventaja que Inglaterra tiene sobre nosotros es, sencillamente, que ha abandonado el represivo sistema de la protección mientras que nosotros lo hemos acrecentado. Esta diferente política, al paso que ha capacitado al productor británico para aprovecharse de las ventajas de todo el mundo, ha entorpecido al productor americano y lo ha reducido al mercado de su propio país. Los minerales de España y Africa que, para ciertas aplicaciones, necesitamos mezclar con nuestros minerales, han sido gravados con fuertes derechos; un alto derecho ha permitido a una asociación de fabricantes de acero someter el acero a precios de monopolio; un alto derecho sobre el cobre ha permitido a otra asociación dar altos precios al cobre americano en el mercado interior, mientras que lo eroortamos a la Gran Bretaña a bajo precio; y para auxiliar a una única fábrica de lona para los barcos, hasta el mismo pabellón de un barco americano ha sido sometido a un impuesto de 150 por 100. Desde la sobrequilla al palo mayor, desde el alambre de sus obenques hasta el latón de la guindola, todo lo necesario para construir, para equipar o aprovisionar un barco ha sido gravado con duros tributos. Hasta cuando tiene que ser reparado en el extranjero debe pagar impuesto por el material empleado cuando vuelve al país. Así, la protección ha estrangulado una industria en la cual, con el librecambio, estaríamos aún a la cabeza del mundo. Y el perjuicio que nos hemos hecho a nosotros mismos ha sido, en cierto grado al menos, un perjuicio para la humanidad. ¿Quién duda que los transatlánticos serían hoy más rápidos y mejores si los constructores americanos hubieran podido competir libremente con los constructores ingleses?

Aun cuando nuestras leyes marítimas, que prohíben el transporte de una libra de carga o de un solo pasajero desde un puerto americano a otro puerto americano sobre un barco que no sea de construcción americana, obscurezcan los efectos de la protección en nuestro comercio de cabotaje, estos efectos se sienten lo mismo que en nuestro comercio de altura. El aumento de coste en la construcción y fletamento de los barcos ha obrado, especialmente en los de vapor, deteniendo el crecimiento de nuestro comercio de cabotaje y paralizando con altos fletes el desarrollo de otras industrias. Y la manera como la restricción fortalece el monopolio, se ve el efecto de la protección sobre nuestro comercio de cabotaje, que ha sido facilitar las extorsiones de los sindicatos de ferrocarriles. Por ejemplo, la compañía del ferrocarril del Pacífico ha pagado durante años a la compañía de navegación del Pacífico 85.000 dólares mensuales por mantener altos los precios de pasaje y de flete entre Nueva York y San Francisco. A este sindicato de ferrocarriles le hubiera sido imposible impedir la competencia si el comercio en el Atlántico y el Pacífico hubiera estado abierto a los buques extranjeros.

LA PROTECCIÓN Y LOS SALARIOS

Hemos visto suficientemente el efecto del proteccionismo sobre la. producción de riqueza. Investiguemos ahora su efecto sobre los salarios. Este es un problema de distribución de la riqueza.

Las discusiones sobre la cuestión arancelaria van rara vez más allá del punto a que ahora hemos llegado, porque, aim cuando se habla mucho, por lo menos en los Estados Unidos, del efecto de la protección sobre los salarios, es haciendo deducciones de lo que se afirma acerca de sus efectos sobre la producción de la riqueza. Sus defensores alegan que la protección eleva los salarios; pero siempre que intentan probarlo, es únicamente arguyendo, como hemos visto, que la protección aumenta la prosperidad de un país en conjunto, de lo cual infieren que debe aumentar los salarios. O cuando el aserto de que la producción eleva los salarios es establecido en forma negativa (procedimiento favorito de los proteccionistas americanos) y afirman que la protección impide a los salarios caer en el bajo tipo de otros países, y esta afirmación está siempre fundada sobre la hipótesis de que la protección es necesaria para que la producción prosiga con salarios altos, y que, si fuera suprimida, la producción decaería a causa de que los productores extranjeros venderían a

más bajo precio que los productores nacionales, por lo cual los salarios tendrían también que decaer (1).

Pero aunque ya hemos destruido totalmente la base de ese argumento, examinaremos (puesto que ésta es la parte más importante del problema) directa e independientemente, la alegación de que el proteccionismo eleva (o sostiene) los salarios.

Por más que el problema de los salarios es primordialmente un problema de distribución de riqueza, ningún escritor proteccionista, que yo sepa, se aventura a tratar el asunto de ese modo, y los librecambistas, generalmente, se detienen donde los proteccionistas se paran, arguyendo que la protección disminuye la producción de riqueza y (cuando tratan del problema de los salarios) infiriendo de allí que la protección debe reducir los salarios. Para fines de discusión, esto es lógicamente bastante, puesto que siendo el libre cambio el comercio natural, el deber de probar corresponde a aquellos que desean restringirlo. Pero como mi propósito es más que el de una discusión, no puedo contentarme simplemente con demostrar la sinrazón de los argumentos proteccionistas. Una proposición verdadera puede estar fundada

(1) He aquí, por ejemplo, tomado de la New-York Tribune, durante la última campaña para la elección de presidente (1884), una muestra de los sencillos argumentos en favor de la protección que se utilizan en tiempos de elecciones para el uso de «los inteligentes y bien remunerados trabajadores americanos» :

«Todos los trabajadores saben que el trabajo en otros países no está tan bien pagado como aquí. Pero esta diferencia no podría existir si los productos del trabajo pagados con 50 centavos en Inglaterra, Alemania o Canadá pudieran ser vendidos libremente en nuestro mercado, en vez de los productos del jomal de un dólar que rige aquí. Por lo tanto, este país obliga a los patronos del trabajo de 50 centavos a pagar un derecho por el privilegio de vender en este mercado sus mercancías. Este derecho se llama Arancel. Si éste es bastante alto para compensar la diferencia en el tipo de los salarios, de manera que el trabajo en este país no pueda ser degradado hasta el nivel en que se halla un trabajo semejante en otros países, se llama Arancel protector. Semejante Arancel es la defensa de la industria americana contra la directa competencia del trabajo mal pagado de otros pueblos.» en un mal argumento, y para satisfacernos enteramente acerca del efecto de la protección, debemos indagar su influencia sobre la distribución tanto como sobre la producción de riqueza. El error proviene frecuentemente de suponer que lo que perjudica o beneficia al conjunto debe afectar de igual manera a todas sus partes. Las causas que aumentan o disminuyen la suma de riqueza producen frecuentemente el efecto contrario sobre las clases y los individuos. La sustitución de las cenizas de algas por la sal para la obtención de la sosa, aumentó la producción de la riqueza en Inglaterra, pero disminuyó las rentas de muchos propietarios territoriales escoceses. La introducción de los ferrocarriles, a pesar de que aumentó mucho el conjunto de la riqueza, arruinó los negocios de muchas pequeñas ciudades. De las guerras, por muy destructoras de la riqueza nacional que sean, salen grandes fortunas. Los incendios, los naufragios y las hambres, aunque sean desastrosos para la comunidad, pueden resultar provechosos a algunos individuos, y el que tiene un contrato que cumplir o ha jugado a la baja en los fondos públicos puede enriquecerse en los malos tiempos.

Sin embargo, puesto que, en todos los países, quienes viven de su trabajo constituyen la mayoría del pueblo, hay upa gran probabilidad de que, sean quienes fueren los que resulten beneficiados, todo lo que reduce la renta total de la colectividad debe ser nocivo para los trabajadores. Pero como no quiero dejar nada para las suposiciones, por fundadas que sean, examinaré directamente el efecto de los Aranceles proteccionistas sobre los salarios.

Todo lo que afecta a la producción de la riqueza puede al mismo tiempo afectar a su distribución. También es posible que el aumento o disminución en la producción de riqueza pueda, en ciertas circunstancias, alterar las proporciones de la distribución. Pero es sólo el primero de estos problemas el que hemos de examinar ahora, puesto que el segundo rebasa los límites del problema arancelario, y si llega a ser necesario estudiarlo, no lo haremos hasta después de que estemos convencidos de los efectos del proteccionismo.

El comercio, según hemos dicho, es un modo de producción, y el efecto de las restricciones arancelarias sobre el comercio, es perjudicar la producción de riqueza. Pero los Aranceles proteccionistas también actúan alterando la distribución de la riqueza al imponer altos precios a algunos ciudadanos y proporcionar extrabeneficios a otros. Esta alteración de la distribución en su favor es el motivo que les impele a procurar activamente la im--fjosición de derechos protectores y a advertir a los trabajadores las espantosas calamidades que sobrevendrían a éstos si se abolieran tales derechos. Pero ¿de qué modo pueden los Aranceles proteccionistas afectar a la distribución de la riqueza en favor del trabajo? El objetivo inmediato y el efecto de los Aranceles proteccionistas es elevar el precio de las mercancías; pero los hombres que trabajan no son vendedores de mercancías, son vendedores de trabajo. Venden trabajo con el propósito de comprar mercancías; ¿cómo puede beneficiarles el aumento de valor en estas mercancías?

Hablo de precio conforme a la costumbre de comparar otros valores con el del dinero. Pero el dinero es sólo un medio de cambio y la medida del valor comparativo de otras cosas. El dinero mismo aumenta o disminuye en valor cuando se le compara con otras cosas, variando de tiempo a tiempo y de lugar a lugar. En realidad, la única verdadera y final medida de los valores es el trabajo, siendo el valor efectivo de cualquier cosa la suma de trabajo que se pide en cambio de ella. Para hablar con exactitud, por consiguiente, el efecto de un Arancel proteccionista es aumentar la suma de trabajo por el cual se cambiarán ciertas mercancías. Por tanto, reduce el valor del trabajo exactamente en la medida en que aumenta el valor de la mercancía.

Supongamos un Arancel que impidiera la inmigración de trabajadores, pero que no opusiese obstáculo ninguno a la importación de mercancías. Aquellos que tienen mercancías que vender ¿estimarían que tal Arancel les beneficiaba? Y, sin embargo, decir esto sería tan racional como decir que un Arancel sobre las mercancías es en beneficio de aquellos que tienen trabajo que vender.

No es verdad que los productos del trabajo barato expulsen los productos del trabajo mejor pagado de ningún mercado en el cual puedan ser vendidos libremente, puesto que, como hemos visto ya, el trabajo barato no significa baratura en la producción, y es el coste de producción relativo, no el absoluto, lo que determina los cambios. Y no tenemos sino que mirar en tomo para ver que aun en la misma ocupación, los salarios pagados por aquellos productos que pueden ser vendidos libremente, son por lo común más altos en las grandes ciudades que en las pequeñas aldeas, en unos distritos que en otros.

Verdad es que hay una tendencia constante de todos los salarios hacia un común nivel y que esta propensión nace de la competencia. Pero esta competencia po es la de los mercados de artículos, sino la competencia de los mercados de trabajo. Las diferencias entre los salarios pagados por la producción de artículos que se venden libremente en los mismos mercados no pueden nacer de restricciones puestas a la competencia de las mercancías vendidas, sino que pace manifiestamente de obstáculos a la competencia de los trabajadores para buscar empleo. En la medida en que la competencia de trabajo varía entre ocupación y ocupación o entre lugar y lugar, varían los salarios. Siendo el coste de la vida mayor en las grandes ciudades que en las aldeas, los más altos salarios de las unas no son más atrayentes que los bajos salarios en las otras, al paso que los diferentes tipos de salarios en diversos distritos se conservan, evidentemente gracias a la inercia y a las fricciones que retardan la corriente de población, o a causas físicas o sociales que producen diferencias en la intensidad de la competencia en el mercado de trabajo.

La tendencia de los salarios hacia un nivel común es rápida en la misma ocupación, porque la transferencia de trabajo es fácil. En un mismo lugar, en los salarios de la misma industria no puede haber diferencias como las que pueden existir entre diferentes industrias, puesto que el trabajo en la misma industria puede transferirse de patrono a patrono con mucha menos dificultad de la que implica un cambio de profesión. Hay tiempos en los que vemos a un patrono reducir los salarios y a otro seguir su ejemplo, pero esto ocurre demasiado rápidamente para ser causado por la competencia de las mercancías en el mercado. Eso ocurre en los tiempos en que hay una gran competencia en el mercado de trabajo y las mismas circunstancias que permiten a un patrono reducir los salarios permiten a otros proceder de igual manera. Si la competencia de los artículos en el mercado fuera la que lleva los salarios a un nivel, éstos no podrían ser elevados en un establecimiento o en una localidad sin que al mismo tiempo se elevaran en otros que abastecen el mismo mercado, mientras que, en los tiempos en que los salarios suben, vemos que los trabajadores en un establecimiento o en una localidad piden primero un aumento y si éstos triunfan, los trabajadores de otros establecimientos o localidades siguen su ejemplo.

Si pasamos ahora a una comparación de profesiones con profesiones, veremos que, aun cuando hay una tendencia hacia un nivel común, que mantiene entre los salarios de diferentes profesiones cierta relación, existe, en el mismo tiempo y lugar, gran diferencia de salarios. Estas diferencias no son incompatibles con aquella tendencia; por el contrario, son debidas a ella, exactamente como la ascensión de un globo y la caída de una piedra, son ejemplos de la misma ley física. Mientras que la competencia del mercado de trabajo tiende a llevar a un nivel común los salarios de todas las profesiones, hay entre las profesiones diferencias (que pueden agruparse en diferencias de atractivo y diferencias en la dificultad de acceso) que frenan en varios grados la competencia de trabajo y producen diferentes tipos relativos de salario. Aunque estas diferencias existen, los salarios en distintas ocupaciones están en cierta relación los unos con los otros, por la tendencia al común nivel; de manera que la reducción de los salarios en un empleo tiende a reducirlos en los otros, no por la competencia de los artículos en el mercado, sino por la competencia del trabajo en ese mercado. Así los ebanistas, por ejemplo, no podrían ganar durante mucho tiempo dos dólares donde los trabajadores en otras profesiones, que se aprendieran y practicaran con igual facilidad, ganaran solamente uno, puesto que los superiores salarios atraerían trabajo a la ebanistería, aumentando la competencia y disminuyendo los salarios. Pero si los ebanistas poseyesen una unión bastante fuerte para limitar estrictamente el número de los trabajadores nuevos que pudieran dedicarse a su profesión, ¿no es claro que podrían continuar ganando dos dólares, mientras en otros trabajos semejantes se ganara sólo uno? En la práctica, los Trades-Unions, frenando la competencia de trabajo, han elevado considerablemente los salarios en muchas ocupaciones, y hasta han producido diferencias entre los obreros de la misma profesión sindicados y los no sindicados. Y lo que limita la posibilidad de elevar de este modo los salarios es, notoriamente, no la libre venta de las mercancías, sino la dificultad de restringir la competencia de trabajo.

¿No demuestran estos hechos que lo que tienen que temer los trabajadores americanos no es que en nuestros mercados se ve.nda los productos del «trabajo extranjero barato», sino la transferencia de este mismo trabajo a nuestro mercado de brazos? En las condiciones existentes en la mayor parte del mundo civilizado, el salario mínimo está determinado por lo que llaman los economistas el «pivel del bienestar», es decir, cuanto más mísera es la vida a que están habituados los trabajadores, más bajos son sus salarios y mayor la posibilidad de obligarlos a bajar en cualquier mercado de trabajo en que aquéllos ingresen. Siendo esto así, ¿qué diremos de esa especie de «protección a los traba-jadores americanos» que, al par que impone derechos sobre las mercancías con la pretensión de que son contra el «trabajo pobre», admite libremente al propio «trabajador pobre»? La importación de productos de trabajo pobre es una cosa muy diferente de la importación del trabajo barato. El efecto de la una es sobre la producción de riqueza, aumentando la suma total que ha de ser distribuida; el efecto de la otra es sobre la distribución de la riqueza, disminuyendo la porción que debe ir a las clases trabajadoras. Permitiríamos la libre circulación de las mercancías chinas sin que afectara en lo más mínimo a los salarios; pero, bajo nuestras condiciones actuales, la libre inmigración de los trabajadores chinos disminuiría los salarios.

Imaginemos, en las condiciones generales de la civilización moderna, un país de salarios altos relativamente y otro de salarios relativamente bajos. Supongamos situados estos países uno junto a otro y separados solamente por un muro que permita la libre transmisión de mercancías, pero infranqueable para los seres humanos. ¿Podemos suponer, como la teoría proteccionista arguye, que el país de los altos salarios no haría más que importar y el de salarios bajos exportar, hasta que la demanda de trabajo fuera tan disminuida en el primero que los salarios descendiesen al nivel de los del segundo? Para esto sería menester suponer que el país primero seguiría enviando sus mercancías a través de aquel muro sin obtener nada en retomo. Es evidente que un país no exportaría más de lo que obtuviera en cambio, y que el otro país no podría importar más de lo que diera en retomo. Lo que acontecería entre los dos países sería el cambio de sus respectivas producciones y, como indicamos previamente, que las mercancías que viajaran en uno y otro sentido en este cambio serían determinadas, no por la diferencia entre los salarios en ambas comarcas, ni tampoco por las diferencias entre el coste de producción en ellas, sipo por las diferencias dentro de cada país en el coste proporcional de producción de las diferentes cosas. Este cambio de mercancías produciría mutuos beneficios a ambos países, aumentando la suma total de las de cada uno; pero cualesquiera que fuesen las proporciones a que ese cambio llegara, ¿cómo podría perjudicar la demanda de trabajo o influir en la reducción de los salarios?

Ahora, mudemos el supuesto e imaginemos entre los dos países una barrera tal que impidiese el paso de las mercancías y permitiera el libre tránsito de los hombres. Ningún artículo producido por el trabajo mal pagado de un país, podría en este caso ser transmitido al otro; pero, ¿impediría esto la reducción de los salarios? Manifiestamente, no. Los patronos en el país de salarios altos podrían obtener trabajadores dispuestos a trabajar por menos, lo cual haría bajar rápidamente los salarios.

Lo que, de este modo, podemos ver con la ayuda de la imaginación concuerda con lo que vemos en la realidad. A pesar de los altos derechos que contienen la entrada de mercancías con el pretexto de proteger el trabajo americano, los trabajadores americanos de todos los oficios se ven obligados a unirse para protegerse a sí mismos, disminuyendo la competencia en el mercado de trabajo. Nuestro Arancel protector sobre la mercancía eleva los precios de la mercancía, pero lo que ha elevado los salarios ha sido realizado por los Trades Unions y por los Caballeros del Trabajo. Destruid estas organizaciones y ¿que haría el Arancel para impedir que se abatiesen los salarios en todas las profesiones ahora organizadas?

Un sistema realmente encaminado a la protección de los trabajadores contra la competencia del trabajo barato, no prohibiría meramente la importación de trabajo barato en cualesquiera condiciones contratado, sino que prohibiría la venida de todo trabajador que no contase con los suficientes recursos para sustraerse a la necesidad de competir por los salarios, o que no diera garantías de inscribirse en alguna organización obrera y cumplir sus reglas. Y si bajo este régimen se impusieran cualesquiera derechos a las mercancías, serían impuestos preferentemente a las mercancías que pueden ser producidas por pequeño capital, no a aquellas que requieren capital amplio, es decir, el esfuerzo se encaminaría a proteger las industrias a que los trabajadores pueden dedicarse fácilmente por su propia cuenta, mejor que a aquellas en las cuales el simple trabajador no puede esperar nunca a llegar a ser su propio patrono.

Nuestro Arancel, como todos los Aranceles proteccionistas, no se propone nada de esto. Ampara al patrono productor contra la competencia, pero de ninguna manera procura disminuir la competepcia entre aquellos que tienen que vender su trabajo; y las industrias que trata de proteger son aquellas en las cuales el simple trabajador o aun el trabajador con pequeño capital no puede esperar nada, aquellas que no pueden funcionar sin grandes establecimientos, maquinaria costosa, grandes capitales, o la propiedad de elementos naturales que alcanzan subido precio.

Es notorio que el fin de la protección es disminuir la competencia en la venta de mercancías, no en la venta de trabajo. En ningún caso, salvo en los singulares y excepcionales casos de que hablaré después, un Arancel sobre las mercancías puede beneficiar a quienes tienen en venta trabajo, no mercancías. Ni hay en nuestro Arancel precepto alguno que aspire a obligar a los patronos, así beneficiados, a compartir sus beneficios con sus trabajadores. Mientras da a estos patronos protección en el mercado de cosas, les deja el librecambio en el mercado de trabajo, y los trabajadores, para cualquier protección que necesiten, tienen que organizarse.

No digo que ningún Arancel pueda elevar los salarios. Consigno simplemente que en nuestro Arancel protector no hay ningún intento, por ineficaz que sea, de hacer esto; que el fin único y el espíritu del proteccionismo no es la protección de los vendedores de trabajo, sino la protección de los compradores de trabajo, no la conservación de los salarios, sino la subsistencia de los beneficios. Las mismas clases que declaran su afán de proteger el trabajo americano elevando el precio de lo que ellas mismas tienen para vender, notoriamente compran el trabajo tan barato como pueden y se oponen fogosamente a toda organización de los trabajadores para elevar los salarios. El grito de «protección para el trabajo americano» resuena más clamorosamente en los periódicos proscritos por el sindicato de impresores; en los dueños del carbón y el hierro quienes, importando en masa «trabajo pobre», han combatido sañudamente todo esfuerzo de sus trabajadores por obtener algo que se pareciera a salarios decentes; y de los propietarios de fábricas que se arrogan el derecho de imponer a sus hombres lo que han de votar. El espíritu de la protección es contra los derechos del trabajo.

Esto es tan evidente, que apenas requiere ejemplos, pero hay un caso en que se ve tan claro, que me tienta a referirlo.

Hay una clase de trabajo en la que el capital no tiene superioridad y del cual, desde la remota antigüedad, se ha entendido que redundaba en grandeza y gloria verdadera de un país: el trabajo intelectual, un género de trabajo fatigoso en sí mismo, que requiere larga preparación y, en la mayoría de los casos, extremadamente parvo en sus rendimientos pecuniarios. ¿Qué protección han dado a esta clase de trabajo las mayorías proteccionistas, tanto tiempo omnipotentes en el Congreso? Mientras el editor americano de libros, el patrono capitalista que los lanza al mercado, ha sido protegido solícitamente contra la competencia de los editores extranjeros, el autor americano, no solamente no ha sido protegido contra la competencia de los autores extranjeros, sino que ha sido expuesto a la competencia de un trabajo por el cual nadie tenía que pagar nada. Aquél nunca ha pedido otra protección que la derivada de la usual justicia, pero aun ésta le ha sido rehusada. Los libros hechos en el extranjero han sido gravados con altos derechos protectores; en las oficinas de Correos se mantiene un ejército de funcionarios de Aduanas, y un americano no puede ni aun aceptar un libro que cualquier amigo le envíe regalado desde el extranjero, sin pagar por él un impuesto (1). Pero esto no es para proteger al autor americano, que en cuanto autor es un simple trabajador, sino para proteger al impresor americano, que es un capitalista. Y este capitalista, tan cuidadosamente protegido en todo lo que vende, ha podido obligar al autor americano a soportar la competencia del trabajo robado. El Congreso, que, año tras año, ha conservado un duro Arancel, con el hipócrita pretexto de proteger el trabajo americano, ha rehusado constantemente la elemental justicia de acceder a un tratado internacional de propiedad intelectual, que impidiera a los impresores americanos robar el trabajo de los autores extranjeros y permitiese a los autores americanos, no sólo situarse en el igual plano que los autores extranjeros en el mercado nacional, sino obtener que les pagasen sus libros cuando los reimprimiesen en países extranjeros. Este tratado internacional, aun cuando lo exigían los dictados del honor, de la moral y de una política patriótica, siempre ha sido rechazado por los intereses proteccionistas (2). ¿Puede demostrarse de algún otro modo más claro que el verdadero motivo de la protección es siempre el provecho del patrono capitalista y nunca el beneficio del trabajo?

¿Qué se pensaría de un diputado que propusiera como una

(1) Aunque todos los años se recauda en los Estados Unidos una gran cantidad para enviar Biblias a los infieles de países extranjeros, imponemos, para la protección del «fabricante de Biblias» nacional, un pesado impuesto sobre la importación de Biblias en nuestro país. Recientemente, el contrabando de Biblias a través de la frontera Norte suscitó quejas que han instigado indudablemente a los funcionarios de Aduanas a recrudecer su vigilancia, puesto que, según nota oficial, el sábado 6 de febrero de 1886, a las doce de la mañana, fueron vendidos en subasta pública, frente a la Aduana, en Detroit, los siguientes objetos decomisados por violación de las leyes fiscales de Jos Estados Unidos: un juego de alhajas de plata, tres botellas de aguardiente, siete yardas de astracán, un macasar de seda, siete libros, un chal, un gabán de piel de foca, cuatro rosarios, una camisa de lana, dos pares de mitones, un par de medias, una botella d'e ginebra y una Biblia.

(2) Debe exceptuarse a Horacio Greeley, el cual, aun siendo proteccionista, defendió el Tratado Internacional sobre Propiedad Intelectual.

«medida en pro de los obreros» dividir el sobrante del Tesoro entre dos o tres Compañías de ferrocarriles y que arguyese seriamente que esto se hacía para eleva? los salarios en todas las profesiones, puesto que los reyes de ferrocarril, al encontrarse más ricos, aumentarían en consecuencia los salarios de sus empleados; que esto aumentaría los salarios en todos los ferrocarriles y a la vez produciría el aumento en los de todas las profesiones? Y, sin embargo, la afirmación de que los derechos proteccionistas sobre las mercancías elevan los salarios entraña esos supuestos.

Se alega que la protección eleva los salarios del trabajo, es decir, de todos los trabajadores. No se limitan a decir que sube los salarios en las industrias especialmente protegidas por el Arancel. Esto sería confesar que los beneficios de la protección se distribuyen con parcialidad, cosa que sus defensores niegan siempre con ahínco. Los proteccionistas siempre suponen que los beneficios de la protección se experimentan en todas las industrias y aun presentan los salarios de los trabajadores agrícolas (una industria que en los Estados Unidos po está ni puede estar protegida por el Arancel) como prueba de los resultados de la protección.

El mecanismo de la protección es aumentar el precio de las mercancías protegidas, conteniendo la importación de modo que consienta a los productores nacionales de esas mercancías obtener mayores beneficios. Unicamente en cuanto consiga esto, y en la medida en que lo consiga, puede obtener la protección algún efecto alentador, y todo efecto sobre los salarios ha de dimanar de aquél.

Ya he demostrado que la protección no puede, sino temporalmente, aumentar los provechos de los productores en cuanto productores; pero, aun sin tener esto en cuenta, es claro que el aserto de que la protección eleva los salarios implica dos presunciones; primera, que el aumento en los provechos del patrono significa aumento en los salarios de los trabajadores, y segunda, que el aumento de los salarios en las profesiones protegidas implica aumento de salarios en todas las ocupaciones.

Exponer estas presunciones es demostrar su absurdo. ¿Hay alguien que suponga, realmente, que porque up patrono obtenga mayores provechos pagará mayores salarios?

No hace mucho tiempo me encontraba yo en la plataforma de un ómnibus de Brooklyn, y conversaba con el conductor. Me hablaba, con amargura y desesperanza, de sus largas horas de pesado trabajo y de su pobre remuneración, de cómo estaba encadenado a su coche, más verdadero esclavo que los caballos; de cómo, convertido en una especie de máquina de conducir, sólo podía sostener penosamente a su mujer y a sus hijos, sin poder ahorrar nada para los «malos días».

Yo le dije: «¿No sería bueno que el Parlamento votara una ley consintiendo a las Compañías elevar el precio de cinco a seis centavos, lo cual le permitiría alzar los salarios de sus conductores y cobradores?

El conductor me echó una rápida mirada y exclamó: «¡ Darnos más porque ganaran más! Podíais subir los precios a seis o a sesenta centavos, y no nos pagarían un penique más. Por mucho que ellas ganaran, no obtendríamos más nosotros, mientras haya cientos de hombres desocupados y deseosos de reemplazarnos. La Compañía pagaría dividendos más altos o aumentaría sus reservas; pero no nos elevaría el sueldo.»

¿Tenía razón el conductor? Los compradores de trabajo, como los compradores de las demás cosas, pagan, no conforme a lo que pueden pagar, sino conforme a lo que tienen que pagar. Hay, es verdad, incidentales excepciones; pero estas excepciones se explican por la benevolencia, que el comerciante hábil excluye de los negocios, por mucho que la practique fuera de ellos. Aunque aumentéis los provechos de una Compañía de ómnibus o de un fabricante, ni uno ni otro lo tendrán en cuenta para pagar salarios más altos. Los patronos nunca dan el aumento de sus provechos como razón para elevar los salarios de sus trabajadores, aunque frecuentemente aducen la disminución de los beneficios, como un motivo para reducir esos salarios. Pero esto es un pretexto, no una razón. La verdadera razón es que los malos tiempos que disminuyen los beneficios de aquéllos, aumentan a la vez la competencia de los obreros en busca de trabajo. Tales excusas se dan únicamente cuando los patronos sienten que si reducen los salarios, sus trabajadores se verán obligados a someterse a la reducción puesto que otros se alegrarían de reemplazarlos. Y cuando las Trade-Unions consiguen contener esta competencia, los obreros logran elevar sus salarios. Desde aquél día en que hablé con el conductor, los empleados de los ómnibus de Nueva York y Brooklyn, organizados en secciones de los Caballeros del Trabajo y sostenidos por esta asociación, han logrado aumentar sus sueldos y disminuir algo sus horas de trabajo, obteniendo así lo que ningún aumento en los beneficios de las Compañías hubiera influido lo más mínimo para darles.

Por mucho que los derechos protectores aumenten los provechos de los patronos, ello no influiría en el aumento de los salarios, a menos que. actuase sobre la competencia de tal modo que diera a los trabajadores poder para obligar a ese aumento de salario.

Hay casos en los que un derecho protector puede producir este efecto, pero sólo en pequeña extensión y por corto tiempo. Cuando un derecho, aumentando la demanda de cierta producción nacional, aumenta repentinamente la demanda de cierta clase de trabajadores especialistas, los salarios de estos trabajadores pueden aumentar temporalmente, en un grado y tiempo determinados por las dificultades para obtener de otros países trabajadores diestros o para que los nuevos obreros adquieran la aptitud necesaria.

Pero en cualquier industria es sólo el corto número de trabajadores de aptitudes especiales el que puede ser afectado así y aun después de que tal ventaja ha sido conquistada por esos pocos, únicamente pueden conservarla por la organización obrera que limite la entrada en la profesión. Creo que hay casos, pocos realmente, en que han obtenido de este modo algún aumento de salarios las reducidas clases de trabajadores de ciertas industrias protegidas que exigen una maestría tan excepcional, que sus filas no pueden ser fácilmente engrosadas; y todavía son más raros los casos, si es que existen, en los cuales las dificultades de importar trabajadores o de instruir nuevos obreros han bastado durante mucho tiempo para conservar esos aumentos. En cuanto a las grandes masas de los empleados en las industrias protegidas, difícilmente podría decirse que su trabajo requiere especial destreza. La mayor parte de él puede ser ejecutada por los trabajadores corrientes sin aptitudes especiales, y mucha parte ni siquiera exige la fuerza física de un hombre adulto, sino que consiste en la mera atención a la maquinaria o a manipulaciones que pueden ser aprendidas por muchachos y muchachas en pocas semanas, en pocos días y hasta en pocas horas. En cuanto a este trabajo, que constituye con mucho la mayor parte del exigido en las industrias que más solícitamente protegemos, cualquier efecto temporal que un Arancel tuviera para aumentar los salarios del modo que hemos señalado, se perdería tan rápidamente que apenas podría decirse que había comenzado a obrar. Porque un aumento en los salarios de tales ocupaciones sería desde luego contenido con la afluencia de trabajo desde otras ocupaciones. Y debe recordarse que el efecto de «estimular» cualquier industria por el impuesto es necesariamente desalentar a otras industrias, y así se impulsa el trabajo hacia las industrias protegidas expulsándolo de las otras.

Ni podrían tampoco elevarse los salarios aunque la prima que el Arancel trata de dar a los patronos productores fuese dada directamente a los trabajadores. Si, en vez de las leyes que procuran aumentar los provechos de los patronos productores en ciertas industrias, hiciéramos leyes por las cuales hubiera de añadirse otro tanto a los salarios de los trabajadores, la competencia que la prima originaria abatiría pronto los salarios desde el tipo de éstos más la prima, al tipo a que los salarios se hubieran detenido sin la prima. El resultado sería el que fue en Inglaterra cuando, al comienzo de esta centuria, se intentó mejorar la miserable condición del bracero agrícola con «suplementos de salario» pagados de las cajas parroquiales. En la misma proporción de esos suplementos, disminuyeron los salarios que los granjeros pagaban. •

El conductor del ómnibus tenía razón. Nada podría elevar sus salarios sino aquello que disminuyera la competencia de los que estaban dispuestos a reemplazarlos por los salarios que ellos ganaban. Si se dispusiera que a cada conductor de ómnibus había de pagársele diariamente un suplemento de un dólar con cargo a los fondos públicos, el resultado sería sencillamente que los hombres que anhelan ocupar las plazas de conductores de ómnibus por los salarios que ahora ganan éstos, estarían dispuestos a ocuparlas por un ■ dólar menos.

Si diéramos a cada conductor de ómnibus dos dólares al día, las Compañías podrían obtenerlo sin pagar nada, lo mismo que ocurre donde habitualmente los clientes pagan a los camareros, éstos donde aquéllos ganan muy cortos salarios o ninguno y, en algunos casos, hasta pagan una prima por sus plazas.

Pero si es absurdo imaginar que un Arancel, sea cual fuere su poder para aumentar los beneficios en las industrias protegidas, puede elevar los salarios en esas industrias, ¿qué diremos de la idea de que tal elevación en los salarios de las industrias protegidas aumentaría los salarios en todas las industrias? Esto es como si se dijera que poner diques en el río Hudson elevaría el nivel de las aguas del puerto de Nueva York y, por consecuencia, del Océano Atlántico. Los salarios, como el agua, tienden a un nivel, y a menos que se eleven en las ocupaciones más bajas y difundidas, en una profesión especial sólo pueden ser elevados dificultando la competencia en ella.

El tipo general de los salarios en un país está notoriamente determinado por el tipo de aquellos en las profesiones que requieren menor aptitud especial y a las cuales puede recurrir más fácilmente el hombre que no tiene más que sus brazos. Como éstas absorben la gran masa de trabajadores, esas ocupaciones constituyen la base de la organización industrial y son a las demás profesiones lo que el Océano es a sus bahías. El tipo de los salarios en las más altas ocupaciones puede ser llevado por cima del que prevalece en las más bajas, solamente en cuanto las más altas ocupaciones se encuentran resguardadas de la afluencia de trabajo por sus mayores riesgos o inseguridad, por la exigencia de superior aprendizaje, preparación o natural habilidad, o por restricciones como las impuestas por las organizaciones obreras. Y para conseguir algo semejante a un aumento de salarios en cualquiera ocupación, para dedicarse a la cual no haya restricciones ningunas, es necesario aumentar los salarios en las profesiones más bajas y más humildes. Es decir, para volver a nuestro primer ejemplo: que el nivel de las bahías y los puertos no puede ser elevado sino elevando el nivel del Océano.

Si no fuera evidente de otro modo, el reconocimiento de este principio general bastaría para poner en claro que los derechos sobre las importaciones nunca elevan el tipo general de los salarios. Porque los derechos de importación pueden «proteger» únicamente a las profesiones en que no hay bastante trabajo empleado para producir la suma de artículos que necesitamos. El trabajo así empleado no puede ser nunca más que una fracción del trabajo consagrado a producir mercancías de las que no solamente abastecemos el mercado propio, sino que tenemos un excedente para exportarlas, y del trabajo empleado en obras que deben hacerse en el propio lugar en que se necesitan.

Sean cuales fueren la forma o dimensiones de un témpano de hielo, la masa que hay sobre el agua tiene que ser mucho menor que la sumergida. Sean cuales fueren las condiciones de un país o las singularidades de su industria, la parte del trabajo en ocupaciones que pueden ser «protegidas» por los derechos de importación, será siempre pequeña comparada con la que se emplea en ocupaciones que no pueden ser protegidas. En los Estados Unidos, donde la protección ha sido llevada a su extremo, las estadísticas demuestran que solamente una vigésima parte del trabajo del país está ocupado en las industrias protegidas.

Ep los Estados Unidos, como en todo el mundo, las profesiones más bajas y más extensas son aquellas en que los hombres aplican su esfuerzo directamente a la Naturaleza, y de ellas la Agricultura es la más importante. En los primeros días de California, como después en Australia, se vio cuán rápidamente el alza de los salarios en esas ocupaciones los aumenta en todas las demás. Si hubiera acontecido en California cualquier cosa que aumentase la demanda de cocineros, carpinteros o pintores, el alza de los salarios de éstos hubiera tropezado prontamente con la afluencia de trabajo desde otras profesiones y, de este modo, se hubiera visto retardada y finalmente neutralizada. Pero el descubrimiento de las minas de oro, que elevó grandemente los salarios del trabajo ordinario, los elevó también en todas sus ocupaciones.

La diferencia de salarios entre los Estados Unidos y los países europeos es por sí misma una comprobación de este principio. Durante nuestro período colonial, antes de que tuviéramos ningún Arancel protector, los salarios corrientes eran más altos aquí que en Europa. La razón es clara. Siendo más fácil de obtener la tierra, el trabajador podía emplearse a sí mismo con menor dificultad, y mantenidos así a un alto tipo los salarios en la Agricultura, la tasa general de los salarios era más alta. Y como hasta hoy ha seguido siendo más fácil obtener tierra aquí que en Europa, el más alto tipo de los salarios en la Agricultura ha mantenido un más alto tipo general.

Para elevar la tasa general de los salarios en los Estados Unidos, tendrían que elevarse los salarios del trabajo agrícola. Pero nuestro Arancel no aumenta ni puede aumentar ni siquiera el precio de los productos agrícolas, de los cuales somos exportadores, no importadores. Además, aun cuando tuviéramos una población tan densa, proporcionalmente a nuestra tierra laborable, como la que tiene Inglaterra, y fuéramos, como ella es, importadores y no exportadores de productos agrícolas, un Arancel protector sobre tales produétos no podría aumentar los salarios campesinos; todavía menos podría aumentarlos en otras ocupaciones, que vendrían a ser las más numerosas. Podemos ver esto en los efectos de las «leyes sobre cereales», en Inglaterra, que aumentaron, no los salarios del bracero agrícola, ni siquiera los beneficios del labrador, sino la renta del propietario territorial. Y aun cuando la distinción entre propietario, arrendatario y bracero no haya logrado ser, en las condiciones a que me refiero, tan clara aquí como en Inglaterra, nada que beneficie al labrador tendría la más leve influencia para elevar los salarios, excepto aquello que le beneficiase a él, no como propietario de la tierra ni como propietario de capital, sino como trabajador.

Así, pues, vemos teóricamente que la protección no puede elevar los salarios. Que po lo puede, lo demuestran los hechos terminantemente. Así se ha visto en España, en Francia, en Méjico, en Inglaterra durante los tiempos proteccionistas, y en todas partes donde se ha ensayado la protección. En los países donde las clases trabajadoras tienep poca o ninguna influencia sobre el Gobierno, ni siquiera se ha pretendido que la protección eleve los salarios. Sólo en los países, como los Estados Unidos, donde es necesario engatusar a las clases trabajadoras, se emplea tan absurdo argumento. Y aquí el fracaso de la protección para elevar los salarios está demostrado por los hechos más notorios.

Los salarios en los Estados Unidos son más altos que en los demás países, no a causa de la protección, sino porque hemos tenido mucha tierra vacante que ocupar. Antes de que tuviéramos ningún Arancel, los salarios eran aquí mucho más altos que en Europa, y mucho más altos, proporcionalmente a la productividad del trabajo, que lo son ahora, después de nuestros años de proteccionismo. A pesar de toda nuestra protección —y durante los últimos veinticuatro años al menos, hemos sido proteccionistas en todos los sentidos—, la condición de las clases trabajadoras de los Estados Unidos ha ido descendiendo lentamente hacia el «trabajo mísero» de Europa. No debemos sacar la conclusión de que esto ha ocurrido a causa de la protección, pero lo cierto es que la protección ha resultado impotente para impedirlo.

Para descubrir si la protección ha beneficiado o no a las clases trabajadoras de los Estados Unidos no es necesario formar cuadros estadísticos que sólo un perito pueda comprobar y examinar. Los hechos decisivos son notorios. Pertenece al dominio vulgar que aquellos a quienes hemos facultado para gravar con impuestos al pueblo americano «para proteger la industria americana», pagan a sus obreros lo menos que pueden, y no sienten escrúpulos para importar el mismísimo trabajo extranjero contra cuyos productos se mantiene el Arancel. Es potorio que los salarios en las industrias protegidas son, si cabe, más bajos que en las no protegidas, y que, aun cuando las industrias protegidas no emplean más que una vigésima parte de la población trabajadora de los Estados Unidos, surgen en ellas más huelgas, look-outs, más tentativas para reducir los salarios que ep las demás industrias. En las industrias de Massachusetts, tan fuertemente protegidas, los informes oficiales declaran que los operarios no pueden ganarse la vida sin que trabajen también su mujer y sus hijos. En las industrias de Nueva Jersey, intensamente protegidas, muchos de los obreros «protegidos» son niños cuyos padres se ven compelidos por la necesidad a ponerlos a trabajar, mintiendo sobre su edad para burlar las leyes del Estado. En las industrias de Pensylvania, altamente protegidas, los trabajadores en cuyo interés decimos que se establece esa fuerte protección, trabajan por sesenta y cinco centavos al día, y mujeres semidesnudas se dedican a alimentar el fuego de los hornos. «Tiendas desplumadoras», compañías para arrendamientos de habitaciones y casas de huéspedes, policías y mercenarios de Pinkerton (agencia dedicada a facilitar a las compañías gentes armadas en los tiempos de huelga) y todas las formas y manifestaciones de la opresión y degradación del trabajo, son, por todo el país, las características de las industrias protegidas.

La mayor degradación e inquietud del trabajo en las industrias protegidas que en las no protegidas puede, en parte, explicarse por el hecho de que los patronos protegidos han sido los mayores importadores de «trabajo extranjero mísero». Pero, en parte al menos, es debido a las mayores fluctuaciones a que están expuestas las industrias protegidas. Cerrados los mercados extranjeros, la escasez de sus producciones no puede ser rápidamente completada por la importación, ni su excedente absorbido por la exportación, y por esto la mayor parte de su tiempo oscilan entre «la hartura y el hambre». Estas violentas fluctuaciones tienden a poner a los hombres en un estado de dependencia, si no de efectivo peonaje, y deprimen los salarios hasta hacerlos inferiores al tipo corriente. Pero, sea cual fuere el motivo, el hecho es que la protección dista tanto de elevar los salarios en las industrias protegidas, que los capitalistas que las ejercen pronto «disfrutarán» de trabajo a menor precio que hoy, donde los salarios de éstas no sean sostenidos por el tipo de los salarios de las no protegidas.

LA ABOLICIÓN DE LA PROTECCIÓN

Nuestra indagación ha demostrado suficientemente lo inútil y absurdo de la protección. Sólo queda por examinar el argumento que se alega siempre en favor de la protección cuando las otras razones fracasan, arguyendo que, desde el momento en que se ha invertido el capital y se ha organizado la industria sobre la base de la protección, sería injusto y perjudicial abolir los derechos protectores de upa vez, y que su reducción debe ser gradual y paulatina. Este argumento en pro de la dilación, aunque aceptado y aun aducido por muchos de quienes fueron hasta ahora los más conspicuos adversarios de la protección, no resiste un examen. Si la protección es injusta, si es una violación de la igualdad, violación por la cual se faculta a ciertos ciudadanos para gravar con tributos a otros ciudadanos, cuanto se tarde en su completa e inmediata abolición implica permanencia de la injusticia. Nadie puede adquirir el derecho de hacer un daño injusto; nadie puede alegar propiedad sobre el privilegio. Admitir que un privilegio sin otra base que un decreto legal no puede, en cualquier momento, ser derogado por otra ley, es incurrir en la absurda doctrina llevada tan lejos en la Gran Bretaña, por la cual se mantiene que una sinecura no puede ser abolida sin indemnizar al beneficiario, y que porque los antecesores de un hombre han disfrutado del privilegio de vivir a costa de los demás, él y sus descendientes, hasta los más remotos tiempos, han adquirido también el sagrado derecho de vivir a costa ajena. La verdadera doctrina, de la cual nosotros no debemos nunca, con ningún pretexto, borrar una tilde, es la consignada en nuestra Declaración de Independencia: la doctrina axiomática de que los hombres están dotados por el Creador con derechos iguales e inalienables y que cualquier ley o institución que niegue o perturbe esta nativa igualdad, puede en cualquier tiempo ser modificada o abolida. Y ninguna lección más saludable puede darse hoy a los capitalistas de todo el mundo que la de que la justicia es un elemento de seguridad en las inversiones y que el hombre que negocia sobre la ignorancia y la esclavitud del pueblo, lo hace a riesgo suyo. Unas cuantas lecciones de estas y todos los Tronos de Europa serían derrumbados, y los grandes ejércitos permanentes desaparecerían.

Además, la abolición repentina es el único camino que permite proceder con equidad hacia las industrias ahora protegidas. La abolición gradual de la protección daría origen a las mismas rebatiñas, luchas e intrigas que ocasiona cada Arancel, y el más fuerte prevalecería a expensas del más débil.

Pero además de esto, la gradual abolición de la protección no sólo haría continuar durante largo tiempo, aunque en menor grado, el despilfarro, la pérdida y la injusticia inseparables del sistema, sino que, durante todo el período previo, la espectativa de las modificaciones y la incertidumbre acerca de ellas continuaría inspirando inseguridad y deprimiría los negocios; mientras que donde la protección fuese abolida de una vez, la sacudida, cualquiera que fuese, pasaría pronto, y el comercio y la industria podrían de una vez reorganizarse sobre una base firme. Aun para la doctrina de que abolir la protección implica un desastre temporal, es preferible la abolición inmediata a la abolición gradual, como la amputación de un miembro de una vez es preferible a la amputación pulgada a pulgada.

Y para las clases trabajadoras, clases hacia las cuales declaran mirar con tanto interés quienes deploran el cambio repentino, la diferencia sería aún mayor. Siempre es ventajoso para clases más pobres que cualquier cambio que implique un desastre sea lo más rápido posible, puesto que el efecto de su tardanza es simplemente dar a las clases más ricas oportunidad para aprovecharse de ello a expensas de las más pobres.

Si ha de haber cierta pérdida para malquier sociedad a causa de inundación, incendio, invasión, peste o crisis comercial, esta pérdida recaerá tanto más levemente sobre el pobre y más pesadamente sobre el rico, cuanto más corto sea el tiempo en que se realice. Si la moneda de un país se deprecia poco a poco, la moneda depreciada pasará forzosamente a las manos de aquellos que son menos capaces de protegerse a sí propios; el precio de las mercancías aumentará, anticipándose a la depreciación, mientras el precio del trabajo seguirá ese movimiento muy retrasado; los capitalistas tendrán oportunidad de hacer sus préstamos con garantías y de especular con el aumento de precio, y la pérdida gravitará así con dureza relativamente mayor sobre el pobre que sobre el rico. De igual manera, si una circulación depreciada retoma lentamente a la par, el precio del trabajo disminuye más rápidamente que el precio de las mercancías; los deudores forcejean entonces teniendo que pagar sus deudas en una moneda de mayor valor, y aquellos que tienen mayores medios están más capacitados para esquivar las desventajas y aprovecharse de las oportunidades especuladoras ofrecidas por el cambio. Pero cuanto más repentinamente se verifique determinado cambio en el valor de la moneda, más equitativos serán sus efectos.

Así ocurre con la imposición de las cargas públicas. Es notoriamente ventajoso para las clases pobres que cualquier gasto público se realice de una vez mejor que el distribuirlo en varios años por medio de la Deuda pública. Así, si los gastos de nuestra guerra civil hubieran sido sufragados por tributos establecí-dos en aquel tiempo, tal tributación hubiera recaído pesadamente sobre los ricos. Pero el procedimiento de la Deuda pública, invención gemela de los impuestos indirectos, el coste de la guerra no fue, como se pretendía, transferido desde el tiempo actual a los tiempos futuros (porque esto sólo hubiera sido posible si hubiéramos tenido medio de costear la guerra con préstamos de fuera, lo cual no es el caso), sino que los tributos, que de otro modo hubieran pesado sobre los individuos en proporción a su riqueza, fueron sustituidos por tributos repartidos en una larga serie de años, y recayentes sobre los individuos en proporción, no a sus recursos, sino a su consumo, imponiendo así al pobre una carga relativamente mucho más grande que al rico. Si el rico hubiera tenido el patriotismo de soportar una guerra que le proporcionara sacrificios comparativamente mayores que los del pobre, el cual en todas las guerras suministra la mayor parte de la «carne de cañón», es otra cuestión; pero lo cierto es que el repartir los tributos de la guerra en varios años, no sólo ha multiplicado los gastos de la guerra, sino que ha favorecido al rico y perjudicado a las clases trabajadoras.

Si abolir la protección es, como los proteccionistas predicen, desorganizar seguramente el comercio y la industria, mejor es para todos y especialmente para las clases obreras que el cambio sea brusco y corto. Si el regreso a la natural condición del comercio y de la producción ha de dejar transitoriamente a algunos hombres sin trabajo, mejor es que queden de una vez y se concluya, que el distribuir la misma pérdida de ocupación en una serie de años, deprimiendo constantemente el mercado de trabajo. En un período de depresión agudo, pero corto, el Erario público podría, sin graves consecuencias, aliviar la penuria, pero cualquier tentativa para aliviar de esta manera el período de miseria, menos general, pero más prolongado, correspondienté a una larga etapa de depresión, tendería a crear un ejército de pobres habituales.

Pero, en verdad, hablar de las convulsiones comerciales y crisis industriales que seguirían a la abolición de la protección, es tan infundado como la mentira con que los esclavistas del Sur, durante la guerra, procuraban impedir a sus esclavos que se rebelasen, diciéndoles que los ejércitos del Norte los venderían en Cuba. Tan infundado como las predicciones de los políticos republicanos acerca de que la elección de un Presidente demócrata significaría el asumir la Deuda de los confederados y hasta la resurrección de la «Causa Perdida».

El temor en que se funda cuanto se dice acerca de los desastrosos efectos de una repentina abolición de la protección, se revela bien en un coloquio mantenido por un amigo mío, hace poco, con un gran fabricante que pertenece a un consorcio, el cual impide la competencia interior, mientras el Arancel impide la competencia exterior. El fabricante despotricaba contra toda intervención en el Arancel y se extendía sobre la ruina que el librecambio acarrearía al país.

«Sí —dijo mi amigo, que le había escuchado con aire de atenta simpatía—; supongo que si el Arancel fuese abolido, tendríais que cerrar vuestras fábricas.»

«No, de ninguna manera —dijo el fabricante—; podríamos continuar, a pesar del librecambio, sólo que entonces no tendríamos las mismas ganancias.»

La idea de que nuestras fábricas quedarían paralizadas y nuestros altos hornos cerrados y nuestras minas de carbón abandonadas por la abolición de la protección, es una idea parecida a la de «el rabo que menea el perro». ¿Dónde están las mercancías y de dónde han de vepir para inundar nuestro mercado, y con qué las pagaríamos? No hay bastante poder productivo en Europa para abastecemos, ni barcos para transportarlas, aun sin decir nada acerca del efecto que sobre los precios europeos tendría la demanda de sesenta millones de personas, las cuales, proporcionalmente a su número, copsumen más que los demás habitantes del mundo. Y desde el momento en que otros países no habían de inundamos con los productos de su trabajo sin pedirnos en pago los productos del nuestro, todo aumento en nuestras importaciones por la abolición de la protección implicaría un correspondiente aumento en las exportaciones.

La verdad es que esta mudanza no sólo beneficiaría a nuestras industrias en general —de las cuales cuatro quintas partes por lo menos no tienen que competir con mercancías importadas— sino que sería beneficiosa hasta para las industrias protegidas. En aquellas que están sostenidas por monopolios interiores, los beneficios se reducirían, y aquellas en que el Arancel permite el uso de maquinaria inferior y procedimientos anticuados, se proveerían de mejor maquinaria e introducirían métodos mejores; pero en el gran conjunto de nuestras industrias manufactureras no habría más que efectos beneficiosos; la reducción en el coste de las primeras materias compensaría con exceso la reducción de los precios. Y, con más bajo coste de producción, los mercados extranjeros, de los cuales nuestras manufacturas están eliminadas, se abrirían. Si cualquier industria fuera «aplastada», sólo podría serlo alguna que hoy funcione con pérdida para la nación.

El aumento de poder que la supresión de las restricciones al comercio daría a la producción de riqueza se haría sentir en todas direcciones. En vez de un colapso habría un renacimiento de la industria. Serían destruidos los sindicatos, y donde los provechos son ahora excesivos, bajarían; pero la producción proseguiría en condiciones más sanas y con mayor energía. Los fabricantes americanos comenzarían a encontrar mercados por el mundo. Los barcos americanos navegarían otra, vez por los océanos. Delaware, como Clyde, volverían a oir el son de los martillos que remachan, y los Estados Unidos ocuparían rápidamente el primer lugar en el mundo industrial y comercial, puesto al que su población y sus recursos naturales le dan títulos, pero que ahora está ocupado por Inglaterra, al paso que la legislación y la administración se verían libres de una poderosa causa de corrupción, y todas las reformas de Gobierno se realizarían más fácilmente.

INSUFICIENCIA DE LOS RAZONAMIENTOS LIBRECAMBISTAS

Las discusiones sobre la cuestión arancelaria terminan habitualmente en el punto a que hemos llegado, límite extremo al que los campeones de las opuestas doctrinas llegan en sus polémicas.

En realidad hemos alcanzado el término legítimo de nuestro estudio en cuanto se refiere a los méritos respectivos de la protección y del librecambio. La corriente cuyo curso ha seguido nuestro estudio, confluye aquí con otras corrientes, y aunque sigue fluyendo todavía, lo hace formando parte de un río más ancho y más profundo. Así como quien hubiera seguido las aguas del Ohio hasta su desembocadura en el océano no hubiera podido detenerse en el final del Ohio, sino que hubiera tenido que seguir con el inmenso Mississipí, que significa la corriente de distintos manantiales, así, como dije al principio, la completa inteligencia de la cuestión arancelaria exige el ir más lejos de dicha cuestión. Esto es lo que podemos ver ahora.

En lo concerniente a las cuestiones habitualmente discutidas entre proteccionistas y librecambistas, nuestro estudio es ya completo y decisivo. Hemos visto el absurdo de la protección como principio general y la falacia de las razones particulares que se dan en su favor. Hemos visto que los derechos protectores no pueden aumentar el conjunto de la riqueza del país que los establece, y que no influyen para dar a los trabajadores una mayor proporción de esa riqueza. Hemos visto que sus efectos son, por el contrario, perjudicar ese conjunto de riqueza y fortificar los monopolios a expensas de la masa del pueblo.

Pero aunque, directa o indirectamente, hemos refutado todos los argumentos que se hacen en favor de la protección; aunque hemos visto, terminantemente que la protección es, por naturaleza, enemiga del interés general, y que el librecambio es, por su propia índole, promotor de los intereses generales, todavía, sí nuestra indagación se detiene aquí, no habríamos realizado el propósito con que la emprendimos. Por mi parte, si la terminara aquí, consideraría el trabajo empleado en escribir este libro poco menos que despilfarrado. Porque todo lo que hemos visto ha sido, con mayor o menor coherencia y claridad, demostrado reiteradamente. Y, sin embargo, la protección conserva todavía su fuerza en la opinión pública. Y hasta que se demuestre algo más, la protección la conservará.

Al exponer las falacias de la protección, he tratado de presentar en cada caso lo que hacía admisible esa falacia; pero queda aún por explicar por qué tales demostraciones producen poco efecto. La misma rotundidad con que nuestro estudio ha refutado las razones de la protección, indican que hay algo más que decir y sugieren esta pregunta: «Si la teoría proteccionista es realmente tan incompatible con la naturaleza de las cosas y tan contradictoria consigo misma, ¿cómo, después de tantos años de discusiones, tiene todavía tantos y tan fuertes defensores?»

Los librecambistas atribuyen usualmente la persistencia de la fe en la protección a la ignorancia popular explotada por los intereses particulares. Pero esta explicación difícilmente satisfará a los espíritus libres de prejuicios. La vitalidad es inherente a la verdad, no al error. Aunque un error aceptado cuenta siempre con el apoyo de la costumbre y de la autoridad, y la batalla contra él tiene que ser siempre dura en los comienzos, el resultado de la discusión en que el error se encuentra frente a frente con la verdad es, sin embargo, hacer cada vez más clara la verdad. El que una doctrina cuya total falsedad hemos visto arraigue y crezca en la conciencia popular a despecho de tan amplia y larga discusión, debe estimular a sus adversarios a inquirir si sus argumentos han llegado realmente a las raíces de la creencia popular, y si esta creencia no se apoya en verdades que aquéllos no han examinado o en errores no expuestos todavía y que siguen pasando aún por verdades, antes que atribuir su vitalidad a la incapacidad popular para el reconocimiento de esa verdad.

Más adelante demostraré que la idea proteccionista extrae verdaderamente su fuerza de doctrinas que han sido activamente enseñadas y celosamente defendidas por los propios economistas que combaten aquélla —los cuales, por decirlo así, han estado defendiendo vigorosamente la protección con la mano derecha mientras que llovían sus golpes sobre ella con la izquierda— y de prejuicios que tanto los adversarios como los defensores de la protección han dejado de examinar. Pero lo que yo deseo ahora señalar es la deficiencia de los argumentos con que usualmente los librecambistas esperan convencer a los trabajadores de que abolir la protección beneficia sus intereses.

En nuestro examen hemos ido tan lejos y en algunos aspectos más lejos que acostumbran a ir los librecambistas. Pero ¿qué es lo que hemos probado en cuanto al punto principal? Sencillamente, que la tendencia al librecambio es aumentar la producción de riqueza y, por tanto, permitir el aumento de los salarios, y que la tendencia de la protección es disminuir la producción de riqueza y robustecer ciertos monopolios. Pero de esto no se sigue que la abolición de la protección beneficiaría a las clases trabajadoras. La tendencia de un ladrillo arrojado desde lo alto de una chimenea es caer sobre la superficie del suelo. Pero no caería sobre el suelo si fuese interceptado por el tejado de una casa. La tendencia de todo lo que aumenta el poder productivo del trabajo es aumentar los salarios. Pero no aumentaría los salarios en una situación en la que los trabajadores se ven obligados a competir entre sí ofreciendo sus servicios por lo estrictamente necesario para vivir.

En los Estados Unidos, como en todos los países donde el poder político está en mano de las masas, el punto vital de las discusiones arancelarias consiste en su efecto sobre las ganancias de «la pobre gente que tiene que trabajar» (1).

Pero este punto está más allá de los límites en que los librecambistas acostumbran a confinar su razonamiento. Prueban éstos que la tendencia de la protección es reducir la producción de riqueza y acrecentar el precio de las mercancías, y de esto deducen que el efecto de abolir la protección sería aumentar las ganancias del trabajo. Pero no solamente esta deducción carece de valor lógico hasta que se demuestre que en las actuales condiciones nada impide a las clases trabajadoras obtener el beneficio de esta tendencia, sino que, aun cuando en sí misma es upa deducción natural, en la conciencia de «la pobre gente que tiene que trabajar» está contradicha por hechos notorios.

Aquí radica la ineficacia de los razonamientos librecambistas, y aquí, y no en la ignorancia de las masas, está la razón por la cual todos los intentos de convertir a los trabajadores al libre-cambismo, que trata de sustituir al Arancel de renta en un Arancel protector, tienen que fracasar completamente, salvo en condiciones como las que existían ep Inglaterra hace cuarenta años.

Mientras por ambas partes se ha ofrecido la misma repugnancia para llegar al corazón del problema, es indiscutible que en tanto que proteccionistas y librecambistas han sostenido las discusiones corrientes, los librecambistas raciocinaban mejor.

Pero el que la fe en el proteccionismo haya sobrevivido a tan larga y amplia polémica, que aquél haya renacido después

(1) Encuentro esta sugestiva frase en un periódico proteccionista, pero también expresa bien la actitud de muchos librecambistas hacia los trabajadores.

de aplastado y haya surgido con aparente espontaneidad en pueblos tales como los Estados Unidos, Canadá y Australia, que se han desarrollado sin Arancel y donde tal sistema carecía de las ventajas de la inercia y de los intereses a él asociados, prueba que fuera de la discusión hay algo que recomienda enérgicamente el proteccionismo al espíritu popular.

También debe inferirse esto de lo que dicen los propios proteccionistas. Derrotados en sus razonamientos, los proteccionistas se acogen usualmente a alguna declaración que implique el que el verdadero terreno de su doctrina queda intacto, y la cual generalmente se formula diciendo que aunque el librecambio sea verdad en teoría, fracasa en la práctica. En esta forma la aseveración es insostenible. Una teoría no es sino la explicación de relaciones entre los hechos, y nada puede ser verdad en teoría y no serlo en la práctica. Pero los librecambistas, realmente, dan por supuesta la pregunta cuando se limitan a contestar indicando este último. La pregunta efectiva es: si el raciocinio a que los librecambistas se acogen tiene en cuenta todas las condiciones actuales. Lo que los proteccionistas significan, o al menos el hecho sobre el cual llaman la atención, cuando hablan así de la diferencia entre la teoría y la práctica, es que la teoría del librecambio no tiene en cuenta todos los hechos actuales. Y esto es verdad.

En el problema arancelario, tal como es planteado, hay en verdad, bajo las condiciones sociales de hoy, dos lados del escudo, de modo que los hombres que sólo miran uno de estos lados, cerrando sus ojos al otro, pueden continuar manteniendo con igual convicción opuestas opiniones. Y que la diferencia entre ellos puede, sin gran error, expresarse diciendo que los unos miran exclusivamente a la teoría y los otros exclusivamente a los hechos, lo veremos cuando desarrollemos una doctrina que abarque los hechos todos, la cual explicará no sólo el por qué hombres honrados difieren diametralmente acerca del problema de la protección y el librecambio, sino por qué los que no de-fienden ninguna de ambas políticas han tenido que buscar el terreno en que las honradas diferencias puedan reconciliarse. Así, pues, hemos alcanzado el punto en que el Ohio de la cuestión arancelaria se reúne con el Mississipí de la gran cuestión social. No debe sorprendemos que ambos bandos contendientes, dada la manera de llevar la discusión, se detuvieran aquí, porque no sería racional esperar cualquier otro planteamiento de la cuestión social de las clases acomodadas representadas en el Cobden Club inglés, o en la Asociación Americana del Hierro y del Acero, o de sus apologistas en las cátedras universitarias, como no lo sería buscar un estudio completo sobre el problema de la libertad personal en las controversias de los esclavistas whigs o demócratas de hace cuarenta años, o en los sermones de los predicadores que éstos pagaban.

LA VERDADERA FLAQUEZA DEL LIBRECAMBIO

Hemos visto cómo la abolición del proteccionismo estimularía la producción, debilitaría los monopolios y libraría al Gobierno de una gran causa de corrupción.

Pero, se preguntará, ¿qué ganarían los trabajadores? ¿Aumentarían los salarios?

Durante algún tiempo y en cierta medida, sí. Porque el ímpetu de energía industrial dimanante de la desaparición del peso muerto del Arancel haría, durante algún tiempo, más activa la demanda de trabajo y más constante el empleo de los trabajadores, y en las profesiones en que éstos pudieran asociarse, los trabajadores obtendrían mayores oportunidades para reducir las horas de trabajo y aumentar los salarios, como lo han hecho muchos oficios en Inglaterra desde la abolición del Arancel protector. Pero aun contando con la total abolición de la protección, es imposible predecir ningún aumento de salarios general y permanente ni mejora alguna general y permanente en la condición de las clases trabajadoras. El efecto de abolir la protección, por grande y beneficioso que sea, resultaría de la misma índole que el de los inventos y descubrimientos que en nuestra época han aumentado tap grandemente la producción de riqueza y, sin embargo, no han aumentado en ninguna parte de un modo efectivo

los salarios ni mejorado por sí mismos la condición de las clases obreras.

Aquí está el punto débil del librecambio, según comúnmente se le defiende y se le explica.

El trabajador pregunta al librecambista: «¿El cambio que usted propone, ¿en qué me beneficiaría?»

El librecambista sólo puede contestarle: «Aumentaría la riqueza y reduciría el precio de las cosas.»

Pero en nuestro propio tiempo el obrero ha visto enormemente aumentada la riqueza, sin participar en ese aumento. Ha visto reducirse grandemente el precio de las cosas, sin hallar mayores facilidades para vivir. Mira a Inglaterra, donde un Arancel de renta ha sustituido desde hace algún tiempo al Arancel protector, y encuentra allí un trabajo degradado y mal pagado, un tipo general de salarios más bajo del que aquí existe, al par que toda mejora conseguida por las clases trabajadoras desde la abolición de la protección, evidentemente no es imputable a aquélla, sino a las Trade Unions, a las sociedades benéficas y de temperancia, a la emigración, a la educación, y a las leyes como las que regulan el trabajo de la mujer y los niños y las condiciones higiénicas de las fábricas y minas.

Y viendo esto el trabajador, aun cuando pueda comprobar con más o menos claridad la hipocresía de los trusts y consorcios que piden derechos arancelarios para «la protección del trabajo americano», acepta las mentiras de la protección, o por lo menos no hace ningún esfuerzo por impugnarlas, no tanto por la fuerza de éstas como por la debilidad de los razonamientos que el librecambio le hace. Una parte considerable, por lo menos, de los trabajadores americanos más inteligentes e influyentes están plenamente convencidos de que la «protección» nada hace por el trabajo, pero tampoco creen que el librecambio pueda hacer, y por esto miran la cuestión arancelaria como problema que prácticamente no concierne a los trabajadores, actitud que para los intereses protegidos es poco menos satisfactoria que una firme creencia en la protección. Porque cuando un interés está ya atrincherado en la ley y en los prejuicios, quienes no están contra él, están a favor de él.

Probar que abolir la protección tendería a aumentar el conjunto de la riqueza, no es por sí sólo bastante para mover la fuerza necesaria con que combatirla. Para ello habría que demostrar que abolir la protección significa mejorar la condición de las masas.

Como he dicho, es natural deducir que el aumento en la producción de la riqueza beneficiaría a todos, y a un niño, a un salvaje o a un hombre civilizado que viva en su estudio y no lea periódicos, esto le parecería indudablemente una deducción incontrovertible. Sin embargo, para la mayoría de los hombres en la sociedad civilizada, esta deducción se halla tan lejos de parecerle indiscutible, que la explicación corriente de los más importantes fenómenos sociales implica la suposición contraria.

Incuestionablemente el fenómeno social más importante de nuestro tiempo consiste en el parálisis parcial de la industria, fenómeno que en todo país altamente civilizado es en cierto grado crónico, y que en determinados períodos se intensifica produciendo extensas y prolongadas depresiones industriales. ¿Cuál es la explicación corriente de este fenómeno?¿No es atribuido a la sobreproducción?

Esta explicación es sostenida, positiva o negativamente, por hombres que atribuyen a la ignorancia popular el que las masas no aprecien los beneficios de sustituir un Arancel protector por un Arancel de renta. Pero mientras las condiciones que originan la angustiosa y amarga privación para millones de seres, se atribuyan comúnmente a la sobreproducción de riqueza, ¿debe extrañar que una reforma que se propone hacer mayor aún la producción de riqueza no logre despertar el entusiasmo popular?

Si, verdaderamente, es la ignorancia popular la que da persistencia a la fe en la protección, es una ignorancia que se extiende a cuestiones mucho más importantes y perentorias que el problema arancelario; una ignorancia que los defensores del librecambio nada han hecho por disipar y nada pueden hacer por esclarecerla hasta que expliquen por qué, a pesar del enorme aumento de poder productor conseguido con acelerada rapidez durante toda esta centuria, es aún tan penoso para el simple trabajador ganarse la vida.

En este gran hecho: que el aumento de la riqueza y del poder de producirla no ha acarreado ningún beneficio general del que todas las clases participen, que no haya disminuido para las grandes masas la intensidad de la lucha por la vida, radica la explicación de la tibieza popular respecto del librecambio. Por la creciente apreciación de este hecho y no por causas accidentales es por lo que en todo el mundo civilizado durante algún tiempo el movimiento librecambista ha perdido vigor.

Los reformadores arancelarios americanos se engañan a sí mismos si imaginan que la protección puede suprimirse ahora en los Estados Unidos por un movimiento semejante al del Cobden Club. Aquel tiempo pasó.

Es verdad que los reformadores arancelarios ingleses de hace cuarenta años pudieron con aquel programa despertar el entusiasmo popular necesario para abatir la protección. Pero no sólo el hecho de que el Arancel inglés encareciera los alimentos les permitió apelar a la piedad y a la imaginación con una intensidad y una fuerza imposibles donde las mercancías afectadas por el Arancel no son de tan primordial importancia, sino que el sentir de aquella época con respecto a tales reformas estaba más lleno de esperanza. El gran problema social que hoy se dibuja tan sombríamente en el horizonte del mundo civilizado apenas era entrevisto. En la destrucción de la tiranía política y en la supresión de las restricciones al comercio, espíritus ardientes y generosos veían la emancipación del trabajo y la extirpación de la miseria crónica, y se creía confiadamente que los inventos y descubrimientos industriales de la nueva era en que el mundo había entrado, elevarían la sociedad desde sus mismos cimientos. La deducción natural de que el incremento de la riqueza general significaría mejora general en la condición del pueblo, se hacía confiadamente.

Pero desengaño tras desengaño han enfriado aquellas esperanzas y lo mismo que la fe en el simple republicanismo se ha debilitado, el poder del llamamiento que los librecambistas hacen a las masas se ha debilitado también al declinar la creencia de que el mero incremento en el poder de producción aumentaría la recompensa del trabajo. En vez de que el abolir la protección en Inglaterra fuera seguido, como se esperaba, por la derrota del proteccionismo en todas partes, no sólo éste es más fuerte que antes en todo el mundo civilizado, sino que otra vez levanta la cabeza en la Gran Bretaña.

Es inútil decir a los trabajadores que el aumepto en la riqueza general significa mejora de su condición. Saben por experiencia que eso no es verdad. Las clases trabajadoras de los Estados Unidos han visto la riqueza general aumentada enormemente y han visto también que, a medida que la riqueza aumentaba, las fortunas de los ricos han crecido ampliamente sin que a ellos les fuera ni pizca más fácil ganarse la vida trabajando.

Es verdad que las estadísticas suelen arreglarse de manera que prueben, a la medida del deseo, que la condición de las clases trabajadoras está mejorando rápidamente. Pero esto no es el hecho que los trabajadores conocen bien. Es verdad que el término medio del consumo ha aumentado y que la baratura de las mercancías ha hecho de uso común' cosas otras veces consideradas como de lujo. Es verdad también que en muchas profesiones los salarios han aumentado algo y las horas se han reducido por medio de la organización de los trabajadores. Pero aunque los premios que se puede ganar en la lotería de la vida —o si alguien prefiere decirlo así, los premios que se pueden ganar por una aptitud, energía y previsión superiores— se van haciendo constantemente más grandes y más deslumbradores, los números sin premio van siendo cada vez más numerosos. El hombre de

facultades y facilidades superiores puede esperar adquirir millones cuando hace una generación sólo podía esperar adquirir decenas de millares; mas para el hombre vulgar, las probabilidades de fracaso son mayores; el miedo a la necesidad, más" apremiante. Es más penoso para el hombre del término medio llegar a ser su propio patrono, sostener su familia y ahorrar algo para las eventualidades. Las angustias causadas por el temor de perder el empleo son cada vez vez mayores y la suerte de aquel que pierde su puesto, más desastrosa. Para probar esto, no es necesario citar las estadísticas que demuestran cómo el pauperismo, la criminalidad, la locura y el suicidio crecen más deprisa que nuestra población. ¿Quién, que lea nuestros periódicos, necesita prueba alguna de que el aumento en el conjunto de la riqueza no significa aumento en la facilidad para ganarse la vida con el trabajo?

He aquí un suceso que tomo de los periódicos en que escribo. No lo elijo porque casos tan impresionantes sean raros, sino porque acerca de él encuentro un comentario que también quiero citar:

«Muerto de hambre en Ohío.

•Dayton, O., agosto 26.—Una de las más horribles muertes que haya ocurrido en una sociedad civilizada ha sido la de Frank Waltzman, que aconteció en esta ciudad ayer mañana. Tenía siete hijos y mujer, y fue en otro tiempo un ciudadano notable de Xenia, O. Trató de trabajar en cualquier cosa que encontrara, y, finalmente, se vio obligado a traspalar arena para mantener a sus hijos. Trabajó ep eso durante la última semana, y en la noche del sábado fue trapsportado a su casa en un carro porque no podía andar. Esta mañana ha muerto. Las diligencias practicadas consignan que ha muerto de hambre. La familia ha carecido de alimento durante casi dos semanas. Su mujer hace

el horrible relato de la muerte, diciendo que, mientras aquel estaba expirando, sus hijos rodeaban el lecho y gemían lastimosamente pidiendo pan.»

Y he aquí el comentario típico que La Tribuna, de Nueva York, por un instante suspendiendo horrorizado sus esfuerzos para convencer a los trabajadores de que el Arancel ha mejorado su condición, pone a este suceso:

«Muerto de hambre.

»La Tribuna del martes ha contado a sus lectores el hecho verdaderamente espantoso de una muerte por absoluta inanición eji Dayton, O. Los pormenores de este caso deben haber sorprendido a muchas personas reflexivas, acostumbrados como estamos a mirar tales catástrofes como propias de la vida europea más que de nuestro país. En sus líneas generales, la historia es bastante vieja. Primero, un comerciante que prospera; después decaen los negocios, la bancarrota, por grados la miseria, hasta que el orgullo y la vergüenza juntamente acarrean el desastre final. Hace pocos años se hubiera dicho que un suceso como éste era imposible en América y, ciertamente, hubo un tiempo en que nadie con facultades y deseos de trabajar hubiera sentido hambre en ninguna parte de este país. Durante este período, además, la vigorosa elasticidad y el poder para recuperar su puesto, los americanos, eran la admiración del mundo. Ningún hombre pensaba mucho en el fracaso de sus negocios. La demanda de iniciativa de todas clases era tal, que ningún hombre de mediana entereza y energía podía quedar hundido. Quizá esta aptitud para rehacerse no era tanto una singularidad nacional como un efecto de las condiciones sociales existentes. Ciertamente, a medida que las cosas se asientan y regularizan en los más antiguos Estados, la semejanza entre la civilización americana y la europea se hace más estrecha, y el problema social que acongoja a aquellas sociedades comienza a proyectar también su sombra en la nuestra. La competencia en nuestros centros de población disminuye más y más el campo de la empresa desprovista de capital. Es mucho menos fácil para aquellos que caen levantarse otra vez. Y las convenciones sociales encadenan más a los hombres y tienden a sujetarlos con ligaduras cada vez más apretadas.

»E1 pobre hombre que murió de hambre en Dayton el otro día, padeció un sino propio del Viejo Mundo. Cayó y no pudo levantarse. Fue despojado de sus recursos antiguos y no pudo inventar otros nuevos. Su crecida familia aumentó sus dificultades. No pudo competir victoriosamente con sus camaradas más jóvenes y menos cargados de obligaciones, y cayó como caen millares en las grandes ciudades de Europa, pero como caen muy pocos hasta ahora, y es de esperar que en adelante, en la sociedad americana. Sin embargo, esta es la consecuencia de un rápido aumento de población y de riqueza. La lucha se hace cada vez más fiera, y mientras las exacciones sociales esclavizan y traban cada vez más las ambiciones, la fertilidad de recursos y la facilidad de adaptación declinan a medida que la ordinaria aptitud de los trabajadores decae con la perfección de las aplicaciones mecánicas. El comercio y las exigencias artificiales de la tiranía social han creado ya entre nosotros una clase de gente cuya vida es una perpetua lucha y una perpetua hipocresía. Podrían vivir confortablemente si pudieran renunciar a la ostentación, pero no pueden hacerlo, y de este modo se hacen más desgraciados y se desmoralizan al mismo tiempo. El vigor, la salud moral características del pueblo americano, van desapareciendo de este modo y vemos crecer una generación de personas débiles que a su vez engendrarán retoños parecidos a los leñadores y aguadores que hemos visto en las masas ciudadanas del Viejo Mundo. Y aquí, como allí, nuestro remedio y nuestra regeneración han de venir de los más vigorosos v adiestrados productos de la vida del campo.»

No preguntaré cómo la regeneración puede venir de los más vigorosos productos de la vida del campo, cuando cada censo demuestra que una parte, cada vez mayor, de nuestra población se concentra en las ciudades, y cuando los caminos de los campos hasta sus últimos límites están llenos de vagabundos. Transcribo ese artículo simplemente como una muestra del reconocimiento que por todas partes se encuentra, aun entre quienes lo niegan formalmente, de que visiblemente se hace cada vez más penoso para el hombre que sólo cuenta con sus brazos ganarse la vida en los Estados Unidos. Este hecho destruye la suposición de que nuestro Arancel protector eleva y mantiene los salarios, pero hace también imposible suponer que la abolición de la protección alteraría de ningún modo la tendencia por la cual el aumento de la riqueza hace la lucha por la vida más y más difícil. Esta tendencia se muestra en todo el mundo civilizado y nace de la más desigual distribución que por todas partes acompaña al aumento de la riqueza. ¿Cómo podría afectar a esto la abolición de la protección? Lo peor que puede decirse de la protección en este aspecto es que, en cierta medida, acelera esa tendencia. Lo mejor que podría prometerse de la abolición de la protección es que la frenara un poco. En Inglaterra la misma tendencia ha continuado manifestándose desde la abolición de la protección, a pesar de que por otros caminos han trabajado grandes factores en la mejora y elevación de las masas. El incremento de la emigración, la mayor difusión de la cultura, el desarrollo de las Trades Unions, los progresos higiénicos, la mejor organización de la caridad, y la regulación gubernativa del trabajo y de sus condiciones, han tendido directamente durante todos esos años a la mejora de la condición de las clases trabajadoras. Y, sin embargo, los abismos de la miseria son tan oscuros como siempre y el contraste entre la necesidad y la riqueza más intenso. Los reformadores de la «ley de cereales» pensaron hacer imposible el hambre; pero aunque la «ley de cereales» ha sido abolida hace tiempo, la inanición figura todavía en las estadísticas de mortalidad de un país desbordante de riqueza.

Mientras los «estadísticos» forjan cifras para demostrar, a satisfacción de Dives, cuánto más rico va siendo Lázaro, he aquí lo que la Congregación de Clérigos de la mayor y más rica de las grandes ciudades del mundo declara en su «Amargo llanto de los parias de Londres»:

«Mientras construíamos nuestras iglesias y nos consolábamos con nuestra religión y soñábamos que el milenio venía, el pobre se ha ido haciendo más pobre; el desvalido, más miserable, y el inmoral, más corrompido. Se ha ido ensanchando diariamente el abismo que aparta las más bajas clases de la sociedad de nuestras iglesias y capillas y de toda decencia y civilización. Es fácil arreglar los hechos de manera que parezcan probar lo contrario. Pero ¿a qué conduciría? Viviríamos sencillamente en un paraíso quimérico si imaginásemos que todas esas actividades reunidas son una milésima parte de lo que se necesita hacer. Debemos mirar los hechos frente a frente, y ellos nos empujan hacia la conclusión de que esta terrible corriente de pecado y de miseria nos va ganando. Cada día aumenta.»

Este es, por todas partes, el testimonio de los observadores desinteresados y compasivos. Los que están por encima de la fiera lucha no pueden darse cuenta de lo que ocurre bajo ellos. Pero quien prefiera mirar, puede ver.

Y cuando consideramos períodos más extensos que los usualmente tomados en cuenta en las discusiones sobre si la condición de los trabajadores ha mejorado o no con el progreso de los medios de producción y con el aumento de riqueza, nos encontramos con este gran hecho:

Hace cinco siglos, el poder productor de riqueza de Inglaterra, proporcionalmente a la población, era en verdad pequeño, comparado con el de hoy. No solamente eran desconocidas todas las grandes invenciones y descubrimientos que desde la introducción del vapor han revolucionado la industria mecánica, sino que la agricultura era más tosca y menos productiva. No habían sido descubiertos los pastos artificiales. No habían sido introducidos la patata, los nabos, la zanahoria, la remolacha y muchas otras plantas y legumbres que el labrador halla ahora que son las más prolífícas. Las ventajas que dimanan de la rotación de cosechas eran desconocidas. Los instrumentos agrícolas consistían en la azada, la hoz, el mayal, el arado primitivo y la grada. El ganado no llegaba a engordar más que hasta la mitad de las dimensiones que hoy alcanza por término medio, y los cameros daban la mitad de lana que hoy. Los caminos, donde los había, eran pésimos, los carruajes pocos y toscos, y lugares separados por cien millas estaban, en cuanto a dificultad de transporte, prácticamente tan alejados entre sí como lo están ahora Londres y Hong-Kong, o San Francisco y Nueva York.

Sin embargo, quienes pacientemente han estudiado aquellos tiempos —hombres como el profesor Thorold Roger, que se ha consagrado a historiar los precios y ha escuadriñado los archivos de los Colegios, de los castillos y de las oficinas públicas— nos dicen que la condición del trabajador inglés era, no sólo relativamente, sino absolutamente, mejor en aquellos tiempos que en la Inglaterra de hoy, después de cinco centurias de progreso en las artes productivas. Nos dicen que los trabajadores no trabajaban tan fatigosamente como hoy y vivían mejor, que estaban exentos del angustioso temor de verse por la pérdida de empleo arrojados a la miseria y a la mendicidad o a dejar tras sí a una familia que tuviera que apelar a la caridad para no morir de hambre. El pauperismo, tal como existe en la rica Inglaterra del siglo XIX, era absolutamente desconocido en la Inglaterra mucho más pobre del siglo XIV. La Medicina era empírica y supersticiosa, los preceptos y precauciones higiénicos eran completamente desconocidos. Había frecuentemente plagas y hambres circustanciales porque, merced a las dificultades del transporte, la escasez de un distrito no podía ser remediada con la abundancia de otro. Pero los hombres no morían de hambre, como ahora, en medio de la abundancia, y acaso el hecho más significativo de todos es que, no solamente no trabajaban, como hoy, las mujeres y los niños, sino que el régimen de las ocho horas que, ni siquiera las clases trabajadoras de los Estados Unidos han alcanzado todavía, a pesar de la profusión de maquinaria y procedimientos economizadores de trabajo, era el régimen general.

Si este es el resultado de cinco siglos de tal aumento en el poder productivo como jamás se había conocido antes en el mundo, ¿cómo puede nacer la esperanza de que la simple abolición del Arancel protector beneficie permanentemente a los trabajadores?

Y hechos de este género no solamente nos impiden suponer que la abolición de la protección podría beneficiar a los trabajadores más que temporalmente, sino que nos sugieren esta pregunta: ¿aumentaría la producción de riqueza más que temporalmente?

La desigualdad en la distribución de riqueza tiende a disminuir su producción, por una parte amenguando la inteligencia y el estímulo entre los obreros, y, por otra, aumentando el número de ociosos y el de aquellos que les sirven, y aumentando el vicio, el crimen y el despilfarro. Ahora bien, si el incremento en la producción de riqueza tiende a aumentar la desigualdad en la distribución, no sólo nos engañaríamos esperando pleno resultado de algo que tiende a aumentar la producción, sino que puede llegarse a un punto en el cual el aumento en la desigualdad de la distribución neutralice el incremento en el poder productivo, lo mismo que el emplear demasiadas velas puede detener la marcha de un barco.

El comercio es un método productivo economizador de trabajo, y el efecto de las restricciones arancelarias sobre él, es, indiscutiblemente, disminuir el poder productor. Sin embargo, aun siendo tan importantes los efectos de la protección para disminuir la producción de riqueza, lo son mucho menos que el despilfarro de fuerzas productivas atribuido comúnmente al mismo exceso de poder productor. La existencia de Aranceles proteccionistas no basta para explicar esta parálisis de las fuerzas industriales que en todas las ramas de la industria parece provenir de un exceso de poder productivo en relación con la demanda para el consumo, y que en todas partes está conduciendo a asociaciones para restringir la producción. Y considerando esto, ¿podemos estar seguros de que el efecto de abolir la protección sería más que un fugaz aumento de la producción de riqueza?

LA VERDADERA FUERZA DE LA PROTECCIÓN

Las razones en favor de la protección son contradictorias y absurdas. Los libros en que se intenta darles una apariencia de sistema, son confusos e ilógicos (1).

Pero todos sabemos que las razones que los hombres dan para explicar su conducta u opiniones no son siempre las razones verdaderas, y que, a menudo, bajo las razones que damos a otros o a nosotros mismos, se esconde un sentimiento o una idea que sólo percibimos vagamente o de los cuales hasta podemos no tener conciencia, pero que en realidad es el factor determinante.

(1) La última apología de la protección, «La protección frente al librecambio, validez científica y acción económica de los derechos protectores en los Estados Unidos», por el ex gobernador Henry M. Hoyt, de Pensylvania (Nueva York, 1886), apenas es inferior a lo corriente en esta clase de tratados. No obstante lo cual, en el mismo prefacio el autor muestra su preparación para un estudio económico hablando del valor como si fuera una medida de cantidad y suponiendo el caso de un labrador que tiene por valor de 3.500 dólares de productos que no puede vender o trocar. Con este comienzo, casi no debe sorprender que, al cabo de las 420 páginas de su libro, saque esta conclusión, que pone en cursiva: (Cuanto más nos aproximemos a organizar y dirigir nuestras industrias competidoras como si fuéramos la única nación del planeta, más produciremos y más tendremos para repartir entre los productores.» Un asteroide de un área aproximada a la de Pensylvania parecería, indudablemente, a semejante estadista y filósofo proteccionista, el más apetecible de los mundos.

Me he tomado el trabajo de examinar los argumentos con que se pide o defiende la protección, y esto ha sido necesario a nuestro estudio, como que es necesario a un ejército que avanza a apoderarse de las fortificaciones exteriores antes de que pueda atacar la ciudadela. No obstante, aunque estos argumentos no son empleados simplemente para discutir, sino que a los mismos proteccionistas les justifican su fe en la protección, la verdadera fuerza de la protección hay que buscarla en otra parte.

No hay más que hablar con cualquier jefe o soldado raso de los defensores de la protección, con la mira de descubrir su pensamiento mejor que sus razones, para ver que bajo todos los motivos alegados en favor de la protección hay allí algo que le comunica la vitalidad, por muy claramente que esas razones sean refutadas.

La verdad es que las falacias de la protección sacan su fuerza efectiva de un gran hecho que es para aquélla como la tierra era al gigante Anteo del mito, de manera que no son derribadas sino para levantarse otra vez. Es un hecho que ninguno de ambos bandos contendientes trata de explicar, que los librecambistas tranquilamente ignoran y los proteccionistas tranquilamente utilizan, pero que es de todos los hechos sociales el más notorio e importante para las clases trabajadoras: el hecho de que tan pronto, por lo menos, como el desarrollo social alcanza cierto grado, los trabajadores que buscan empleo son más que los que pueden encontrarlo, hay un excedente que en períodos recurrentes de depresión industrial llega a ser muy grande. Así, la oportunidad de trabajar viene a ser mirada como un privilegio y el trabajo en sí mismo es habitualmente considerado como un bien (1).

(1) Proporcionar trabajo, no proporcionar los resultados del trabajo es, según los escritores proteccionistas, el fin de una política verdaderamente nacional, aunque por razones obvias no insistan en este concepto. Así, el profesor Thompson dice (Political Economy, pág. 211): «La teoría (librecambista) supone que el principal fin tanto de la economía nacional como

Aquí, y po en los argumentos artificiosos que sus defensores hacen, ni en el poder de los intereses particulares que a ellos se asocian, reside la verdadera fuerza de la protección. Bajo todos los hábitos mentales que, como dije, preparan a los hombres para aceptar las mentiras de la protección, yace uno aún más importante: la costumbre, arraigada en los pensamientos y en las palabras, de mirar el trabajo como una dádiva.

La protección, como hemos visto, actúa reduciendo el poder de una sociedad para obtener riqueza, disminuyendo el resultado que se puede conseguir con una suma dada de esfuerzo. «Da más trabajo» ep el sentido en que Faraón daba más trabajo a los alfareros hebreos cuando les negaba la paja; en el sentido en que el derramar grasa por el suelo da más trabajo al ama de la casa, o como la lluvia que moja su heno da más trabajo al labrador.

No obstante, cuando hemos probado esto, ¿qué es lo que hemos probado a los hombres cuyo mayor anhelo es encontrar trabajo; aquellos cuyo concepto de buenos tiempos es el de tiempos en que el trabajo abunda?

Una lluvia que le moja el heno es manifiestamente un daño para el labrador; pero, ¿es daño para el bracero que a causa de ello obtiene un día de trabajo y un jornal que de otra manera no hubiera tenido?

El derramarse la grasa por el suelo de su cocina suele ser mala cosa para el ama de la casa; pero es una ganga para la fregona que por ello puede ganarse el medio dólar que necesita.

O si los braceros empleados de las obras públicas del Faraón hubieran deseado únicamente, como los trabajadores de las mo-

de la individual, es economizar trabajo, cuando el problema es cómo emplearlo productivamente. Si comprando en el mercado más barato se reduce la suma de trabajo, será esto para la nación que lo hace la más cara de todas las compras.» O en otro lugar (pág. 235): «La economía nacional del trabajo no consiste en emplear lo menos posible de él, sino en encontrar empleo remunerador para la mayor parte posible de él.» demas obras públicas, que el trabajo dure, y si además de ellos hubiera habido una masa de trabajadores menos afortunados apremiando, luchando y suplicando para obtener empleo en las alfarerías, el edicto que, reduciendo la productividad del trabajo, daba más trabajo ¿hubiera sido impopular?

Volvamos a Robinsón Crusoe. Hablando de él, he prescindido deliberadamente de Viernes. Nuestro proteccionista hubiera podido hablar hasta extenuarse, sin convencer a Crusoe de que cuanto más recibiera y menos diera en su comercio con los buques que pasaran, peor sería para él. Pero si hubiera llamado a Viernes aparte, le hubiera recordado cómo Crusoe había vendido a Xuri como esclavo, en cuanto no necesitó de él, aunque el pobre muchacho le había ayudado a escapar de los moros y le había salvado la vida, y hubiera susurrado en los oídos de Viernes que cuanto menos trabajo hubiera que hacer, menos le necesitaría Crusoe y mayor sería el peligro de que éste le entregara a los caníbales ahora que estaba seguro de tener compañeros más afines, la idea de que hubiera algún peligro en una inundación de mercancías baratas ¿hubiera parecido tan ridicula a Viernes como a Crusoe?

Los que se imaginan que pueden llegar a destruir las ideas vulgares sobre la protección demostrando que el Arancel protector hace necesario más trabajo para obtener el mismo resultado, ignoran el hecho de que en todos los países civilizados que han alcanzado cierto desarrollo, la mayoría del pueblo es incapaz de emplearse a sí propia, y a menos de que encuentre alguien que le dé trabajo, está desamparada, y, por consiguiente, tiene la costumbre de mirar al trabajo como algo deseable en sí mismo y todo lo que dé más trabajo como un beneficio, no como daño. Aquí está la roca contra la cual los «librecambistas», cuyas ideas de reforma no van más allá de un Arancel de renta, malgastan su fuerza cuando demuestran que el efecto de la protección es aumentar el trabajo sin aumentar la riqueza. Y aquí está la razón por la que, como hemos visto en los Estados Unidos, en Canadá y en Australia, la propensión a acudir a los Aranceles protectores aumenta cuando ha pasado el primer período en el que no hay dificultad para encontrar trabajo, y comienzan a aparecer los fenómenos sociales de los países más viejos (1).

Jamás ha existido un hombre que deseara trabajar sólo por trabajar. Aun las ocupaciones constructivas o destructoras, sean como fueren, a que nos dedicamos para ejercer nuestras facultades o disipar el tédio, han de conducir a algún fruto para que nos agraden. No es por el mero trabajo de derribar árboles por lo que Mr. Gladstone empuña su hacha como alivio de las preocupaciones de Gobierno y de las luchas políticas. Hubiera trabajado lo mismo —en el sentido de esfuerzo— golpeando con un mazo en un saco de tierra. Pero no sacaría de este modo más gusto que el que sacaría un hombre a quien le deleite pasear por

(1) El crecimiento, bien notorio en los Estados Unidos, del espíritu protector a compás del desarrollo social, se atribuye generalmente al influjo de los intereses manufactureros que principian a crecer. Pero, observando, me he convencido de que esta causa es insuficiente, y que la verdadera explicación está en los hábitos mentales engendrados por las mayores dificultades para encontrar trabajo. Sé bien, por ejemplo, que la protección en California es ahora mucho más fuerte que lo fue en los primeros días de aquel Estado. Pero las industrias de California que pueden ser protegidas por un Arancel nacional son todavía insignificantes comparadas con las industrias que no pueden ser protegidas. Sin embargo, cuando los vagabundos pululan y se invoca la caridad para obras benéficas, no se necesita ir muy lejos para explicarse ]a aparición de un sentimiento que favorece la política de «reservarse el trabajo para el país». Nada más claro que el que nuestro Arancel protector aumenta mucho el coste de casi todas las cosas que el labrador tiene que comprar, mientras añade poco, si añade algo, al precio de lo que tiene que vender, y ha sido teoría predilecta de aquellos que después de la guerra han procurado excitar el sentimiento público contra la protección, que bastaba llamar la atención de las clases agricultores sobre esto para suscitar una hostilidad arrolladora contra los derechos protectores. Pero, a pesar de toda la admirable tarea realizada en este sentido, es difícil ver fruto alguno. La verdad es, como puede verse hablando con los labradores, que la generalidad de éstos cree que «ya hay demasiada gente en la agricultura», y, por tanto, no se halla predispuesta contra una política que, aunque puede aumentar los precios que ellos han de pagar, se propone «dar trabajo» en otras ramas de la industria.

el campo si tuviera que emplear el mismo tiempo en dar vueltas a una rueda de molino de escalones. El placer está en que acompañe al trabajo la conciencia de un resultado, en ver volar las astillas e inclinarse y caer los grandes árboles.

Para el trabajo que satisface las necesidades humanas, el natural estímulo es el producto de ese trabajo. Pero nuestra organización industrial es tal, que gran número de hombres esperan ganar trabajando, no el producto o una parte proporcional del producto de su trabajo, sino una suma determinada que les pagan quienes toman para sí el producto del trabajo de los primeros. Esta suma reemplaza al natural estímulo del trabajo y se convierte en el objeto que los trabajadores tratan de obtener.

Ahora bien, el mismo hecho de que, libremente, nadie desee trabajar a menos de ganar algo por hacerlo, da origen, en la opinión vulgar, a que la idea de salario quede implicada en la idea de trabajo e induzca a los hombres a pensar y a hablar de la necesidad de trabajar cuando realmente lo que necesitan son los salarios que se ganan trabajando. Pero el hecho de que estos salarios estén fundados sobre la realización del trabajo, no sobre su productividad, disocia la idea de la recompensa para el trabajador de la idea de la efectiva productividad de su trabajo, postergando esta idea hasta el último término o eliminándola por completo.

En nuestra moderna civilización las multitudes sólo poseen la facultad de trabajar. Verdad es que el trabajo es el productor de toda riqueza en el sentido de ser el factor activo de la producción; pero es inútil sin el concurso del factor pasivo, no menos necesario. Si no hay nada sobre qué ejercitarlo, el trabajo nada puede producir y es absolutamente impotente. Por esto, los hombres que no tienen sino la facultad de trabajar deben, para hacer algún uso de esa facultad, o alquilar la primera materia necesaria para la ejecución del trabajo o, como es corriente en nuestra organización industrial, vender su trabajo a aquellos que tienen el material. Así sucede que la mayoría de los hombres han de encontrar alguno que desee darles trabajo y pagarles los salarios, reservándose para sí lo que el empleo del trabajo produce.

Hemos visto cómo en el cambio de mercancías por medio del dinero nace, casi insensiblemente, la idea de que el comprador hace un favor al vendedor. Pero esta idea se asocia con más claridad y fuerza a la compra y venta de trabajo que a la compra y venta de mercancías. Hay varias razones para ello. El trabajo po puede guardarse. El hombre que no vende una cosa hoy, puede venderla mañana. En último caso, conserva su mercancía. Pero el trabajo del hombre que ha estado ocioso hoy, porque nadie quería alquilarlo, no se puede vender mañana. La ocasión ha desaparecido para aquel hombre, y el trabajo que hubiera podido efectuar si hubiese encontrado un comprador de él, está enteramente perdido. Los hombres que no tienen más que su trabajo sop, además, las clases más pobres, las clases que viven al día y las menos capacitadas para soportar la pérdida. Además de esto, los vendedores de trabajo son numerosos en comparación con los compradores. Todo hombre en estado de salud tiene poder de trabajar, pero, bajo las condiciones que prevalecen en la civilización moderna, sólo unos pocos, en comparación, tienen medios de emplear el trabajo ajeno, y hay siempre, aun en los mejores tiempos, algunos hombres que encuentran dificultad para vender su trabajo y que están así expuestos a la privación y a la angustia, si no a los padecimientos físicos.

De aquí nace el sentimiento de que el hombre que da trabajo a otro, es un bienhechor de éste, sentimiento que aun los economistas que hap combatido algunos de los errores populares de él nacidos, han hecho lo posible por arraigar, enseñando que el capital emplea y mantiene el trabajo. Este sentimiento circula por todas las clases y matiza todo nuestro pensamiento y nuestro lenguaje. No se puede leer nuestros periódicos sin ver que la noticia de una nueva empresa proyectada o acometida, sea de la clase que quiera, suele terminar afirmando que dará trabajo a tantos hombres, como si el dar empleo, el promover el trabajo, fuese la medida de los beneficios públicos dimanados de aquella empresa y algo que todos debiéramos agradecer. Este sentimiento, vigoroso entre los trabajadores, es más fuerte aún entre los patronos. El rico fabricante o metalúrgico o naviero, habla y piensa de los hombres a los cuales «da trabajo», como si efectivamente les estuviera dando algo que le autorizase para requerir su gratitud, y se inclina a pensar, y en muchos casos piensa que éstos, al asociarse para pedir aumentos de salario o disminución de horas, o al colocarse a sí mismos en la posición de una parte contratante libremente, muerden la mano que los alimenta, aunque el hecho evidente es que los patronos reciben de aquéllos un valor mayor del que ellos dan, porque de otra manera los patronos no podrían enriquecerse empleando a los trabajadores.

Esta costumbre de considerar el dar trabajo como una obra bienhechora y el trabajo como una dádiva, da fácil difusión a las doctrinas que suponen que el trabajo en sí mismo es apetecible —una cosa, de la cual toda nación debe procurar conquistar lo más posible— y hace que un sistema que tiene por objeto impedir a otros países que hagan para nosotros el trabajo que nosotros mismos podemos hacer, parezca un sistema encaminado al enriquecimiento de nuestro propio país y al beneficio de sus clases trabajadoras. No solamente predispone a los hombres, dificultándoles que perciban la verdad de que la protección sólo actúa reduciendo la productividad del trabajo, sino que los inhabilita para preocuparse de otra cosa. Es la necesidad de trabajo, 110 la productividad del trabajo lo que ellos están acostumbrados a considerar como cosa deseable.

Tan consolidada está esa costumbre, que nada es más corriente que oír decir de una construcción o un gasto inútiles que «no sirve para nada, salvo para proporcionar trabajo», al paso que el más popular argumento en favor del régimen de ocho horas de trabajo, es que la maquinaria ha reducido hasta tal

Sumner hace, que «el tradeunionismo y el proteccionismo son dos ilusiones», es sencillamente inclinarlos hacia el proteccionismo; porque, dígase lo que se quiera de la protección, aquéllos saben bien que las Trade Unions han elevado los salarios en muchos oficios y que son lo único que ha dado hasta ahora a las clases trabajadoras cierto poder para resistir el empuje de una competencia que, no refrenada, los forzaría al máximum del esfuerzo por el mínimum del salario. Librecambismo como el que expone el profesor Sumner, y éste es el que se enseña en Inglaterra y el que en los Estados Unidos ha intentado combatir contra el proteccionismo, tiene que dar, dondequiera que las clases trabajadoras tengan influencia política, una fuerza positiva a la protección.

Pero no es sólo indirectamente como la Economía política llamada ortodoxa fortalece la protección. Aunque condenaba el Arancel protector, ha justificado el Arancel de renta, y sus más importantes doctrinas, no solamente han cerrado el paso a una explicación de los fenómenos sociales que pudiera socavar los cimientos del proteccionismo, sino que han sido directamente calculadas para fortalecer las ideas que hacen admisible la protección. La doctrina de que el empleo del trabajo depende del capital y de que los salarios se sacan del capital y están determinados por la relación entre el número de trabajadores y la suma de capital consagrado a su empleo; todas las doctrinas, en una palabra, que han degradado el trabajo hasta el puesto de factor secundario y subalterno en la producción, han tendido a sancionar esta visión de las cosas que dispone a las clases trabajadoras a mirar favorablemente todo lo que, impidiendo introducir en el país los productos de otros países, parece, por lo menos, aumentar la demanda del trabajo nacional.

LA PARADOJA

Si nuestro estudio no nos ha conducido todavía a una conclusión satisfactoria, por lo menos nos ha explicado por qué la polémica tanto tiempo mantenida entre proteccionistas y librecambistas ha sido tan ineficaz. Hacia la paradoja a que hemos llegado convergen todos los problemas sociales de nuestro tiempo, y si se hubiera estudiado cualquier otro problema análogo nos hubiera conducido exactamente al mismo punto.

Tomad, por ejemplo, el problema de los efectos de la maquinaria. La opinión dominante es que los inventos economizadores de trabajo, aunque durante algún tiempo pueden producir inconvenientes transitorios, y aun penalidades a algunos, son, en definitiva, beneficiosos para todos. Por otra parte, entre los trabajadores está muy extendida la creencia de que la maquinaria economizadora de trabajo es perjudicial para ellos, aunque, no participando de esta creencia aquellos poderosos intereses particulares que se preocupan de defender la protección, nunca ha constituido un sistema ni ha alcanzado representación semejante a la de éstos en los órganos de la opinión pública.

Ahora bien, sujetemos esta cuestión a un examen análogo al que hemos hecho del problema arancelario y llegaremos a resultados semejantes. Encontraremos la idea de que los inventos de-

ben ser restringidos tan absurda como la de que el comercio debe serlo; tan incapaz de ser llevada hasta sus conclusiones lógicas, sin caer en el absurdo. Y aunque el uso de la maquinaria aumenta enormemente la producción de riqueza, el examen demostraría que nada hay en ella que cause desigualdad de la distribución. Por el contrario, veríamos que el aumento de poder dado por las invenciones beneficia primeramente al trabajo, y que el comercio difunde tanto este beneficio, que el efecto del progreso que aumente el poder del trabajo en una rama de la industria tiene que ser compartido por el trabajo en las demás ramas. Así la tendencia directa de los progresos economizadores de trabajo es aumentar las ganancias del trabajo. Ni esta tendencia se halla neutralizada por el hecho de que las invenciones economizadoras de trabajo requieren generalmente el uso de capital, puesto que la competencia, cuando actúa libremente, tiene en su día que hacer volver al nivel común los provechos del capital empleado en aquella rama. Ni aun el monopolio de los inventos economizadores de trabajo, que raramente puede ser conservado por cierto tiempo, puede impedir que una gran parte (y generalmente la más grande) de los beneficios se difunda (1).

De esto deberíamos concluir con certeza que la tendencia de los progresos economizadores de trabajo es beneficiar a todos y especialmente a las clases trabajadoras, y, por consiguiente, toda desconfianza en sus efectos beneficiosos se puede atribuir, en parte, a los desplazamientos temporales que, en una sociedad complejamente organizada, cualquier cambio en las formas de la industria ha de causar, y en parte, a las necesidades crecientes suscitadas por la creciente aptitud para satisfacerlas.

Sin embargo, aunque teóricamente es claro que las invenciones economizadoras del trabajo deben mejorar la condición de todos, de hecho es igualmente claro que no lo hacen.

(1) Para un estudio completo de los efectos de la maquinaria, véanse mis Problemas sociales.

En países como la Gran Bretaña hay todavía una gran masa en loá confines del hambre y siempre a punto de caer en ella, una clase que no ha sacado el más ligero beneficio del enorme incremento del poder productivo, puesto que su condición jamás ha sido tan mala como hoy, una clase cuya situación habitual en tiempo de paz y de abundancia es tan baja, más penosa y más degradada que la de ningún salvaje.

En países como los Estados Unidos, donde antes no existía una clase como ésa, su desenvolvimiento ha sido contemporáneo de los maravillosos adelantos de los inventos que ahorran trabajo. Las leyes contra los vagabundos incorporadas a los Códigos de nuestros Estados, las restricciones del trabajo de los niños que han resultado necesarias; los anuncios ambulantes en nuestras ciudades, creciente el encono de la lucha por el salario a que se ven obligados los trabajadores, indican inequívocamente que mientras los descubrimientos y las invenciones aumentan de continuo la capacidad productora de trabajo en todas las ramas de la industria, la condición del simple trabajador ha ido empeorando sin cesar.

Puede probarse que las invenciones que ahorran trabajo tienden a beneficiar al trabajo; pero que esta tendencia se frustra de algún modo, es aún más evidente en los hechos de hoy que lo era cuando Juan Stuart Mill preguntaba si la maquinaria había aligerado la fatiga diaria del ser humano. Que en algunos lugares y en algunas profesiones ha habido mejora en la condición del trabajo, es verdad. Pero no solamente tal mejora no es proporcionada al aumento de poder productivo, sino que notoriamente no se debe a él. Existe únicamente donde ha sido alcanzada por la organización de los trabajadores o por intervención de la ley. Son las Trade Unions, no el mayor poder de la maquinaria, lo que en la Gran Bretaña ha reducido las horas y aumentado la paga en muchas profesiones; es la legislación, no ninguna mejora en la general condición del trabajo, la que ha contenido el trabajo de las mujeres en las minas y el de los niños en las fábricas y ladrillares. Donde no se han sentido tales influjos, no sólo es cierto que las invenciones que ahorran trabajo no han mejorado la condición de éste, sino que parecen haber ejercido un influjo deprimente, operando en el sentido de depreciar el salario en vez de hacerlo más preciado.

Así, cop relación a los efectos de la maquinaria como en lo relativo a los efectos de los Aranceles, hay las dos caras del escudo. Las conclusiones a que nos conduce el examen de los principios están contradichas por las conclusiones que nos vemos obligados a deducir de los hechos existentes. Más aún cuando la discusión puede ser interminable entre quienes, mirando un solo lado del escudo, rehúsan estudiar el que sus adversarios miran, el reconocer la existencia de tales aspectos contradictorios es advertir la posibilidad de una explicación que abarque a ambos.

El problema que tenemos que resolver para explicar por qué el librecambio o las invenciones mecánicas o cualquier causa análoga deja de producir los beneficios generales que, naturalmente, esperamos de ellos, es un problema de distribución de la riqueza. Si la creciente producción de riqueza no beneficia proporcionalmente a las clases trabajadoras ha de ser porque va acompañada por una creciente desigualdad en la distribución.

En sí mismos, el librecambio y los inventos mecánicos no tienden a la desigualdad en la distribución. Sin embargo, es posible que puedan fomentar tal desigualdad, no en virtud de algo inherente a sus tendencias, sino a través de su influjo en el aumento de producción, porque, como ya hemos señalado, el aumento o la disminución en la producción de riqueza pueden por sí mismos, en ciertas circunstancias, alterar la proporción en la distribución. Dejadme poner un ejemplo:

Smith, un plomero, y Jones, un lampista, forman una sociedad del modo habitual y explotan los negocios de plomero y lampista. En este caso, cualquier aumento o disminución de los provechos de la sociedad afectará . sus partícipes igualmente y, sean esos provechos muchos o pocos, la proporción que a cada uno corresponda será la misma.

Pero imaginemos que su convenio es, como ocurre algunas veces, que el plomero tome dos tercios en los beneficios de todos los trabajos de su profesión hechos por la sociedad, y el lampista dos tercios de los provechos obtenidos en los trabajos propios de él... En este caso, toda labor que ellos hagan no sólo aumentará o disminuirá los provechos de la sociedad, sino que, según sea obra de plomero o de lampista, afectará directamente a la distribución de los beneficios entre los partícipes. O supongamos que los partícipes difieren en su capacidad para soportar los riesgos. Smith tiene familia y necesita un ingreso seguro, mientra que Jones es soltero y puede arreglarse durante algún tiempo sin sacar dinero de la sociedad. Para asegurar mejor a Smith la subsistencia, se ha convenido que éste sacará una cantidad fija antes de que se distribuyan los provechos y, en compensación de esta garantía, ganará sólo una cuarta parte de los beneficios remanentes. En tal caso el aumento o disminución de los provechos alterarían por sí mismos las proporciones de la distribución. El aumento de los provechos afectaría a la distribución en favor de Jones y podía llegar a tanto que aumentara su parte casi al 75 por 100 y redujera la de Smith a poco más que el 25 por 100. Por otro lado, la disminución de los beneficios afectaría a la disminución en favor de Smith y podía llegar a darle el 100 por 100, reduciendo la parte de Jones a nada. En un caso como éste, cualquier circunstancia que afectara a la suma de los provechos afectaría a los términos de la distribución, pero no por virtud de algo peculiar a tal circunstancia. La causa efectiva consistiría en algo extraño e independiente de ella.

El fenómeno social que tenemos que explicar se parece al presentado en este último caso. La creciente desigualdad distributiva que acompaña al progreso material está evidentemente relacionada con la creciente producción de riqueza y no dimana de ningún efecto directo de las causas que acrecientan esa riqueza.

A nuestro ejemplo, sin embargo, le falta algo. En el caso que hemos supuesto, el aumento de beneficios conjuntos beneficiaría a ambos partícipes, aunque en diferentes grados. Aim cuando la parte de Smith disminuyera en proporción, aumentaría en total. Pero en el fenómeno social que estamos examinando, no es solamente que con el aumento de riqueza no crezca proporcionalmente la parte que ciertas clases sociales obtienen; es que no la aumenta en absoluto, y que, en algunos casos, lo mismo absoluta que proporcionalmente, la disminuye.

Para poner un ejemplo que incluya también este hecho imaginemos otro caso. Volvamos a la isla de Robinsón Crusoe, que nos sirve perfectamente como ejemplo de una sociedad en su forma más sencilla y, por tanto, más inteligible.

El descubrimiento de la Isla, que hemos supuesto antes de ahora, determinando la visita de otros barcos, aumentaría grandemente la riqueza que el trabajo de su población, compuesta por dos habitantes, podría obtener. Pero no se sigue de aquí que, con el crecimiento de riqueza, ganaran ambos.

Viernes era esclavo de Robinsón, y, por mucho que la apertura del tráfico con el resto del mundo aumentara la riqueza, aquél sólo podría pedir los salarios de esclavo, lo necesario para sostenerse en aptitud de trabajar. Mientras Crusoe viviera, cuidaría, indudablemente, con solicitud del compañero de su soledad; pero cuando, en el curso del tiempo, la isla hubiera entrado plenamente en el ámbito de la vida civilizada y hubiera pasado a poder de algún heredero de Crusoe o de algún comprador, que probablemente viviría en Inglaterra, y fuera cultivada con el propósito de hacerle producir la más cuantiosa renta, no sólo se habría ensanchado enormemente el abismo entre el propietario y el esclavo que trabajaba en ella, en comparación con el tiempo en que Crusoe y Viernes participaban por igual del común producto de su trabajo, sino que la parte del esclavo se habría hecho menor en absoluto y su condición más baja y más penosa.

No es necesario suponer una positiva crueldad o una dureza inútiles. Los esclavos que en el nuevo orden de cosas sustituyeran a Viernes tendrían satisfechas todas sus necesidades animales, comerían acaso tanto como Viernes, podrían usar mejores trajes, ser alojados en mejores casas, estar exentos del temor a los caníbales y, en la enfermedad, hallarse atendidos por un médico hábil. Y ep presencia de esto, los «estadísticos» de la isla podrían confrontar cifras o trazar diagramas para demostrar cuánto mejor estaban estos jornaleros que su predecesor, que se cubría con pieles de cabra, dormía en una caverna y vivía en constante temor de ser devorado, y las conclusiones de esos señores aparecerían en todos los periódicos de la isla, diciendo a coro: «Ved, en cifras que no pueden meptir y en diagramas que pueden ser comprobados, cómo los progresos industriales benefician a todo el mundo, aun a los esclavos.»

Pero en cosas que los estadísticos no tienen en cuenta, estarían peor que Viernes. Metidos en el círculo de una faena pesada, sin el alivio de la variedad; no dignificados por la responsabilidad, no estimulados por la visión del fruto y su participación en él, su vida, comparada con la de Viernes, sería menos la de un hombre y más la de una máquina.

Y el efecto de tales cambios sería el mismo sobre los trabajadores que llamamos libres, es decir, libres para usar su poder de trabajo, pero no libres para emplearlo en lo que necesitan para usarla. Si Viernes, en vez de poner el pie de Crusoe sobre su cabeza para declararse por siempre esclavo suyo, hubiera reconocido simplemente la propiedad de Crusoe sobre la isla, ¿qué diferencia habría? Como sólo podría vivir sobre la propiedad de Crusoe y en las condiciones que Crusoe impusiera, su libertad hubiera equivalido, sencillamente, a la libertad de emigrar, arrojarse al mar o entregarse él mismo a los caníbales. Los hombres que disfrutan sólo esta libertad, es decir, la libertad de morirse de hambre o de emigrar como única alternativa de obtener de otro el permiso para trabajar, no pueden enriquecerse con los progresos que aumentan la producción de la riqueza. Porque, para reclamar una parte de ella, no tienen más poder que el esclavo. Quienes necesitan hacerles trabajar, habrán de darles lo que el dueño daba al esclavo si quería que trabajase, lo bastante para sostener su vida y sus fuerzas; pero cuando éstos no encuentran a nadie que necesite hacerlos trabajar, tienen que morirse de hambre, si no pueden mendigar. Garantizad a Crusoe la propiedad de la isla, y Viernes, hombre libre, estaría tan sujeto a él como Viernes esclavo. Sería tan impotente como antes para reclamar parte alguna de la creciente producción de riqueza, cualquiera que fuese la magnitud de ésta o la causa de que proviniera.

Y lo que sería verdad en el caso de un hombre, lo es en el caso de muchos. Suponed 10.000 Viernes, todos hombres libres, todos absolutamente dueños de sí propios, y un solo Crusoe, el propietario absoluto de la isla. En tanto que su propiedad fuese reconocida y pudiera ser sostenida, ¿no sería el uno tan dueño de los 10.000 como si fuera el propietario legal de su carne y de su sangre? Desde el momento en que nadie podría usar de su isla sin su consentimiento, nadie podría trabajar ni aun vivir sin su permisp. La orden «Váyanse de mi propiedad» sería una sentencia de muerte. El propietario de la isla sería para los otros 10.000 hombres «libres» que vivían sobre ella, su Señor o Dios de la tierra, del cual tendrían que temer más que de ninguna deidad que, según su religión, reinara en los cielos. Porque, como un propietario escocés decía a sus arrendatarios: «puede ser que Dios Todopoderoso haya hecho la tierra, pero yo soy el dueño, y si no hacéis lo que os digo, os vais».

Ningún aumento de riqueza permitiría a tales trabajadores «libres» reclamar más que la mera subsistencia. La apertura del comercio extranjero, las invenciones mecánicas, el descubrimiento de depósitos de minerales, la introducción de plantas más pro-líficas, el aumento de la habilidad, aumentarían, sencillamente, la suma que el propietario de la tierra les exigiría por el privilegio de vivir sobre su isla, y en manera alguna aumentaría lo que podrían pedir quienes no tienen más que su trabajo. Si el cielo mismo lloviese riqueza sobre la isla, esta riqueza sería para aquél. Y también, cualquier economía que permitiese a estos meros trabajadores vivir más barato, aumentaría sencillamente el tributo que ellos podrían pagar y que aquél les exigiría.

Naturalmente, ningún hombre puede utilizar un poder como éste en su plena extensión o para él solo. Un solo propietario en medio de 10.000 pobres colonos, como un solo amo entre 10.000 esclavos, estaría tan solitario como lo estaba Robinsón Crusoe antes de que viniera Viernes. El ser humano es por naturaleza un animal social, y, por muy egoísta que sea, deseará compañeros de condición semejante a la suya. El natural impulso le llevaría a recompensar a aquellos que le agradasen, la prudencia le hostigaría a interesar a los más influyentes entre sus 10.000 Viernes, en el mantenimiento de su propiedad, al paso que la experiencia le enseñaría, si no lo hacía el cálculo, que podía obtener mayor renta concediendo a la energía, destreza y economía superiores alguna parte de lo que los esfuerzos de éstas podían conseguir. Pero aun cuando el único propietario de tal isla sería así inducido a compartir sus privilegios, por medio de concesiones, arrendamientos, exenciones o remuneraciones, con una clase más o menos numerosa, la cual de este modo participaría con aquél en las ventajas de cualquier progreso que aumentara el poder productor de riqueza, quedaría, sin embargo, una clase, los simples trabajadores sin más que la aptitud ordinaria, a quienes tales progresos no podían beneficiar. Y bastaría que fuese un poco más parco en conceder permiso para trabajar sobre la isla, y mantuviese así un pequeño tanto por ciento de la población constantemente en los límites del hambre y suplicando permiso para usar su poder de trabajo, para crear una competencia en la cual, luchando unos contra otros, los hombres ofrecieran por sí mismos todo lo que su trabajo pudiera conseguir, salvo la mera subsistencia, por el privilegio de obteper trabajo.

A veces, podemos ver los principios en toda su claridad si los suponemos actuando bajo circunstancias que no son las usua-

les; pero en la práctica, la situación social que en la moderna civilización crea una clase que no puede trabajar ni vivir sino con permiso de otros, nunca hubiera podido crearse de aquel modo.

El lector de Las nuevas aventuras de Robinsón Crusoe, contadas por De Foe, recordará que, durante la larga ausencia de Crusoe, tres bribones ingleses, guiados por Will Atkins, reclamaron la propiedad de la isla, manifestando que les había sido donada por Robinsón Crusoe y pidiendo que el resto de los habitantes trabajase para ellos pagándoles una renta. Aunque acostumbrados en sus países a reconocer como justas semejantes reclamaciones, aducidas en nombre de personas que se habían marchado, no a otras tierras, sino al otro mundo, los españoles, como los pacíficos ingleses, se rieron de esta petición y, cuando sus autores insistieron en ella, dieron a éstos tal paliza que tuvieron que renunciar a la idea de que otra gente trabajara para ellos. Pero si los tres granujas ingleses se hubieran apoderado de todas las armas de fuego antes de reclamar la propiedad de la isla, el resto de su población se hubiera visto obligada a reconocérsela. De este modo se hubiera establecido una clase de propietarios y otra de no propietarios, a cuyo arreglo se hubiera habituado la población en pocas generaciones, pensando que ése era el orden natural de las cosas, y cuando éstos hubieran comenzado, en el curso de los tiempos, a colonizar otras islas, habrían establecido las mismas instituciones. Ahora bien, lo que pudo haber acontecido en la isla de Crusoe, si los tres bribones ingleses se hubiesen apoderado de todas las armas de fuego, es precisamente lo que en mayor escala ha acontecido en el desarrollo de la civilización europea y lo que está sucediendo al extenderla a las demás partes del mundo. Por esto es por lo que en los países civilizados encontramos una numerosa clase social a la que, aun cuando puede trabajar, se le-niega todo derecho a usar los elementos necesarios para valerse de aquel poder, y que para obtener el uso de esos elementos debe pagar en renta una parte del producto de su trabajo o tomar como salario menos de lo que su trabajo produce. Una clase tan desva-

lida puede no ganar nada del aumento en el poder productivo. Donde tal clase exista, el aumento en la riqueza general sólo puede significar un aumento en la desigualdad de la distribución. Y aunque esta tendencia puede ser levemente frenada por las Trade Unions o por asociaciones semejantes que, artificialmente, disminuyan la competencia, opera plenamente sobre aquella parte de los trabajadores que está fuera de tal organización.

Y, repitamos: esta creciente desigualdad en la distribución no sólo significa que las masas que no tienen sino su poder para trabajar no participan proporcionalmente en el aumento de riqueza. Significa que su condición ha de empeorar, tanto absoluta como relativamente. Está en la naturaleza de los adelantos industriales, corresponde a la verdadera esencia de estas prodigiosas fuerzas que las invenciones y descubrimientos modernos van desatando, el que perjudiquen cuando no benefician. Estas fuerzas no son en sí mismas pi buenas ni malas. Causan bien o mal, según las condiciones en que se ejercen. En un estado social en el que todos los hombres fueran iguales con relación al uso del universo material, los efectos serían sólo bienhechores. Pero en up estado social en el que algunos hombres son los absolutos propietarios del universo material, mientras otros no pueden utilizarlo sin pagar a aquéllos un tributo, los bienes que estas fuerzas podrían acarrear se truecan en un azote, su tendencia es destruir la independencia, hacer inútil la destreza y convertir al artesano en «mano de obra», concentrar todos los negocios, dificultar que el obrero se haga su propio patrono y obligar a las mujeres y a los niños a una fatiga nociva y extenuadora. El cambio que el progreso industrial está ahora operando en la condición del mero trabajador, y que sólo frenan algo las Trade Unions, es aquel cambio que convertiría a un esclavo partícipe de las varias ocupaciones y rudas comodidades de su amo vestido con pieles de cabra, ep un esclavo mantenido como un simple instrumento de la producción fabril. Comparad el hábil artesano de los tiempos viejos con el operario de los tiempos nuevos, mero alimentador de una máquina. Comparad el criado de la granja americana de los primeros tiempos, socialmente un igual de su patrono, con el vaquero de hoy, cuya vida monótona no ofrece otra variación sipo un «rodeo» o un «trago», o con el jornalero de una «fábrica de trigo» que duerme en las barracas o pajares, y después de unos meses de trabajo se convierte en vagabundo. O comparad la pobreza de Gonnemara o Sky con la miseria infinitamente más degradada de Belfast o Glasgow. Haced esto y decid si para quienes sólo pueden esperar el vender su trabajo por la subsistencia, nuestros efectivos progresos industriales no presentan un lado sombrío.

Y que ésta ha de ser la tendencia de las invenciones mecánicas o de las reformas sociales en una sociedad donde se considera el planeta como propiedad privada y a los niños que en él vienen a la vida se les niega el derecho a usarlo, excepto si compran este derecho o lo heredan de algún difunto, lo veremos fácilmente si imaginamos los inventos economizadores de trabajo llevados hasta su último límite imaginable. Cuando consideramos que el objeto del trabajo es satisfacer las necesidades, la idea de que las invenciones economizadoras de trabajo pueden alguna vez tener necesidad de hacer más productivo el trabajo, parece absurda. Sin embargo, si las invenciones pudieran ir tan lejos que hicieran posible la producción de la riqueza sin el trabajo, ¿cuál sería el efecto sobre una clase que no puede llamar suyo a nada, excepto su poder de trabajo, y que, por abundante que sea la riqueza, no pueden participar de ella sino vendiendo ese poder? ¿No sería esto reducir a cero el valor de lo que esa clase tiene que vender? ¿Hacerlos pobres en medio de toda la riqueza posible; privarles de los medios de ganarse hasta una subsistencia mísera y obligarlos a mendigar o perecer, si no pudiesen robar? Acaso es imposible que las invenciones lleguen hasta tal punto. Pero en esa dirección caminan los modernos inventos. Y ¿no hay en esto una explicación del vasto ejército de vagabundos y pobres y de muertes por miseria y hambre en el mismo seno de la abundancia?

La abolición de la protección tendería a aumentar la producción de riqueza; esto es seguro. Pero bajo las condiciones actuales, el aumento en la producción de riqueza puede, por sí mismo, convertirse en un azote, primero de las clases trabajadoras y, últimamente, de toda la sociedad.

¿No es verdad, pues —puede preguntarse—, que la protección, al menos en cuanto frena esa libertad y extensión del comercio esenciales para el pleno juego de las tendencias industriales modernas, es favorable para las clases obreras? Gran parte de la fuerza del proteccionismo entre los trabajadores viene, a mi juicio, de vagas ideas de esa índole.

Replicaré que no. No sólo la protección, que es simplemente la protección de los productores capitalistas contra la competencia extranjera en el mercado nacional, tiende en sí misma hacia el monopolio y la desigualdad, sino que es impotente para detener las concentradoras tendencias de los inventos y procedimientos modernos. Para hacer esto por medio de la «protección», no sólo tendríamos que prohibir el comercio extranjero, sino que habríamos de restringir el comercio interior. No sólo tendríamos que prohibir la aplicación de todo invento economizador de trabajo, sino que deberíamos impedir el uso de los más importantes ya adoptados. Tendríamos que destruir los ferrocarriles y volver a los barcos remolcados por los canales y a los carros de transporte; arrancar los telégrafos y valernos del correo de postas; sustituir la máquina segadora por la hoz; la de coser, por la aguja; la fábrica de tejidos por el telar de mano; en una palabra, prescindir de todo lo que un siglo de inventos nos ha dado y volver a los procedimientos industriales de hace cien años. Esto es tan imposible como lo es al pollo retornar al huevo. Un hombre puede hacérse decrépito y pueril, pero, alcanzada la madurez, no puede volver a ser un niño.

No; no es en volver hacia atrás, sino en ir hacia adelante, en lo que reside la esperanza de mejora social.

EL LADRÓN QUE TOMA TODO LO QUE QUEDA

Abolir la protección es en sí mismo como ahuyentar un ladrón.

Pero de nada serviría a un hombre ahuyentar a un ladrón si otro, aún más fuerte y más rapaz, se queda para despojarle.

El trabajo es como un hombre que, cuando lleva a su casa sus ganancias, es asaltado por una serie de ladrones. Uno le pide tanto y otro cuánto, pero al fin hay uno, que le pide todo lo que le han dejado, salvo lo necesario estrictamente para que la víctima se mantenga y tome el próximo día a trabajar. Mientras este último ladrón subsista, ¿en qué beneficiaría a tal hombre ahuyentar uno o todos los demás ladrones?

Tal es hoy la situación del trabajo en todo el mundo civilizado. Y el ladrón que toma todo lo que queda es la propiedad privada de la tierra. Los progresos, por grandes que fueren y las reformas, por beneficiosas que sean en sí mismas, no pueden aliviar a esta clase que, privada de todo derecho al uso de los elementos naturales, sólo tiene el poder de trabajar, un poder tan inútil por sí sólo como una vela sin viento, una bomba sin agua, o una montura sin caballo.

He comparado el trabajo a un hombre asaltado por una serie de ladrones, porque en todos los países hay, además de la propiedad privada de la tierra, otras cosas que tienden a disminuir

la prosperidad nacional y desvían las ganancias del trabajo hacia las manos de los no productores. Esta es la tendencia del monopolio de las máquinas e instrumentos de producción y cambio, la tendencia de los Aranceles protectores, de los malos sistemas de circulación monetaria y de Hacienda, de la corrupción del Gobierno, de las deudas públicas, de los ejércitos permanentes, de las guerras y sus preparativos. Pero estas cosas, de las cuales unas preponderan en un país y otras en otro, no pueden explicar el empobrecimiento del trabajo, que es general en todas partes. Esos son los ladrones subalternos, y ahuyentarlo es sólo dejar más para que lo tome el gran ladrón.

Si esta decisiva causa del empobrecimiento del trabajo fuese suprimida, cualquier reforma en alguna de aquellas direcciones mejoraría la condición del trabajo; pero mientras aquella causa exista, ninguna reforma puede producir mejora definitiva. Se podría abolir las deudas públicas, licenciar los ejércitos permanentes, olvidar las guerras y hasta la idea de la guerra, suprimir en todas partes las tarifas protectoras, administrar el gobierno con la mayor honradez y economía y destruir todos los monopolios, excepto el de la tierra, y no se conseguiría ninguna mejora permanente en la condición de las clases trabajadoras. Porque el efecto económico de todas estas reformas sería, sencillamente, disminuir el despilfarro o aumentar la producción de riqueza, y mientras la competencia por encontrar ocupación quienes no pueden emplearse a sí mismos, tienda constantemente a bajar los salarios hasta el mínimum, que no permite al trabajador sino un mísero subsistir, este mínimum sería todo lo que el trabajador ordinario puede ganar. Mientras esa tendencia exista, y ha de existir mientras la propiedad privada de la tierra exista, la mejora (aunque fuese posible) en las cualidades personales de las masas obreras, tales como el aumento del saber profesional, inteligencia, sobriedad o ahorro, no puede mejorar su condición material. Tales mejoras sólo pueden beneficiar al individuo mientras están li* mitadas al individuo mismo y, como consecuencia, le dan una ventaja frente a los trabajadores corrientes, cuyos salarios constituyen la base reguladora de todo otro salario. Si tales ventajas personales se generalizasen, el efecto sólo podría ser permitir que la competencia fuerce los salarios hacia un nivel más bajo. Cuando pocos podían leer y escribir, estas habilidades conferían una superioridad especial y elevaban al individuo que las poseía por cima del nivel trabajador corriente, permitiéndole exigir el salario de su especial aptitud. Pero donde todos saben leer y escribir, la mera posesión de esta aptitud no puede eximir a los trabajadores vulgares de verse compelidos a una situación tan baja como si no supieran leer ni escribir.

Y así, donde prevalezcan la prodigalidad y la intemperancia, la economía y la sobriedad confieren una ventaja especial que a quienes la posean puede elevarlos sobre las condiciones del trabajo ordinario; pero si estas virtudes se generalizasen, tal superioridad cesaría. Que la gran masa de los trabajadores reforme o degrade sus costumbres de manera que llegue a serle posible vivir con la mitad de los salarios más bajos que ahora se pagan, y la competencia por encontrar empleo, que impele a los hombres a trabajar por una mísera vida, reducirá en esa proporción el nivel de los salarios.

No digo que las reformas que aumentan la cultura o mejoran las costumbres de las masas sean inútiles, ni siquiera en este aspecto. La difusión de la cultura tiende a disgustar al hombre de una vida de miseria en medio de la riqueza, y la disminución de la intemperancia le hace más apto para rebelarse contra tal destino. De este modo las escuelas públicas y las sociedades de temperancia son agentes revolucionarios. Pero no podrán jamás suprimir la miseria mientras la tierra continúe siendo propiedad privada. La buena gente que imagina que la instrucción obligatoria o la prohibición de la venta de bebidas puede suprimir la miseria, comete el mismo error que los reformadores contrarios a la ley de cereales, al imaginarse que el abolir la protección haría imposible el hambre. Tales reformas son, por su propia naturaleza, buenas y beneficiosas, pero en un mundo como este, ocupado por seres como nosotros y considerado como la exclusiva propiedad de una parte de aquéllos, tiene que haber, bajo cualesquiera condiciones que se imaginen, una clase al borde de la inanición.

Esta necesidad es inherente a la naturaleza de las cosas; nace de la relación entre el hombre y el universo exterior. La tierra es la superficie del Globo, el cimiento de este océano atmosférico en el cual nuestra estructura física nos confina. Es nuestra única residencia posible, nuestro único taller posible, el único depósito del cual podemos sacar materiales para la satisfacción de nuestras necesidades. Considerando la tierra en su acepción restringida, como diferente del agua y del aire, aún es elemento necesario para utilizar los demás elementos. Sin tierra, el hombre no puede siquiera valerse de la luz y el calor del sol, ni utilizar las fuerzas que palpitan a través de la materia. Y, cualquiera que sea su esencia, el hombre en su constitución física no es sino una cambiante forma, de la materia, un estado transitorio del movimiento, que sale constantemente de los depósitos de la Naturaleza y continuamente retoma a ella otra vez. En su estructura física y sus facultades se relaciona con la tierra como el chorro del manantial con la corriente subterránea o como la llama de la lámpara con el gas que la alimenta.

Por tanto, sean cuales fueren las demás condiciones, el hombre, que, si vive y trabaja, ha de vivir o trabajar sobre la tierra perteneciente a otro, es necesariamente un esclavo o un pobre.

Hay dos formas de esclavitud: la que Viernes aceptó cuando puso el pie de Crusoe sobre su cabeza, y la que Will Atkins y sus camaradas intentaron establecer cuando pretendieron la propiedad de la isla e invitaron a los demás habitantes de ella a que hicieran todo el trabajo. La una, que consiste en la propiedad del hombre, sólo se emplea cuando la población está demasiado diseminada para hacer practicable la otra, que consiste en apropiarse de la tierra.

Porque mientras la población está diseminada, y la tierra desocupada abunda, los trabajadores pueden eludir la necesidad de comprar el uso de la tierra o pueden obtenerlo por un precio nominal. Por consiguiente, para obtener esclavos, gente que trabaje para nosotros, sin que nosotros trabajemos para ellos en compensación, es necesario apropiarse sus cuerpos o recurrir a la esclavitud predial o servidumbre de la gleba, que es una artificial anticipación del poder adquirido por el propietario cuando la población es más densa, y que consiste en confinar a los trabajadores en la tierra sobre la cual se desea utilizar su trabajo. Pero cuando la población se hace más densa y la tierra es ocupada más completamente, la competencia de los no propietarios por el uso de la tierra, elimina la necesidad de apropiarse de sus personas o de confinarlas en un predio para obtener su trabajo sin recompensarlo equitativamente. Ellos mismos mendigarán el privilegio de dar su trabajo a cambio de que le sea otorgado lo que hay que dar al esclavo: un rincón en qué vivir y, del producto de su trabajo, lo bastante para sustentarse.

Esta es, para el propietario, la forma de esclavitud más conveniente. No ha de preocuparse por sus esclavos, no tiene que tomarse la molestia de azotarlos para que trabajen, de encadenarlos para impedir su fuga o de cazarlos con sabuesos cuando se han escapado. No le toca cuidar de que estén adecuadamente alimentados en la infancia, atendidos en la enfermedad o sostenidos en la vejez. Puede dejarlos vivir en tugurios, hacerles trabajar más pesada y fatigosamente de lo que haría un negrero semihumano, y esto, sip un remordimiento, de conciencia ni la menor reprobación de la opinión pública. En resumen, cuando la sociedad alcanza el grado de desarrollo en que surge una viva competencia por el uso de la tierra, la propiedad de ésta da más provecho con menos riesgo y molestia que la propiedad de los hombres. Si los dos jóvenes ingleses de que he hablado hubieran venido aquí y comprado cierto número de ciudadanos americanos, no hubieran podido sustraerles tanto producto de su trabajo como el que ahora obtienen por haber comprado la tierra que ciudadanos americanos arriendan gustosamente hasta por la mitad de la cosecha. Y así, aim cuando nuestras leyes lo permitieran, un duque o marqués ipglés cometería una locura al venir y comprar 10.000 niños americanos, nacidos o por nacer, en espectativa de obtener, cuando éstos pudiesen trabajar, una gran renta. Porque comprando y cercando un millóp de acres de tierra, que no puede escaparse y que no necesita ser alimentada, vestida y educada, puede, en veinte o treinta años, tener 10.000 americanos adultos dispuestos a dar la mitad de todo lo que su trabajo produzca sobre su tierra por el privilegio de sustentarse ellos y sus familias con la otra mitad. Esto le da una parte del producto del trabajo mayor de la que podría exigir de otros tantos esclavos corporales... Y a medida que pase el tiempo y'los ciudadanos americanos se hagan más numerosos, la propiedad de esa tierra le permitirá obligarlos a trabajar más para él, y en condiciones más míseras. Su especulación sobre la tierra es una especulación sobre el crecimiento de los hombres, lo mismo que si hubiera comprado muchachos o hubiere contratado niños aún por nacer. Porque si en América los niños cesaran de nacer y los hombres de crecer, su tierra nada valdría. El provecho de esta inversión de capital no dimana del crecimiento de la tierra o del aumento de su capacidad productiva, sino del desarrollo de la población.

La tierra en sí misma nada vale. Su valor se deriva únicamente del trabajo del hombre. Hasta que la propiedad de la tierra llega a ser equivalente a la propiedad de los trabajadores, aquélla no alcanza valor alguno. Y donde la tierra tiene un valor especulativo, es a causa de la espectativa de que el desarrollo de la propiedad hará que, en lo futuro, su propiedad equivalga a la propiedad de trabajadores.

Verdad es que todas las cosas útiles tienen la cualidad de permitir a su propietario obtener trabajo o el producto del trabajo a cambio de aquéllas o de su uso. Pero tratándose de cosas que son en sí mismas productos del trabajo, tales transacciones implican un cambio: la entrega de un equivalente producto del trabajo en compensación de trabajo o de sus productos. La tierra, sin embargo, no es el producto del trabajo; existió antes de que el hombre existiera y, por consiguiente, cuando el propietario de la tierra puede exigir trabajo o productos del trabajo, la transacción, aunque en la forma puede ser un cambio, en realidad es una apropiación. El poder que la propiedad de la tierra da es el de obtener un servicio humano sin dar otro servicio humano, un poder esencialmente igual al poder de apropiación que reside en la propiedad de esclavos. No es un poder de cambio, sino un poder de despojo, tal como el que se ejercitaría donde algunos hombres obligaran a los otros a pagar por el uso del Océano, del aire o de la luz del sol.

El valor de cosas como los cereales, el ganado, los barcos, las casas, las diversas mercancías o los metales, es un valor de cambio, basado en el coste de producción y, por consiguiente, tiende a disminuir a medida que el progreso de la sociedad disminuye la suma de trabajo necesario para producir tales cosas. Pero el valor de la tierra es un valor de apropiación fundado en la suma que puede ser apropiada y, por consiguiente, tiende a aumentar a medida que el progreso de la sociedad aumenta la producción. Así ocurre, como hemos visto, que mientras toda clase de productos disminuye constantemente de valor, el de la tierra crece constantemente. Las invenciones y descubrimientos que aumentan el poder productivo del trabajo disminuyen el valor de las cosas que requieren el trabajo para ser producidas; pero aumentan el valor de la tierra, por cuanto aumentan la suma que el trabajo puede verse obligado a dar por su uso. Y, así, donde la tierra está plenamente apropiada en propiedad privada, ningún aumento de la producción de la riqueza, pinguna economía en sus usos, pueden dar al mero trabajador más de los salarios del esclavo. Si la riqueza lloviese del cielo o surgiese de los abismos de la tierra, no enriquecería al trabajador. Unicamente aumentaría el valor de la tierra.

No tenemos que apelar a la imaginación para ver esto. En la Pensylvania occidental recientemente se ha descubierto que perforando la tierra brota un gas combustible, verdadero regalo de la Naturaleza, de una cosa que hasta ahora sólo podía ser producida por el trabajo. La tendencia directa y natural de este nuevo poder de obtener, perforaciones y conducciones, lo que hasta hoy exigía la extracción y destilación de la hulla, es hacer más útil el trabajo y aumentar las ganancias del trabajador. Pero como la tierra en Pensylvania es propiedad privada, no se puede producir tal efecto. Los efectos, en primer lugar, son enriquecer a los propietarios de la tierra en la cual pueden hacerse perforaciones, los cuales, como propietarios legales de todo el universo material por encima y debajo de su tierra, pueden exigir un tributo por el uso de este don de la Naturaleza. En segundo lugar, los capitalistas que han acometido el negocio de llevar el gas por cañerías a Pittsburgh y otras ciudades han constituido una Asociación semejante a la Compañía del Petróleo, por la cual regulan la venta del gas natural, y obtienen así beneficios muy superiores a las usuales recompensas del capital. Todavía, sin embargo, queda alguna ventaja, porque el nuevo combustible se maneja tanto más fácilmente y produce calor cop tanta mayor uniformidad, quedos fabricantes de cristal y hierro de Pittsburgh lo encuentran mucho más económico que el antiguo combustible, aun por el mismo precio. Pero no conservarán por mucho tiempo esa ventaja. Si se demuestra que es permanente, otros fabricantes de cristal y hierro afluirán pronto a Pittsburgh para participar de ella, y resultará que el valor de los solares en Pittsburgh (1)

(1) El mayor propietario de la tierra de Pittsburgh es una familia inglesa llamada Schenley, quien saca de arrendar tierra una gran renta; y asi (para satisfacción de los proteccionistas de Pensylvania) se aumentan aumentará finalmente hasta transferir el resto de la ventaja a los propietarios de la tierra de Pittsburgh. Y si el monopolio de la Compañía canalizadora fuese abolido, o si por disposiciones legislativas se redujera sus beneficios a las ordinarias ganancias del capital, los resultados finales serían igualmente del mismo modo, un beneficio no para los trabajadores, sino para los propietarios de la tierra.

Así ocurre que el abaratamiento de los transportes ferroviarios aumenta únicamente el valor de la tierra, no el valor del trabajo, y que cuando se reduce sus tarifas, son los propietarios, no los trabajadores los que obtienen el beneficio. Lo mismo ocurre con todos los progresos, cualquiera que sea su naturaleza. El Gobierno federal ha procedido como un espléndido patrono de la ciudad de Washington. La consecuencia es que el valor de los solares ha aumentado. Si el Gobierno federal suministrara gratuitamente a cada vecino de Washington la luz, el fuego y el alimento, el valor de los solares subiría aún más y los propietarios del suelo de Washington se embolsarían finalmente el regalo.

Los factores primarios de la producción son la tierra y el trabajo. El capital es su producto y el capitalista no es sino un intermediario entre el propietario y el trabajador. De aquí que los trabajadores que imaginan que el capital es el opresor del trabajo, estáp «sacándole el corcho a un peral». En primer lugar, mucho de lo que visto superficialmente parece poder opresor del capital es, en realidad, resultado de la impotencia a que está reducido el trabajo por serle negado todo derecho al uso de la tierra. «La desgracia del pobre es su miseria». El capital no puede obligar a un hombre, que puede obtener libre acceso a la Naturaleza, a vender su trabajo por salarios de hambre. En segundo lugar, cualesquiera que sean las ganancias del trabajo

nuestras exportaciones por encima de nuestras importaciones, exactamente lo mismo que si aquéllos fueran propietarios de otros tantos pensylvanieses.

que los monopolios capitalistas consigan apropiarse, éstos son meramente los ladrones menores que toman lo que, si fueran abolidos, la propiedad de la tierra tomaría.

Sea sencilla o compleja la organización social, sean muchos o pocos los intermediarios entre los propietarios de la tierra y los propietarios del mero poder del trabajo, donde quiera que la tierra utilizable esté plenamente apropiada y convertida en propiedad de algunas gentes, tiene que existir una clase, los trabajadores de capacidad y aptitud ordinarias, que punca puede esperar ganar más que una mísera subsistencia a cambio de la más dura jomada y que está en peligro constante de no lograr ni siquiera esto. Vemos que esta clase existe en la sencilla organización industrial del Oeste de Irlanda o de las montañas escocesas, y la encontramos, aún más baja y más degradada, en la compleja organización industrial de las ciudades de la Gran Bretaña. A pesar del enorme aumento de poder productivo, la hemos visto crecer en los Estados Unidos precisamente a compás de la apropiación de nuestra tierra. Ha ocurrido lo que tenía que ocurrir, porque la más fundamental de todas las relaciones humanas es la existente entre el hombre y el planeta en que habita.

Como el reconocimiento de las consecuencias que acarrea la división de los hombres en una clase de propietarios del mundo, y otra clase que no tiene derechos legales al uso del mundo explica muchas cosas de otro modo inexplicables, no lo puedo señalar aquí, puesto que yo me estoy ocupando únicamente del problema arancelario. Hemos visto por qué el llamado «librecambio», la mera abolición de la protección, puede beneficiar temporalmente tan sólo a las clases trabajadoras y ahora hemos llegado a un punto que nos permite seguir adelante nuestro estudio y determinar cuáles serían los verdaderos efectos del verdadero librecambio.

EL VERDADERO LIBRECAMBIO

«Ven conmigo» —decía Ricardo Cobden cuando John Brigth, consternado, se alejaba, de una tumba recién abierta—. «Hay en Inglaterra mujeres y niños que se mueren de hambre, de hambre forjada por las leyes. Ven conmigo y no descansaremos hasta haber acabado con esas leyes.»

Con ese espíritu se inició y creció el movimiento librecambista, despertando un entusiasmo que una simple reforma fiscal no hubiera provocado. Y la protección fue derrotada en Inglaterra, aunque la resguardaban el sufragio restringido, los burgos podridos y los privilegios aristocráticos.

Y todavía hay hambre en Inglaterra, y mujeres y niños mueren de ella aún.

Pero esto no es el fracaso del librecambio. Cuando fue abolida la protección y sustituido el Arancel proteccionista por el Arancel de renta, el librecambio sólo había conquistado una avanzada. El que mujeres y niños mueran de hambre todavía en Inglaterra proviene de que los reformadores no fueron bastante lejos. El librecambio no ha sido aplicado aún por Inglaterra. El librecambio ep su plenitud y vigor desterraría verdaderamente el hambre.

Esto es lo que vamos a ver ahora.

Nuestro estudio ha demostrado que la razón por qué la abolición de la protección, por mucho que aumentara la producción de la riqueza, no podría beneficiar permanentemente a las clases trabajadoras; es que, mientras la tierra sobre la cual todos han de vivir sea propiedad de algunos, el aumento en el poder productivo sólo puede aumentar el tributo que quienes poseen la tierra exigen por el uso de ésta. Mientras la tierra sea propiedad individual de una parte de sus habitantes tan sólo, ningún aumento posible de poder productivo, aunque llegase a suprimir la necesidad de trabajar, y ningún aumento de riqueza no imaginable, aim suponiendo que lloviera del cielo o brotará de las entrañas de la tierra, podría mejorar la condición de aquellos que sólo poseen su poder de trabajar. El mayor aumento imaginable de riqueza, sólo podría intensificar, en el mayor grado imaginable también, el fenómeno de la «sobreproducción» que nos es familiar; podría únicamente reducir las clases trabajadoras a un pauperismo universal.

Así es que, para abolir la protección o realizar cualquiera otra reforma beneficiosa para las clases trabajadoras, tenemos que abolir la desigualdad de los derechos legales sobre la tierra y restituir, a todos los hombres sus naturales e iguales derechos a la‘ herencia común.

¿Cómo puede hacerse esto?

Consideremos un momento precisamente lo que es necesario hacer, porque de aquí dimana algunas veces la confusión. Para asegurar a cada uno de los habitantes de un país todos sus derechos iguales sobre la tierra de ese país, no necesitamos dar a cada uno un igual pedazo de tierra. Excepto en una sociedad extremadamente primitiva, donde la población esté diseminada, la división del trabajo haya progresado poco y los grupos familiares vivan y trabajen en común, una división de la tierra en pedazos iguales sería realmente impracticable. En un estado social como el existente en los países civilizados de hoy, sería sumamente difícil, sino completamente imposible, hacer una división equitativa de la tierra; ni bastaría tal división. Con la primera división comenzarían otra vez las dificultades. Donde la población aumenta y sus ceptros cambian constantemente, donde las diferentes profesiones hacen distintos usos de la tierra y requieren diferentes cantidades de ésta; donde los progresos, descubrimientos e invenciones están constantemente originando nuevos usos y cambiando los valores relativos, una división que hoy fuera igual pronto se convertiría en muy desigual, y para mantener la igualdad sería necesario hacer una distribución anualmente.

Pero hacer una redistribución cada año o utilizar la tierra en común, donde ninguno pudiera reclamar el uso exclusivo de una determinada parcela, sólo sería practicable donde los hombres vivieran en tiendas transportables y no hicieran mejoras permanentes, e impediría efectivamente todo progreso. Nadie querría hacer una siembra o construir una casa o abrir una mina o cavar una zanja o plantar un huerto mientras alguien pudiera venir y apoderarse de la tierra en la cual o sobre la cual tales mejoras se hubieran fijado. Así, pues, para usar adecuadamente y mejorar la tierra es absolutamente necesario que la sociedad garantice su posesión pacífica al que la utiliza y la mejora.

Esta cuestión es la que constantemente suscitan aquellos a quienes molesta toda discusión sobre nuestro actual sistema de propiedad territorial. Procuran obscurecer la fórmula, tratando persistentemente toda proposición que tienda a asegurar derechos iguales sobre la tierra como si fuera una proposición encaminada a conseguir una división igual de la tierra, y tratan de defender la propiedad privada de la tierra arguyendo con la necesidad de garantizar la posesión pacífica al que la mejora.

Pero esas dos cosas sop esencialmente diferentes.

En primer lugar, los derechos iguales sobre la tierra no se asegurarían con una división igual de la tierra, y en segundo lugar, no es necesario hacer de la tierra propiedad privada de los individuos para garantizar a quienes la mejoran la pacífica posesión de estas mejoras, que es necesaria para inducir a los hombres a realizarlas. Por el contrario, la propiedad privada de la tierra, como podemos ver en todos los países donde existe, habilita a los simples «perros del hortelano» a arrojar gravámenes sobre los mejoradores. Capacita a los meros propietarios de la tierra para obligar al que la mejora a que le pague por el privilegio de hacer las mejoras y, en muchos casos, les faculta para confiscarlas.

Hay aquí dos sencillos principios, ambos axiomáticos:

I. Que todos los hombres tienen derechos iguales al uso y disfrute de los elementos proporcionados por la Naturaleza.

II. Que cada hombre tiene un derecho exclusivo al uso y disfrute de lo producido por su propio trabajo.

No hay antagonismo entre esos dos principios. Por el contrario, concuerdan. Para asegurar plenamente el derecho individual de propiedad sobre el producto del trabajo debemos tratar los elementos naturales como propiedad común. Si cualquiera pudiese reclamar la luz del sol como propiedad suya y pudiera obligarme a pagarle por la influencia del sol en el crecimiento de las mieses que yo he sembrado, menoscabaría necesariamente mi derecho de propiedad sobre el producto de mi trabajo, y, recíprocamente, donde cada cual tiene garantizado el pleno derecho de propiedad sobre el producto de su trabajo, nadie puede tener ningún derecho de propiedad sobre aquello que no es producto del trabajo.

Por compleja que sea la organización industrial, por alto que sea el grado de civilización, no hay dificultad alguna para aplicar esos principios. Todo lo que tenemos que hacer es tratar la tierra como propiedad común de todos los habitantes, exactamente como un ferrocarril es tratado como propiedad común de muchos accionistas o como un barco lo es de varios dueños.

Con otras palabras: podemos dejar la tierra, ahora utilizada, en la segura posesión de quienes la utilizan y dejar que de la tierra no utilizada tomen posesión quienes deseen utilizarla, con la condición de que quienes de este modo ocupen la tierra paguen a la comunidad una renta equitativa por el privilegio exclusivo que disfrutan: esto es, una renta fundada sobre el valor del privilegio que los individuos reciben de la comunidad al serles concedido el uso exclusivo de esta parte de la propiedad común, y sin tomar en cuenta ninguna mejora que aquél haya hecho en o sobre ella ni beneficio ninguno debido al empleo de su trabajo y capital. De este modo todos serían puestos en situación de igualdad con relación al uso y disfrute de aquellos elementos naturales que son, evidentemente, herencia común, y este valor adscrito a la tierra, no por el uso que de ella haga el individuo, sino por el crecimiento de la sociedad, aumentaría al aumentar la sociedad y podría ser utilizado para fines de utilidad común. Como Herbert Spencer ha dicho:

«Tal doctrina es compatible con el más alto grado de civilización; puede ser aplicada sin que entrañe una comunidad de bienes, y no necesita causar una seria revolución en el actual estado de cosas. El cambio requerido sería sencillamente un cambio de propietarios. La propiedad individual se refundiría en la común propiedad pública. En vez de estar en posesión de los individuos, el país sería poseído por una gran entidad corporativa: la sociedad... Un estado de cosas así ordenado, concordaría perfectamente con la ley moral. Bajo él, todos los hombres serían igualmente propietarios, todos los hombres serían igualmente libres para convertirse en colonos. Manifiestamente, por tanto, con tal sistema, la tierra podía ser cercada, ocupada y cultivada con entera subordinación a la ley de la igual libertad.»

Que este sencillo cambio, como dice Mr. Spencer, no implicaría una seria revolución en el actual estado de cosas, no es percibido en muchos casos a primera vista por aquellos que piensan sobre ello. Se dice algunas veces que aun cuando este principio es manifiestamente justo, y aun cuando sería fácil aplicarlo en un país nuevo que se principiara a colonizar, sería sumamente difícil aplicarlo a un territorio ya colonizado, donde la tierra ya ha sido dividida como propiedad privada, puesto que, en tal país, tomar posesión de la tierra como propiedad común y quitársela a los individuos entrañaría una repentina revolución de la mayor magnitud.

Esta objeción, sin embargo, está fundada sobre la idea errónea de que sería necesario hacerlo todo a la vez. Pero ocurre con frecuencia que un precipicio que no esperamos poder subir ni hacer una escala bastante larga y bastante fuerte para remontarlo, se puede franquear por una vereda suave. Y hay en este caso una vereda suave abierta para nosotros, que nos conducirá tan lejos que el resto no será sino un fácil paso. Para hacer la tierra virtualmente propiedad común de todos los habitantes, y apropiarse las rentas territoriales para fines públicos, hay un camino mucho más sencillo y más fácil que el de asumir formalmente la propiedad de la tierra y arrendarla en lotes; un camino que no implica un choque; que concordaría con nuestras presentes costumbres y que, en vez de requerir un gran aumento de los mecanismos gubernamentales, permitiría una gran simplificación de éstos.

En toda sociedad muy desarrollada son necesarias grandes sumas para los gastos públicos y estas sumas aumentan con el crecimiento social, no sólo en cantidad, sino proporcionalmente, puesto que el progreso social tiende a desenvolver rápidamente en la sociedad un conjunto de funciones que en un estado más rudo están desempeñadas por los individuos. Ahora bien, mientras la gente no está acostumbrada a pagar rentas al Gobierno, sí lo está a pagarle impuestos. Algunos de estos impuestos están establecidos sobre la propiedad personal o mobiliaria; otros sobre las ocupaciones, negocios o personas (como los impuestos sobre la renta, que sop en realidad impuestos sobre las personas, graduados según los ingresos de éstas); otros sobre el transporte o cambio de mercancías, en cuya última categoría caen los tributos establecidos por los Aranceles; y otros, en los Estados Unidos al menos, sobre la propiedad inmueble, es decir, sobre el valor de la tierra y de las mejoras hechas sobre ella, tomadas en conjunto.

Aquella parte de la contribución territorial que recae sobre el valor de la tierra independiente de las mejoras es, por su naturaleza, po un impuesto, sino una renta, la incautación, para el uso común de la sociedad, de una parte de la renta que verdaderamente pertenece a la sociedad en razón de los iguales derechos de todos al uso de la tierra.

Así, pues, es evidente que para tomar con destino a la comunidad el conjunto de la renta que proviene de la tierra, exactamente lo mismo, en la práctica, que podría tomarse por una expropiación y un arrendamiento de la tierra, sólo es necesario abolir uno tras otro todos los demás impuestos ahora establecidos y aumentar el impuesto sobre el valor de las tierras hasta que alcanzara, tan aproximadamente como fuera posible, el pleno valor anual de la tierra.

Cuando se alcanzase este punto de perfección teórica, el valor en venta de la tierra desaparecería enteramente y la carga que la comunidad, a cuenta del uso de la propiedad común, arroja sobre los individuos adoptaría la forma que de hecho le corresponde: una renta. Pero hasta que se alcanzase este punto, esa renta podría ser recaudada como un simple aumento de un tributo ya establecido en todos nuestros Estados, basado (como los impuestos directos lo están ahora) en el valor en venta de la tierra, prescindiendo de las mejoras, valor que puede ser determinado más fácilmente y con más exactitud que cualquier otro valor.

Para una completa exposición de los efectos de este cambio en el sistema de obtener las rentas públicas, remito al lector a los libros en que he tratado este aspecto del asunto con mayor extensión de la que aquí me es posible. Brevemente expuestos, estos efectos serían los tres que siguen:

En primer lugar, todos los impuestos que ahora recaen sobre el empleo del trabajo o el uso del capital, serían abolidos. Na-die pagaría impuestos por construir una casa o mejorar una finca agrícola o abrir una mina, por traer cosas de países extranjeros que satisfacen las necesidades humanas y constituyen la riqueza nacional. Todos podrían libremente hacer o ahorrar riqueza, comprar, vender, dar o cambiar, sin estorbos ni obstáculos, cualquier artículo de producción humana cuyo uso no implicara ningún daño al público. Todos los impuestos que aumentan el precio de las cosas al pasar de mano en mano, recayendo finalmente sobre el consumidor, desaparecerían. Las construcciones y demás mejoras fijas estarían tan garantizadas como ahora y se podrían comprar y vender como ahora, sujetas al impuesto o renta territorial debida a la comunidad por el suelo sobre que reposan. Las casas y el terreno sobre que se levantan, como otras mejoras y la tierra sobre la cual se hacen, serían arrendadas como ahora. Pero la suma que el arrendatario tendría que pagar sería menor que ahora, puesto que los tributos ahora establecidos sobre las construcciones o mejoras recaen últimamente (excepto en las sociedades en decadencia) sobre el que las utiliza, y el arrendatario obtendría, por Consiguiente, el beneficio de la abolición de aquéllos. Y en esta repta disminuida, el arrendatario pagaría todos aquellos impuestos que ahora tiene que pagar, además de la renta, y ningún residuo de lo que pagase por el suelo iría a aumentar la riqueza del propietario, sino a sumarse en un fopdo del cual el propio arrendatario sería partícipe con igualdad.

En segundo lugar, proporcionaría, para usos comunes, un fondo amplio y constantemente acrecentado, sin impuesto ninguno sobre las ganancias del trabajo o sobre los beneficios, un fondo que ep los países bien poblados no sólo bastaría para todos los gastos de Gobierno que ahora consideramos necesarios, sino que dejaría un excedente que consagrar a fines de utilidad general.

En tercer lugar, y más importante de todos, el monopolio de la tierra sería abolido y la tierra sería y permanecería abierta al empleo del trabajo, puesto que resultaría desventajoso conservar tierra sin utilizarla plenamente, y desaparecerían la tentación y el poder de especular con los elementos naturales. El valor de especulación de la tierra desaparecería tan pronto como se supiera que, estuviese o no utilizada la tierra, el impuesto aumentaría en la proporción en que ese valor aumentase; y nadie conservaría tierra que no hubiera de utilizar. Con la desaparición del valor capitalizado, o en venta, de la tierra, la prima que ahora tienen que pagar como precio de compra quienes desean usar la tierra, desaparecería, y las diferencias de valor de la tierra se medirían por lo que para utilizarla se habría de pagar a la sociedad, nominalmente como impuesto, pero realmente como renta. Nada se exigiría por el uso de la tierra hasta que la menos productiva entrara en uso y así su posesión diera una ventaja superior a la recompensa del trabajo y del capital empleados en ella. Y por mucho que el incremento de la población y el progreso de la sociedad aumentara el valor de la tierra, este aumento iría al conjunto social, acrecentando el fondo común, del cual el más pobre participaría igual que el más rico.

Así la gran causa de la presente desigualdad en la distribución de la riqueza sería destruida, y cesaría la competencia unilateral que ahora priva a los hombres que no poseen sino su poder de trabajo de los beneficios del avance en la civilización, y fuerza los salarios hacia un mínimum, cualquiera que sea el aumento de la riqueza. Libres los elementos naturales de producción, el trabajo ya nunca más sería incapaz de emplearse a sí propio, y la competencia, actuando tan plena y libremente entre patronos como entre obreros, elevaría los salarios hasta su nivel natural: el pleno valor del producto del trabajo, y los sostendría en él.

Volvamos a la cuestión arancelaria.

La mera abolición de la protección, el simple reemplazo de un Arancel protector por un Arancel de renta, es una aplicación del principio del librecambio tan incompleta y tan tímida que no debe dársele el nombre de tal. Un Arapcel de renta es una restricción del comercio, un poco más tenue únicámente que el Arancel protector.

El librecambio, en su verdadero significado, requiere no solamente la abolición de la protección sino la eliminación de todos los Aranceles, la abolición de todas las restricciones (salvo las impuestas en interés de la salud o de la moral pública) que dificulten la entrada o la salida de unas mercancías en un país.

Pero el librecambio no puede lógicamente detenerse en la supresión de las aduanas. Se aplica lo mismo al comercio interior que al exterior y, en su verdadero sentido, requiere la abolición de todos los tributos interiores que pesan sobre la compra, venta, transporte o cambio, sobre cualquiera transacción o cualquier negocio, salvo, naturalmente, cuando el motivo del impuesto son la seguridad, la salud o moral públicas.

Así, la adopción del verdadero librecambio implica abolir todos los impuestos indirectos de cualquier clase y el recurrir a los impuestos directos para todos los ingresos del Tesoro. Pero no es esto sólo. El comercio, como hemos visto, es un modo de producción, y la libertad del comercio es beneficiosa, porque es la libertad de la producción. Por el mismo motivo, por consiguiente, que no debemos imponer ningún tributo a quien añada riqueza a un país importando cosas útiles, tampoco debemos imponer gravámenes a quien acrecenta la riqueza de un país produciendo en ese país cosas valiosas. Así, el principio del librecambio requiere no sólo que suprimamos los impuestos indirectos, sino que sean abolidos también todos los tributos directos sobre las cosas producidas por el trabajo. En resumen, hemos de dar plena libertad al juego de los naturales estímulos de la producción, o sea la posesión y el disfrute de las cosas producidas, no imponiendo tributo alguno sobre la producción, acumulación o posesión de la riqueza (o sea las cosas producidas por el trabajo), dejando a cada cual libre para hacer, cambiar, dar, gastar o legar lo que quiera.

De este modo, las únicas contribuciones por las cuales pueden obtenerse los recursos públicos de acuerdo con el principio del librecambio, son de estas dos clases:

I. Impuestos sobre la ostentación.

Puesto que el móvil de la ostentación en el uso de la. riqueza es sencillamente demostrar la posibilidad de gastarla, y puesto que eso puede demostrarse lo mismo pagando up tributo, las contribuciones sobre la ostentación pura y simple no frenan la producción de la riqueza pi disminuyen tampoco el disfrute de ésta. Pero tales impuestos, aunque tienen un sitio en la teoría de la tributación, carecen de importancia práet’Vr>. En Inglaterra se obtienen algunas sumas insignificantes por medio de los impuestos sobre los lacayos con pelucas empolvadas, sobre los escudos de armas, etc., pero en este país no podemos recurrir a tales tributos ni ellos pueden dar en ninguna parte un ingreso considerable.

II. Impuestos sobre el valor de la tierra.

Los impuestos sobre el valor de la tierra no deben ser confundidos con la tributación territorial, de las cuales difieren aquéllos esencialmente. La contribución territorial, esto es, el tributo establecido sobre la tierra en razón de su cantidad o superficie, se aplica por igual a toda la tierra, y de aquí que recaiga finalmente sobre la producción, puesto que constituye un freno al uso de la tierra, un impuesto que tiene que pagarse como condición previa para dedicarse a producir. Los impuestos sobre el valor de la tierra, en cambio, no caen sobre la tierra, sino únicamente sobre la tierra utilizable y en proporción a su valor. Por esto no pueden en grado alguno frenar la amplitud del trabajo para aprovechar la tierra y son únicamente upa apropiación por el poder del fisco, de una parte de la prima que el propietario de la tierra utilizable puede exigir al trabajo por su uso. En otras palabras, un impuesto sobre la tierra según su cantidad puede finalmente ser transferido por los propietarios de la tierra a los usuarios de la misma y convertirse así en un tri-buto sobre la producción. Pero un impuesto sobre el valor de la tierra tiene que pesar, como todos los economistas reconocen, sobre el propietario de la tierra, y no puede en manera alguna ser transferido por éste al usuario. El propietario de la tierra no puede ya obligar a aquellos a quienes vende o deja su tierra a pagar un tributo establecido sobre su valor, como no podría obligarles a que le pagaran una hipoteca establecida sobre esa tierra.

Un impuesto sobre el valor de la tierra es de todos los tributos el que mejor cumple los requisitos de un impuesto perfecto. Como la tierra no puede ser ocultada o trasladada, un impuesto sobre el valor de la tierra puede evaluarse con más certeza y recaudarse con mayor facilidad y mepor gasto que cualquier otro tributo, al par que no frena ni en lo más mí* nimo la producción ni disminuye sus estímulos. De hecho, es un impuesto solamente en la forma, es renta por su naturaleza, es incautarse, para uso de la sociedad, de un valor que dimana no del esfuerzo individual, sino del desarrollo de la sociedad misma. Porque el valor de la tierra no proviene de nada que el propietario invidual o el usuario hagan. El valor que éstos crean es un valor que se adhiere a las mejoras. Estas, por ser el resultado del esfuerzo individual, pertenecen propiamente al individuo y no pueden ser gravadas sin disminuir el incentivo de la producción. Pero el valor correspondiente a la tierra misma nace del desarrollo de la comunidad y aumenta con el desenvolvimiento social. Por consiguiente, pertenece propiamente a la comunidad y puede ser tomado hasta el último penique sin disminuir en el grado más leve el estímulo de la producción.

Los impuestos sobre el valor de la tierra son, pues, los únicos impuestos de los cuales, conforme al principio del librecambio, puede recaudarse una suma considerable, y es evidente que llevar el principio del librecambio hasta el punto de abolir todos los impuestos que dificultan o disminuyen la producción, implicaría casi las mismas medidas que, según hemos visto, son necesarias para afirmar el común derecho a la tierra y colocar a todos los ciudadanos sobre igual pie.

Para todas estas medidas, absolutamente viables, sólo es necesario que el impuesto sobre el valor de la tierra, al cual el verdadero librecambio nos obliga a recurrir para obtener las rentas públicas, sea llevado tan lejos que tome, tan exactamente como en la práctica pueda hacerse, el total de la renta proveniente del valor que el desarrollo de la comunidad da a la tierra.

Pero sólo tenemos que dar un paso más para ver que el librecambio requiere ciertamente esto, y que las dos reformas son, pues, absolutamente idénticas.

Librecambio significa libreproducción. Ahora bien, para libertar plenamente la producción es necesario po sólo suprimir todos los impuestos sobre la producción, sino eliminar también todas las demás restricciones de la producción. El verdadero librecambio, en una palabra, requiere que el factor activo de la producción, el Trabajo, tenga libre acceso al factor pasivo de la producción, la Tierra. Para conseguir esto, hay que destruir todo el monopolio de la tierra, y hay que asegurar los iguales derechos de todos al uso de los elementos naturales, tratando la tierra como propiedad común usufructuada por el conjunto de los habitantes.

Por esto, el librecambio nos trae a la misma sencilla medida que según hemos visto, es necesaria para emancipar de su esclavitud al trabajo y asegurar aquella justicia en la distribución de la riqueza que hará cualquier mejora o reforma beneficiosa para todas las clases.

La reforma parcial mal llamada librecambio, que consiste en la mera abolición de la protección, la simple sustitución de un Arancel protector por un Arancel de renta, no puede ayudar a las clases trabajadoras porque po toca a la causa fundamental de esta injusta y desigual distribución que, como hoy vemos, «hace del trabajo una mercancía y del aumento de población un daño», en medio de tal plétora de riqueza que hablamos de sobreproducción. El verdadero librecambio, por el contrario, conduce no sólo a la máxima producción de riqueza, sino a la más justa distribución. Es el modo fácil y obvio para efectuar aquel cambio por el que únicamente puede ser conseguida la justicia en la distribución y por el que las grandes invenciones y descubrimientos que el espíritu humano está ahora elaborando pueden convertirse en factores para la elevación de la sociedad desde sus mismos cimientos.

Vio esto con casi entera claridad aquel grupo de grandes franceses que, en el siglo xvm, levantaron por primera vez la bandera del librecambio. Lo que aquéllos proponían no era la simple sustitución de un Arancel protector por un Arancel de renta, sino la total abolición de todos los impuestos, directos e indirectos, salvo un solo impuesto sobre el valor de la tierra, el «impót unique». Vieron que esta unificación de los tributos significaba, no solamente suprimir todas las cargas arrojadas sobre el comercio y la industria, sino también la completa reconstrucción de la sociedad, el restituir a todos los hombres sus naturales e iguales derechos al uso de la tierra. Porque vieron esto, fue por lo que hablaron de ello en términos que, aplicados a un mero cambio fiscal, por beneficioso que fuera, parecería enormemente exagerado, equiparándolo en importancia para el género humano, a aquellas primitivas invenciones que hicieron posibles los primeros avances de la civilización, el uso de la moneda y la adopción de la escritura.

Y cualquiera que considere el gran alcance de los beneficios que para el género humano resultarían de una medida que, suprimiendo todas las restricciones de la producción de la riqueza, aseguraría también su distribución equitativa, verá que aquellos grandes franceses no exageraban.

El verdadero librecambio emanciparía el trabajo.

EL LEÓN EN EL CAMINO

Podemos ver ahora por qué los defensores del librecambio han sido tan vacilantes y tan tímidos.

Porque el principio del librecambio llevado hasta su conclusión lógica, destruiría el monopolio de los dones naturales que permite a quienes no trabajan vivir en el lujo a expensas de la «pobre gente que ha de trabajar», es por lo que los llamados librecambistas ni siquiera han osado pedir la abolición de los Aranceles, sino que han procurado confinar el principio del librecambio por la simple abolición de los derechos protectores. Ir más lejos hubiera sido tropezar con el león de los «intereses creados».

En la Gran Bretaña las ideas de Quesnay y de Turgot encontraron un campo en el cual, en aquella ocasión sólo podían desenvolverse en forma desmirriada. El poder de la aristocracia territorial sólo empezaba a encontrar algo de contrapeso en el crecimiento del poder del capital, y en la política como en la literatura, el Trabajo no tenía voz. Adam Smith pertenecía a aquella clase de hombres de letras siempre dispuestos, por poderosos motivos, a ver a la misma luz que la clase dominante, las cosas que a ésta le parecen esenciales; hombres que, antes de la difusión de la cultura y del abaratamiento de los libros, no tenían ninguna posibilidad de ser oídos de otra manera. A la sombra de un despotismo absoluto se puede disfrutar a veces más libertad de pensamiento y de palabra que donde el poder está más difundido; y hace cuarenta años expresar en Rusia opiniones adversas a la servidumbre, indudablemente hubiera sido más seguro que discutir la esclavitud en la Carolina del Sur. Y así, mientras en el palacio de Versalles, Quesnay, el médico favorito del dueño de Francia podía llevar sus proposiciones sobre el librecambio hasta la legítima conclusión del «impuesto único», Adam Smith, si hubiera sido tan radical, difícilmente hubiera dispuesto de ocios para escribir la Riqueza de las Naciones o de medios para imprimirla.

No censuro a Adam Smith, sino que señalo las condiciones que influyeron en el desarrollo de una idea. La tarea que Adam Smith acometió, demostrar cuán absurdos y perjudiciales eran los Aranceles protectores, era en su tiempo y lugar suficientemente difícil, y aunque él viese cuánto más lejos conducían realmente los principios que enunciaba, la prudencia del hombre que desea hacer lo que puede hacer en su tiempo y su generación, confiado en que sobre los cimientos que él echa otros levantarán el edificio en sazón oportuna, pudo disuadirle de ir más lejos.

Sea como fuere, es evidente que, a causa de que el librecambio iba realmente tan lejos, los llamados librecambistas ingleses se han satisfecho con la abolición de la protección, y abreviando la frase de Quesnay, «allanad los caminos y dejad las cosas solas» y reduciéndola a «dejad las cosas solas», le cercenaron su mitad más importante. Porque un paso más, pedir la abolición del Arancel de renta como la del Arancel protector, les hubiera puesto en un terreno peligroso. No es sólo que, como los escritores ingleses insinúan para excusar el mantenimiento de un Arancel de renta, no podía recurrirse a los impuestos directos sin que el pueblo inglés se preguntara por qué continuaba sosteniendo a los descendientes de los favoritos regios y pagando el interés de las enormes sumas disipadas durante las últimas generaciones en guerras más que inútiles; es que la tributación directa no podía ser.defendida sin riesgo para «intereses creados» aún más importantes. Un paso más allá de la abolición de los derechos protectores, y el movimiento librecambista inglés hubiera tropezado de lleno con el fetiche que durante algunas generaciones se ha enseñado al pueblo inglés a reverenciar como a la misma Arca de la Alianza, la propiedad privada de la tierra.

Porque en los reinos británicos (excepto en Irlanda y en las montañas escocesas) la propiedad privada de la tierra no fue establecida de la manera rápida y sencilla con que Will Atkins trató de establecerla en la isla de Crusoe. Ha sido el resultado gradual de una larga serie de expoliaciones y usurpaciones. Conforme al espíritu de las leyes inglesas, hoy no hay más que un solo propietario del suelo inglés, la Corona, es decir, el pueblo inglés. Los terratenientes individuales todavía son en la teoría constitucional lo que tiempos atrás fueron de hecho, meros arrendatarios. El proceso por el cual se han convertido éstos en propietarios virtuales, ha sido arrojar sobre la tributación indirecta las rentas y los impuestos que en tiempos pasados tenían que dar en pago de sus tierras, al par que han aumentado sus dominios apoderándose de las tierras comunales, de la misma manera que muchos de la misma clase han cercado recientemente grandes extensiones de nuestro dominio público.

La abolición completa del Arancel británico hubiera implicado como consecuencia necesaria la abolición de la mayor parte de los tributos directos interiores y habría así obligado a una pesada tributación directa que habría recaído, no sobre el consumo, sino sobre la posesión. En cuanto esto hubiera llegado a ser necesario, hubiera surgido inevitablemente la cuestión de qué parte correspondería a los tenedores de la tierra, planteando en su plenitud el problema de la legítima propiedad del suelo británico. Porque no sólo todas las consideraciones económicas señalan un impuesto sobre el valor de la tierra como fuente adecuada de las rentas públicas, sino también todas las tradiciones inglesas. Un impuesto territorial de cuatro chelines por libra de valor en venta se halla aún establecido nominalmente en Inglaterra, sólo que se establece sobre una valuación hecha en el reinado de Guillermo III, por lo que su cuantía en realidad no es superior a un penique por libra. Con la abolición de los impuestos indirectos, este es el tributo al que naturalmente se hubiese vuelto. La resistencia de los arrendatarios hubiera planteado la cuestión de los títulos de la propiedad, y así, cualquier movimiento que se encaminara a proponer la sustitución de los tributos indirectos por uno directo hubiera terminado indudablemente en la demanda de que se restituyeran al pueblo británico sus derechos nativos.

Esta es la razón por la que abortó en la Gran Bretaña el principio del librecambio, convirtiéndose en el bastardo concepto del «librecambio inglés», que se detiene repentinamente en sus propios principios y, después de demostrar lo injusto y lo perjudicial de todos los Aranceles, considera los Aranceles de renta como algo que tiene que existir necesariamente.

Atribuyendo a estas razones el no haber ido el movimiento del librecambio más allá de la abolición de la protección, no quiero decir, naturalmente, que tales razones detuvieran conscientemente a los librecambistas. Señalo concretamente lo que en muchos casos sin duda sólo han percibido con vaguedad. Absorbimos las simpatías, prejuicios y antipatías del ambiente en que nos movemos, más que los adquirimos por medio del raciocinio. Y los defensores del librecambio más notables, los hombres que estaban en condiciones de dirigir y educar la opinión pública, pertenecieron a la clase en que los sentimientos de que hablo disponen de influencia, porque es la clase que tiene cultura y vagar.

En una sociedad donde la injusta división de la riqueza da los frutos del trabajo a los que no trabajan, las clases que dirigen los órgapos de educación y de opinión pública, las clases en las cuales muchos acostumbran a buscar luz y dirección, tienen que ver con disgusto los golpes contra la injusticia primaria, cualquiera que sea. Esto es inevitable, puesto que las clases que disponen de riqueza y de ocio y, por consiguiente, de cultura e influencia, tienen que ser, no las clases que pierden por la injusta distribución de la riqueza, sino las clases que (al menos relativamente) ganan con ella.

Riqueza significa poder y «respetabilidad», mientras que pobreza significa debilidad y descrédito. Así, en tal sociedad, la clase que dirige y a la que se levantan las miradas, aunque tolere de buen grado las generalidades vagas y los proyectos impracticables, tiene que fruncir el ceño a toda tentativa de indagar la verdadera causa de los males sociales, puesto que a esta causa debe su superioridad de clase. Por otra parte, la clase que padece por esos males es, por esto mismo, la clase ignorante y sin influencia, la clase que, por la propia conciencia de su inferioridad, está pronta a aceptar las enseñanzas y a absorber los prejuicios de quien está por cima de ella; mientras que los hombres de superior capacidad que salen de ella y se abren camino hasta sus primeras filas, son recibidos constantemente en el rango de la clase superior e interesados en el servicio de ésta, porque esta es la clase que da las recompensas. Por esto dura tanto la injusticia social y es tan difícil luchar contra ella.

Así, mientras la esclavitud prevaleció en nuestros Estados del Sur, la influencia no sólo de los dueños de esclavos, sino de las iglesias y escuelas, de las profesiones y de la prensa, condenaron tan eficazmente toda impugnación de la esclavitud, que hombres que nunca poseyeron ni esperaban poseer jamás esclavo alguno, estaban dispuestos a perseguir y condenar al ostracismo a cualquiera que murmurase una palabra contra la propiedad de la carne y de la sangre; prontos, cuando llegó la hora, hasta ir ellos mismos y hacerse matar en defensa de la «institución peculiar».

Así ocurrió que hasta los esclavos creyeron que los abolicionistas eran lo peor del linaje humano, y estuvieron dispuestos a contribuir al deporte de embrearlos y emplumarlos. Y de este modo, una institución en la que sólo estaba interesada una clase relativamente poco numerosa, y que aun para ellos, en realidad, era tan poco provechosa que, ahora que está abolida la esclavitud, sería difícil encontrar un expropietario de esclavos que quisiera restaurarla, aunque pudiera, no sólo dominaba la opinión pública donde existía, sino que ejercía tal influencia en el Norte, donde no existía, que «abolicionista» fue, durante largo tiempo, sinónimo de «ateo», «comunista» e «incendiario».

La introducción del vapor y de la maquinaria economiza-dora de trabajo en las industrias de la Gran Bretaña produjo tal desarrollo de las manufacturas, que bastó para quitar a los derechos de importación toda apariencia de beneficio para las clases manufactureras, crear un poder capitalista capaz de disputar el predominio a los «intereses territoriales», y, concentrando a los trabajadores en las ciudades, hacer de éstos un factor político más importante. La abolición de la protección en Inglaterra se llevó a cabo, contra la oposición de los agricultores, por la asociación de dos elementos, el capital y el trabajo, ninguno de los cuales separadamente hubiera podido obtener la victoria. Pero, de ambos, el representado por los fabricantes de Manchester tenía una fuerza mucho más efectiva e independiente que la que alentaba en los versos contra las «leyes sobre cereales». El capital sumipistró la dirección, la aptitud organizadora y los medios económicos para la agitación, y cuando estuvo satisfecho, los posteriores avances del movimiento del librecambio tuvieron que esperar al desarrollo de un poder que solamente ahora comienza a entrar, como factor independiente, en la política inglesa. Cualquier avance hacia la abolición de los derechos fiscales, no sólo hubiera añadido la fuerza de los dueños de terrenos

urbanos y mineros a la de los dueños de tierras agrícolas, sino que puesto enfrente a la misma clase que más eficacia comunicaba al movimiento del librecambio. Porque, excepto cuando sus intereses aparentes vienen a estar en clara y fuerte oposición, como ocurrió en la Gran Bretaña con los derechos protectores, los capitalistas como clase participan de los sentimientos que animan a los propietarios como clase. Aun en Inglaterra, donde la división entre los tres factores económicos: propietarios, capitalistas y trabajadores, es más clara que en ninguna parte, la distinción entre propietarios y capitalistas es más teórica que práctica. Es decir, el propietario es generalmente un capitalista además, y el capitalista generalmente es en la actualidad o en la expectativa un propietario o, por medio de los préstamos e hipotecas, está interesado en los beneficios de la propiedad. Las deudas públicas y las inversiones fundadas sobre ella, además, constituyen otro poderoso agente para difundir en el conjunto de «los que tienen» una acerba antipatía contra todo lo que pueda poner en discusión el origen de la propiedad.

En los Estados Unidos han operado los mismos principios, aunque, a causa de diferencias en el desarrollo industrial, han. variado sus combinaciones. Aquí, los intereses que po pudieron ser «protegidos» han sido los agrícolas, y los activos y poderosos intereses manufactureros han estado de parte de los derechos protectores. Y aunque el «interés territorial» no ha estado aquí tan bien atrincherado políticamente como en Inglaterra, no sólo la propiedad dé la tierra se ha extendido más ampliamente, sino que nuestro rápido crecimiento ha interesado a una gran proporción de nuestra población actual en adquirir anticipadamente, mediante la especulación fundada sobre el incremento del valor de las tierras, la facultad de imponer tributos sobre quienes no han venido todavía. Así, la propiedad privada de la tierra ha sido en realidad aquí aún más fuerte que en la Gran Bretaña,

mientras que los interesados en aquélla han sido a quienes los adversarios de la protección han apelado principalmente. En tales circunstancias ha habido aquí aúp menos inclinación que en la Gran Bretaña a llevar el principio del librecambio a sus legítimas conclusiones, y el librecambio ha sido presentado al pueblo americano en la forma castrada de una «reforma fiscal», demasiado cobarde hasta para pedir «el librecambio inglés».

LIBRECAMBIO Y SOCIALISMO

En todo el mundo civilizado, y singularmente en la Gran Bretaña y en los Estados Unidos, está surgiendo un poder capaz de llevar los principios del librecambio hasta sus conclusiones lógicas. Pero es difícil concentrar este poder sobre tal propósito.

Se necesita la reflexión para ver qué efectos múltiples resultan de una sola causa y que el remedio para una multitud de daños puede consistir en una sencilla reforma. Así como en la infancia de la Medicina los hombres propendían a pensar que cada síntoma distinto requería un remedio diferente, cuando el pensamiento comienza a volverse hacia los asuntos sociales, hay cierta disposición a buscar un remedio especial para cada mal, o también (otra forma de la misma miopía) a imaginar que el único remedio adecuado es algo que presupone la ausencia de aquellos males, como, por ejemplo, que todos los hombres sean buenos, como remedio del vicio y del crimen, o que todos los hombres sean sustentados por el Estado como el remedio de la miseria.

Hay ahora bastante descontento social y suficiente deseo de una reforma social para realizar grandes cosas si se concentran los esfuerzos de todos. Pero la atención está distraída y el esfuerzo está dividido por planes de reformas que, aunque puedan

ser buenas en sí mismas, con respecto al gran fin que se trata de alcanzar son insuficientes o excesivas.

He aquí un viajero que, asaltado por los ladrones, está atado, amordazado y con los ojos vendados. ¿Nos congregaremos en tomo de él y discutiremos si ponerle un pedazo de esparadrapo ep la mejilla o un remiendo en el traje, o disputaremos con otros sobre qué camino debe tomar, o si sería mejor que emplease una bicicleta, un triciclo, un caballo, un carro o el ferrocarril? ¿No deberíamos aplazar estas discusiones para después que hubiésemos cortado sus ligaduras? Entonces él podría ver, hablar y tenerse en pie. Aunque cop la mejilla ensangrentada y el traje roto, podría andar, y si no encontraba up medio convenient** para irse, por lo menos podría andar libremente.

Muy semejante a esta discusión es la mayor parte de lo que hoy se hace acerca del «problema social»; una discusión en la que se defiende toda clase de sistemas inadecuados e imposibles, mientras se descuida el sencillo medio de suprimir las restricciones y dar al trabajo el uso de sus propias facultades.

Esto es lo primero que hay que hacer. Y si, por sí mismo, eso no basta para curar todos los males sociales y conducimos al más alto estado social, suprimirá al menos la causa primera de la pobreza geperal, dará a todos la posibilidad de utilizar su trabajo y de conseguir las ganancias que le son debidas, estimulará todo progreso y hará más fácil cualquier otra reforma.

Debe recordarse que las reformas y mejoras en sí mismas buenas, son absolutamente ineficaces para operar ningún general progreso hasta que se realice alguna reforma más fundamental. Debe recordarse que hay en toda labor un cierto orden que hay que observar para conseguir algo. Ep una casa habitable el tejado es tan importante como las paredes, y nosotros expresamos con una frase el fin para que se construye una casa cuando hablamos de «poner un techo sobre nuestras cabezas». Pero no podemos construir una casa comenzando por el tejado; tenemos que principiar por los cimientos.

Volvamos a nuestro símil del trabajador habitualmente saqueado por una serie de ladrones. Seguramente es más razonable en él combatirlos uno a uno que a todos juntos. Y el ladrón que toma todo lo que le queda es aquel contra quien debe dirigir primero sus esfuerzos. Porque por mucho que pueda librarse de los otros ladrones, esto no le aprovechará sino en cuanto le haga más fácil la captura del ladrón que se lleva todo lo que queda. Pero suprimiendo este ladrón, conseguirá inmediato alivio, y pu-diendo llevar a su casa más ganancias que antes, podrá alimentarse y robustecerse mejor para luchar con los ladrones ; podrá acaso comprar un fusil o utilizar un abogado, según la manera de luchar de su país.

De esta manera es como el Trabajo tiene que procurar librarse de los ladrones que ahora saquean sus ganancias. La fuerza bruta aprovecha poco sino la guía la inteligencia.

La primera tentativa de los trabajadores para mejorar su condición consiste en asociarse para pedir salarios más altos a sus patronos directos. Algo puede conseguirse de este modo para los que forman tales asociaciones; pero al cabo es muy poco. Porque una asociación obrera sólo puede disminuir artificialmente la competencia de brazos dentro de la profesión; no puede influir en las condiciones generales que impulsan a los hombres a competir cruelmente entre sí por la posibilidad de ganarse la vida, y organizaciones como la de los Caballeros del Trabajo, que son a las Trade Unions lo que las Trade Unions a sus miembros individuales, aunque tengan mayor poder han de encontrar las mismas dificultades en sus esfuerzos para elevar directamente los salarios. Todos estos esfuerzos tienen inherente la desventaja de luchar contra las tendencias generales. Son como las tentativas de un hombre perdido entre la multitud para ganar espacio haciendo retroceder a los que le oprimen, como el intento de parar una gran máquina a pura fuerza de los músculos, sin cerrar el paso del vapor.

Quienes al principio se inclinaron a poner fe en el poder del tradeupionismo, comienzan a ver esto, y la lógica de los hechos los conducirá a verlo más y más. Pero la percepción de que para obtener grandes resultados hay que regular las tendencias generales, inclina a quienes no analizan estas tendencias en sus causas, a transferir esa fe desde una forma de organización voluntaria del trabajo a alguna forma de organización y dirección gubernamental.

Todas las variedades de lo que vagamente se llama socialismo reconocen con más o menos claridad la solidaridad de los intereses de las masas de todos los países. Cualesquiera que sean las objeciones que puedan hacerse al socialismo ep sus más extremas formas, tiene éste, por lo menos, el mérito de disminuir los prejuicios nacionales y aspirar al licénciamiento de los ejércitos y a la supresión de la guerra. Así es opuesto al dogma cardinal del proteccionismo: que los intereses de los habitantes de diversas naciones son diversos y antagónicos. Pero, por otra parte, quienes se llaman a sí mismos socialistas, lejos de inclinarse a mirar desfavorablemente la intervención y regulación gubernativas, están predispuestos a simpatizar con la protección como armónica en este aspecto del socialismo, y a mirar al librecambio, por lo menos según ha sido presentado vulgarmente, como algo que implica la efectividad de aquel principio de libre competencia que, a su juicio, significa el aplastamiento del débil.

Tratemos, tan brevemente como nos sea dado, de indagar la relación existente entre las conclusiones a que hemos llegado y lo que con diversidad de matices, se llama «socialismo» (1).

(1) El vocablo socialismo se emplea en tantas acepciones que es difícil precisar su significado concreto. Yo mismo he sido clasificado como socialista por aquellos que combaten el socialismo, mientras quienes se declaran a sí propios socialistas, manifiestan que no lo soy. Por mi parte, ni he reclamado ni repudiado ese nombre, y comprobando, como lo hago, la verdad correlativa de ambos principios, no puedo llamarme a mí propio individualista o socialista más que quien, considerando las fuerzas por las cuales los planetas se mantienen en sus órbitas, podría llamarse oentri-fuguista o centripetista. La escuela socialista alemana de Marx (cuyo prin-

En el socialismo, en cuanto opuesto al individualismo, hay una verdad indiscutible, una verdad a la cual (sobre todo los más identificados con los principios del librecambio) han prestado muy poca atención. El hombre es primordialmente un individuo, una entidad separada que difiere de sus semejantes en deseos y facultades y requiere para el ejercicio de esas facultades y la satisfacción de aquellos deseos, su acción y su libertad individuales. Pero también es un ser social, con deseos que armonizan con los de sus semejantes y facultades que sólo pueden ser desplegadas en una acción concertada. Hay así un dominio de la acción individual y un dominio de la acción social; cosas que pueden hacerse mejor cuando cada cual actúa por sí mismo, y cosas que pueden hacerse mejor cuando actúa la sociedad por todos sus miembros. Y la natural tendencia del progreso de la civilización es dar a las condiciones sociales más importancia relativamente y ensanchar más y más el dominio de la acción social. Esto no ha sido suficientemente tenido en cuenta, y en el tiempo presente nacen daños indiscutibles de dejar a la acción individual funciones que por el desarrollo de la sociedad y el desenvolvimiento del saber han pasado al dominio de la acción social. Lo mismo que, por otra parte, resultan daños indiscutibles de la ingerencia social en aquello que propiamente pertenece al individuo. La sociedad no puede dejar el telégrafo'y los ferrocarriles a la disposición y regulación de los individuos; ni debe tampoco la sociedad mezclarse y cobrar las deudas individuales o intentar dirigir una industria privada.

Pero sí hay en el socialismo una verdad que los individualistas olvidan, hay una escuela de socialistas que de igual manera ignoran la verdad del individualismo, y cuyas proposiciones

cipal representante en Inglaterra es Mr. H. M. Hyndam, y cuya mejor exposición en América ha sido hecha por Mr. Lorenzo Gronlund), me parece una noble intención, pero una incoherente mezcla de verdad y de error cuyos efectos se pueden resumir diciendo que le falta radicalismo, esto es, que no llega a la raíz, para la mejora de las condiciones sociales son de la clase de las que he llamado «excesivas».* El socialismo, en su más estricto sentido, el socialismo que pretende que el Estado absorba el capital y suprima la competencia, es el plan de hombres que, mirando la sociedad en su más compleja organización, no han llegado a ver que los principios evidentes en un estado más sencillo siguen siepdo verdad en las relaciones más íntimas que resultan de la división del trabajo y del uso de complicados instrumentos y métodos; y así, han incurrido en errores forjados por economistas de escuelas totalmente distintas, quienes han enseñado que el capital es el que emplea y sostiene al trabajo y han procurado hacer confusa la distinción entre la propiedad de la tierra y la propiedad de los productos del trabajo. Su sistema es el de hombres que, aun rebelándose contra la crueldad y la inutilidad de la «economía política ortodoxa», están aún enredados entre sus errores y cegados por sus confusiones. Confundiendo el «capital» con los «medios de producción» y aceptando la regla de que «los salarios naturales» son el mínimum con que la compétencia obliga a vivir al trabajador, tratan de cortar un nudo que no ven cómo desatar, haciendo del Estado el único capitalista y patrono y aboliendo la competencia.

Encomendar al Gobierno toda la producción y cambio como remedio para las dificultades de encontrar trabajo, por una parte, y para el excesivo crecimiento de las fortunas, por otra, corresponde a la misma categoría que el prescribir que todos los hombres deben ser buenos. Que si todos los hombres tuvieran un empleo adecuado y toda la riqueza fuera equitativamente distribuida, a nadie faltaría empleo y po habría injusticia en la distribución, es una proposición tan indiscutible como la de que, si todos fueran buenos, nadie sería malo. Pero a un hombre perplejo sobre el camino que ha de tomar, de nada sirve decirle que la manera de llegar al fin de su jornada es llegar allí.

Que todos los hombres sean buenos es la mayor aspiración, pero esto sólo puede ser conseguido suprimiendo las condiciones que inducen a unos y empujan a otros a obrar mal. Que cada uno dé según sus facultades y reciba según sus necesidades, es verdaderamente el más alto estado social que podemos conseguir; pero ¿cómo podemos esperar alcanzar tal perfección hasta que hayamos conseguido primero encontrar algún medio de asegurar n cada hombre la posibilidad de trabajar y las justas ganancias de su trabajo? ¿Trataremos de ser generosos antes de que hayamos aprendido cómo ser justos?

Todos los planes para asegurar la igualdad en las condiciones de los hombres encomendando la distribución de la riqueza al Gobierno, tienen el inevitable defecto de dar principio equivocadamente por el final: presuponen un Gobierno puro; pero no es el Gobierno el que hace la sociedad, sino la sociedad la que hace al Gobierno, y mientras no haya algo aproximado a upa sustancial igualdad en la distribución de la riqueza, no podemos esperar un Gobierno puro.

Mas, para poner a todos los hombres en un pie de sustancial igualdad, de modo qiie no pudiera haber ni carencia de trabajo, ni «sobreproducción», ni tendencia de los salarios a un mínimufn de subsistencia ni monstruosas fortunas de una parte y ejércitos de proletarios de otra, no es preciso que el Estado asuma la propiedad de todos los medios y se convierta ep patrono general y comerciante universal; únicamente es necesario establecer Iqs derechos iguales de todos a los medios primarios de producción, que son la fuente de donde los demás medios de producción proceden. Y esto, lejos de implicar una extensión de las funciones y mecanismos gubernativos, eptraña, como hemos visto, una gran reducción de ellos. Tendería así a purificar al Gobiemp de dos maneras: primero, mejorando las condiciones sociales de las cuales depende la pureza del Gobierno, y segundo, simplificando la administración. Demos este paso y podremos tranquilamente comenzar a extender las funciones del Estado en su esfera propia o cooperativa.

En realidad no hay conflicto entre el trabajo y el capital (1); el verdadero conflicto está entre el trabajo y el monopolio. Que un patrono rico «explote» a los trabajadores pobres, puede suceder. Pero este poder explotador, ¿proviene de las riquezas de aquél o de la pobreza de éste? Por muy rico que un patrono sea, ¿cómo podría explotar a trabajadores que pudieran ganar su vida fácilmente y por sí mismos sin acudir a que los empleara? La competencia de trabajadores con trabajadores por el empleo, que es la causa efectiva que permite, y aun en muchos casos obliga al patrono a explotar a sus trabajadores, nace del hecho de que los hombres, privados de las oportunidades naturales para emplearse a sí propios, son compelidos a luchar unos contra otros por los salarios de un patrono. Abolamos el monopolio que impide a los hombres emplearse a sí propios, y el capital no podría oprimir al trabajo. En ningún caso el capitalista puede obtener trabajo por menos de lo que el trabajador podría ganar empleándose a sí mismo. De hecho, una vez suprimida la causa de esta injusticia que despoja al trabajador del capital creado por su esfuerzo, la honda distinción entre capitalista y trabajador cesaría de existir.

Quienes, viendo cómo los hombres se ven obligados por la competencia a llegar a extremos crueles, deducen que la competencia debe ser abolida, son como quienes, viendo quemarse una casa, quisieran impedir el uso del fuego.

El aire que respiramos ejerce sobre cada pulgada cuadrada de nuestros cuerpos una presión de quince libras. Si esta presión

(1) La gran fuente de confusiones con respecto a tales materias dimana de no haber atribuido un significado concreto a los términos. Debe recordarse siempre que nada que pueda clasificarse como trrbajo o como tierra puede ser considerado capital en un exacto empleo del vocablo, y que mucho de lo que comúnmente llamamos capital (como las deudas re-embolsables, los bonos del Gobierno, etc.), en rea'idad no son ni siquiera riqueza, como tiene que serlo todo verdadero capital. Para una más amplia dilucidación de esto, y de cuestiones análogas, remito al lector a mi Progreso y miseria.

se ejerciera sólo de un lado, nos aplastaría y nos haría papilla. Pero ejerciéndose por todos lados, podemos movemos bajo ella con perfecta libertad. Ño sólo no nos incomoda, sino que sirve designios tan indispensables, que si se atenuara esa presión, moriríamos.

Así ocurre con la competencia. Donde existe una clase privada de todo derecho al elemento necesario para vivir y trabajar, la competencia es unilateral y el crecimiento de la población compele a las más bajas clases hacia una esclavitud virtual y aun hacia la inanición. Pero donde los derechos naturales de todos están asegurados, la competencia, actuando por todos lados, entre los patronos como entre los obreros, entre los compradores como entre los vendedores, no puede perjudicar a nadie. Por el contrario, se convierte en el más sencillo, más extenso, más elástico y más refinado sistema de cooperación, que, en el presente grado de desenvolvimiento social, y en el terreno donde actuara libremente, nos permitiría confiar en ella para la coordinación de las industrias y la economía de las fuerzas sociales.

En una palabra, la competencia juega en el organismo social un papel igual al de los impulsos vitales inconscientes que actúan en el organismo corporal. Estos como aquéllos, sólo necesitan estar libres. La frontera en que la obra del Estado ha de comenzar es aquella en que la libre competencia se hace imposible, una frontera análoga a la que en el organismo individual separa las funciones conscientes de las inconscientes. Esta frontera existe, aunque tanto los socialistas extremistas como los individualistas extremistas hacen caso omiso de ella. Los individualistas extremistas son como el hombre que quisiera que su propia hambre le suministrase el alimento; el socialista extremista es como el hombre que quisiera que su voluntad consciente dirigiera al estómago en la digestión.

Individualismo y socialismo no son, en verdad, antagónicos, sino correlativos. Donde termina el dominio de uno comienza el del otro. Y aunque la frase laissez faire haya sido tomada como bandera de un individualismo que tiende al anarquismo, y los llamados librecambistas hayan hecho de «la ley de la oferta y la demanda» una hediondez para el olfato de quienes advierten la injusticia social, nada hay en el librecambio que choque con un socialismo racional. Por el contrario, no tenemos sino que llevar el principio del librecambio hasta sus lógicas conclusiones para ver que llegamos hasta ese socialismo.

El principio del librecambio es, como hemos visto, el principio de la libre producción; requiere no solamente la abolición de los Aranceles protectores, sino la supresión de todas las restricciones sobre la producción.

En los últimos años ha comenzado a sentirse y a adquirir una importancia cada vez mayor, un tipo de restricciones sobre la producción, impuesto por las concentraciones y asociaciones que tienen por objeto limitar la producción y aumentar los precios.

En algunos casos, este poder de las asociaciones para restringir la producción dimana-de los monopolios temporales concedidos por nuestras leyes de patentes, que (siendo el premio que la sociedad otorga para la invención), entraña un principio de compensación, cualesquiera que puedan ser sus defectos de procedimiento.

Aparte tales casos, este poder de restringir la producción deriva, en parte, de las restricciones arancelarias. Así, los fabricantes americanos de acero que recientemente han limitado su pro-lucción y de un golpe elevado el precio de los rieles en 40 por 100, han podido hacer esto sólo por los pesados derechos sobre los rieles importados. Pueden, por la asociación, elevar los precios de los rieles de acero hasta el punto a que éstos podrían ser importados pagando los derechos, pero no más allá. De aquí que, con la abolición de los derechos, ese poder desaparecería. Para impedir el juego de la competencia, sería necesaria una asociación de todos los fabricantes de acero del mundo, y esto es prácticamente imposible.

Por otra parte, este poder restrictivo nace de la posibilidad de monopolizar los elementos naturales. Esto sería destruido si la tributación sobre el valor de las tierras hiciera desventajoso el poseer tierra sin utilizarla. Además, nace del dominio de aquellos negocios que, por su naturaleza, no admiten competencia, tales como las Compañías ferroviarias, de telégrafos, de gas y otras análogas.

He leído en un periódico que media docena de representantes de los «intereses de las antracitas» se reunieron ayer tarde (24 de marzo de 1886) en una oficina de Nueva York. Su conferencia, interrumpida sólo por una colación, duró hasta las tres de la mañana. Cuando se separaron, habían llegado a un «acuerdo entre caballeros» para restringir la producción de la antracita y elevar su precio.

Ahora bien, ¿cómo es que media docena de hombres sentados en tomo de algunas botellas de champagne y una caja de cigarros, en una oficina de Nueva York, pueden, por un «acuerdo entre caballeros», obligar a los mineros de Pensylvania a quedar parados, y aumentar el precio del carbón en toda nuestra costa del Este? El poder así ejercido proviene de tres fuentes:

I. De los derechos protectores sobre el carbón. El librecambio los aboliría.

II. De la posibilidad de monopolizar la tierra, que les permite impedir a otros utilizar los depósitos de carbón que ellos no utilizarán. El verdadero librecambio, como hemos visto, suprimiría esta posibilidad.

HI. Del dominio de los ferrocarriles y del consiguiente poder de fijar las tarifas, y establecer diferencias en los transportes.

El poder de fijar las tarifas de transportes y de este modo introducir diferencias entre las personas y los lugares, es sencillamente un poder de la misma índole que el ejercitado por los Gobiernos al imponer derechos de importación. Y el principio del librecambio requiere la supresión de tales restricciones tan claramente como exige la supresión de los derechos de importación. Pero llegamos aquí a un punto donde la acción positiva por parte del Gobierno es necesaria. Excepto, como ocurre en los puntos terminales o susceptibles de competencia donde dos o más caminos concurren (y en cuanto a ellos hay la tendencia a eliminar la competencia mediante la asociación o la formación de consorcios) la conducción de mercancías y pasajeros por ferrocarril, como los servicios del telégrafo, teléfono, gas, agua y otros semejantes son, por su naturaleza, un monopolio. Para impedir las restricciones y diferenciaciones, se requiere por consiguiente, la intervención gubernativa. Tal intervención no sólo no es incompatible con el principio del librecambio, sino que se deriva de éste, como la intervención del Gobierno para impedir y castigar los ataques a las personas y a la propiedad se deriva del principio de la libertad individual. De este modo, si llevamos el librecambio hasta sus lógicas conclusiones, llegaremos inevitablemente a lo que los monopolizadores, deseosos de «ser libres» para desplumar al público, denuncian como «socialismo», y verdaderamente será socialismo en el sentido de que reconoce el verdadero dominio de las funciones sociales.

Que los negocios que por su naturaleza son monopolios sean regulados legislativamente o realizados por la sociedad, es cuestión de procedimiento. Me parece, sin embargo, que la experiencia va demostrando que se puede conseguir mejores resultados con menores peligros de corrupción gubernativa desempeñándolos el Estado, que regulándolos. Pero la gran simplificación del Gobierno, que resultaría de la abolición de los actuales métodos tributarios complejos y desmoralizadores, aumentaría grandemente la facilidad y perfección con que se podría emplear cualquiera de estos procedimientos. Que el Estado asuma todas aquellas funciones sociales en que la competencia no actúa, no implicaría nada semejante a la presión sobre los poderes gubernativos, y el influjo estimulador de la corrupción y la inmoralidad que acompañan a nuestros actuales procedimientos recaudatorios de los impuestos. Una mayor igualdad en la distribución de la riqueza, resultante de la reforma que simplificaría así el Gobierno, aumentaría, además, la inteligencia colectiva y purificaría la moral pública y nos permitiría llegar a un grado más alto de honradez y capacidad para el manejo de los negocios públicos. No tenemos el derecho de suponer que los hombres serían tan codiciosos e inmorales en un estado social donde los más pobres pudiesen ganarse holgadamente la vida, como en el actual estado social, donde el miedo a la miseria engendra una ambición loca.

Hay otro camino, además, por el cual el verdadero librecambio tiende hacia el socialismo en su más alto y mejor significado. Tomar para el uso de la comunidad el valor del privilegio adscripto a la posesión de la tierra, produciría, donde el desarrollo social hubiera rebasado cierto grado, rentas aún mayores de las que hasta ahora provienen de los impuestos, al par que una enorme reducción en los gastos públicos, consecuencia directa e indirecta de abolir los actuales sistemas tributarios. Así se obtendría un fondo que aumentaría rápidamente con el desarrollo social y que podría ser aplicado a fines sociales ahora descuidados. Y entre los fines que se le ocurrirán al lector en los cuales este excedente de la repta social podría invertirse en aumentar el caudal de los conocimientos humanos, difundir gustos elevados y satisfacer saludables deseos, no hay ninguno más meritorio que el de hacer una honrosa provisión para quienes carecen de sus naturales protectores o, sin culpa suya, son incapaces para la lucha por la vida.

Consideraríamos como una responsabilidad y una vergüenza el que up gran vapor, cruzando el Atlántico, no se detuviese al ver en peligro el más insignificante barquichuelo; a la vista de un niño amarrado a un mástil, el poderoso buque viraría y sus tripulantes correrían a botar una lancha en las embravecidas aguas; con tanta fuerza nos llama el lazo de la solidaridad humana, cuando nos elevamos por cima del estruendo de la vida civilizada. Y, sin embargo, un minero es sepultado vivo, un pintor cae de un andamio, un guardafreno es aplastado entre dos coches, un comerciante quiebra, enferma y muere, y la sociedad abandona a las viudas y a los hijos ep la más espantosa miseria o en una degradante mendicidad. Esto no debe ser. La ciudadanía de una sociedad civilizada debiera, por el mero hecho de serlo, ser un seguro contra tal desgracia. Y pensando que la renta que la comunidad debiera obtener de la tierra, a la cual el desarrollo de la sociedad da valor, no es realmente un impuesto, sino el producto de una verdadera renta, un demócrata inglés (William Saunders, miembro del Parlamento), pone en esta frase el propósito del verdadero librecambio: ningún impuesto, y una pensión para todos.

Esto se denuncia como «el más grosero socialismo» por aquellos cuya idea del orden es que los descendientes de los favoritos regios y de los ladrones de sangre azul deben ser mantenidos en fastuosa ociosidad durante toda su vida, a costa de pensiones extraídas a la actividad luchadora, mientras el trabajador y su mujer, extenuados por un penoso trabajo del que sólo han recibido salarios para vivir apenas, son degradados por las limosnas de la parroquia o separados el uno del otro en un asilo.

Si aquel propósito es socialismo, es verdad que el librecambio conduce al socialismo.

POLÍTICA PRÁCTICA

Yendo una vez en ferrocarril me encontré una banda de músicos de Pittsburgh que volvía de una fiesta. El director y yo estábamos sentados en el mismo banco y, entre la música con que aquéllo^ distraían la noche, entablamos una conversación que desde la política recayó en los Aranceles... Yo ni expresé mis opiniones, ni discutí las suyas, pero le hice algunas preguntas acerca de cómo la protección beneficiaba al trabajo. Sus respuestas no parecían satisfacerle a él mismo. Y de pronto dijo:

—Mire usted, señor, ¿puedo hacerle a usted una pregunta? No quisiera molestarle, pero quiero hacerle una pregunta importante: ¿es usted librecambista?

—Lo soy.

—¿Un verdadero librecambista, uno de los que quieren abolir los Aranceles?

—Sí, un verdadero librecambista. Yo querría que el comercio entre los Estados Unidos y el resto del mundo fuese tan libre como lo es entre Pensylvania y Ohio.

—Deme usted la mano, señor, dijo el director de la banda levantándose. —Me gusta un hombre tan decidido.

—jMuchachos! —exclamó, volviéndose a algunos de los músicos—. He aquí una clase de hombre que nunca habéis visto;

he aquí un verdadero librecambista, y no se avergüenza de declararlo. Y cuando los «muchachos» me hubieron estrechado la mano como si hubiesen estrechado la mano del «esqueleto viviente» o del «gigante chino» —sepa usted, señor —prosiguió el director— que he estado oyendo hablar de librecambistas toda mi vida, pero usted es el primero que he encontrado. He visto hombres a quienes otra gente llamaba librecambistas, pero cuando les tocaba la vez, lo negaban siempre. Lo más que admitían es que deseaban que se rebajara algo el Arancel o que se confeccionara mejor. Pero insistían siempre en que hemos de tener Arancel, y yo había llegado a creer que no había ningún verdadero librecambista; que éstos eran una especie de espantajo.

A mi juicio, mi amigo de Pittsburgh era, con relación a esto, una buena muestra de la mayoría de los americanos de la actual generación. Los únicos librecambistas que los más de ellos han visto y oído han rehuido esa denominación, o, por lo menos, han insistido en que siempre hemos de tener Arancel y se han opuesto a las reducciones repentinas.

¿Debe admirar que los errores de la protección vayan boyantes, si ésta es la única oposición que encuentran? Al empequeñecer el librecambio convirtiéndolo en una simple reforma fiscal, su armonía y belleza se ocultan; su fuerza moral se pierde; no se puede mostrar su poder de remediar los males de la sociedad; y no se puede denunciar la injusticia y la ruindad del' proteccionismo. La «ley de Dios» internacional se convierte en un mero asunto fiscal, que apela sólo a la inteligencia y no al corazón, que afecta al bolsillo y no a la conciencia, y acerca de la cual es imposible inflamar el entusiasmo capaz de luchar contra intereses poderosos. Cuando se concede que deben ser mantenidas las aduanas y establecidos los derechos de importación, el hombre vulgar concluye que lo mismo da que estos derechos sean protectores; por lo menos se preocupará poco de ellos. Cuando se dice a la gente que se guarde de correr demasiado, nadie quiere dar ni un paso.

Tal defensa no es de aquellas que pueden obligar a la discusión, despertar el pensamiento y llevar adelante una gran causa contra una poderosa oposición. Una verdad a medias no tiene la mitad de la fuerza que una verdad entera, y disminuir así un principio como el del librecambio con la esperanza de desarmar la oposición, es disminuir su poder de suscitar defensores, mucho más que el antagonismo que ha de encontrar. Un principio que en su pureza enraizaría en el espíritu popular, pierde su poder cuando lo oscurecen concesiones y lo enervan los compromisos.

Pero el error que tales defensores del librecambio cometen tiene una raíz más profunda que cualquier equivocación en cuanto al procedimiento. Hay hombres que, en la mayor parte, derivan sus ideas de la Economía política, castrada e incoherente, que se enseña en nuestras Universidades o de las tradiciones políticas de los «derechos territoriales» y las «interpretaciones estrictas», ahora anticuadas y sin valor. No presentan el librecambio en su belleza y su fuerza, porque no las ven. No tienen el valor de su convicción, porque no tienen convicción. Tiénen opiniones; pero esas opiniones carecen del fuego, de la fuerza impulsora que nace de una convicción vital. Ven el absurdo y el despilfarro de la protección y lo ilógico de los argumentos hechos en pro de ella, y estas cosas ofenden su sentido de la exactitud y la verdad; pero no ven que el librecambio significa realmente la emancipación del trabajo, la abolición de la miseria, el restituir a los desheredados sus derechos nativos. Tales librecambistas están bien representados por aquellos periódicos que se oponen tibiamente a la protección cuando no hay elecciones; pero que en tiempo de elecciones permanecen quietos como ratones. Están del lado de lo que ellos llaman librecambio como cierta clase de buena gente está a favor de la conversión de los judíos. Cuando no haya ningún inconveniente hablarán, escribirán, asistirán a un mitin, a un banquete o darán un poco de dinero para la causa; pero se guardarán de romper con su partido o de «malgastar» un voto.

De estos hombres, aún los más enérgicos y abnegados por el bien público, son de una indiscutible inferioridad cuando se trata de una propaganda popular. Pueden señalar bastante bien los abusos de la protección y exponer sus más transparentes sofismas, pero no pueden explicar el fenómeno social en que la protección encuentra su verdadera fuerza. Todo lo que pueden prometer al trabajador es que la producción se aumentará y muchas mercancías se abaratarán. Pero ¿cómo puede esa razón interesar a hombres acostumbrados a mirar la «sobreproducción» como la causa de la general miseria, y que están oyendo constantemente que la baratura de las cosas es la razón por la que miles de ellos tienen que carecer de aquéllas? Y cuando frente al fracaso de la reforma fiscal para extirpar el pauperismo y abolir el hambre, se les pregunta por qué, a pesar de haberse adoptado en la Gran Bretaña las medidas que proponen, los salarios son allí tan bajos y la pobreza tan espantosa, los librecambistas de ese linaje no pueden contestar de modo que satisfagan al demandante, ni siquiera se pueden dar a ellos mismos una respuesta satisfactoria. La única contestación que su filosofía puede dar, la única respuesta que se puede obtener de la economía política enseñada por los libros de texto «librecambistas», es que la cruel lucha por la existencia, que sume a los hombres en el pauperismo y la inanición, está en la naturaleza de las cosas. Y, ya atribuya esta naturaleza de las cosas a la consciente voluntad de un Creador inteligente o a la obra de fuerzas ciegas, el hombre que, concreta o vagamente, acepta esta respuesta, es incapaz de sentir o hacer sentir en otros el sentimiento que inspiraba el llamamiento de Cobden a Bright.

Así es que el librecambio, empequeñecido hasta una mera reforma fiscal, sólo puede apelar a los móviles más bajos y más débiles, móviles incapaces para impulsar masas de hombres. Véase la literatura librecambista corriente. Su propósito es demostrar lo dañoso de la protección antes que su injusticia; apela al bolsillo, no a la solidaridad. Sin embargo, para iniciar y sostener un gran movimiento popular debe invocarse antes el sentido moral que el entendimiento, la solidaridad mejor que el egoísmo. Porque, sea lo que fuere el individuo, en las masas el sentido de la justicia es más sincero y más agudo que la percepción intelectual, y un problema que no puede revestir la forma de justo o injusto, no puede provocar discusiones generales ni excitar a muchos a la acción. Y mientras que una ganancia o pérdida material nos impresiona tanto menos vivamente cuanto mayor es el número de quienes la comparten, el poder de la solidaridad aumenta al pasar de hombre a hombre, se acumula y se vuelve contagioso.

Pero quien sigue el principio del librecambio hasta su conclusión lógica, puede herir las mismas raíces de la protección; puede contestar toda pregunta y rebatir toda objeción y apelar a los instintos más seguros y a los móviles más fuertes. Verá en el librecambio no una simple reforma fiscal, sino un movimiento que tiene por objeto y fin nada menos que suprimir la pobreza, y el vicio, crimen y degradación que de ella fluyen, restituir a los desheredados sus naturales derechos y organizar la sociedad sobre una base de justicia. Sentirá la inspiración de una causa bastante grande para vivir y morir por ella, y para sentirse impulsado por un entusiasmo que puede evocar en los demás.

Verdad es que la defensa del librecambio en su plenitud suscita la oposición de intereses mucho más fuertes que los afectos al sostenimiento de los Aranceles protectores. Pero, por otra parte, llevaría a luchar por el librecambio fuerzas sin las cuales éste no podría triunfar. Y aquellos que lapcen la idea tienen más que temer de la indiferencia que de la oposición. Sin la hostilidad no se püede excitar la atención ni despertar la energía, que son necesarias para vencer la inercia, que es el más fuerte baluarte de los abusos existentes. Un partido no puede abrazarse a un problema que nadie discute, como en una caldera abierta no podría obtenerse la presión de trabajo del vapor.

Y las clases trabajadoras de los Estados Unidos que han constituido la fuerza electoral de la protección, están ahora preparadas para un movimiento en pro del verdadero librecambio. Durante algunos años, han operado entre ellos elementos educativos que han minado su fe en la protección. Si no han aprendido que la protección no puede ayudarles, por lo menos han adquirido claro concepto de que la protección no les ayuda. Han reconocido el hecho de que hay alguna injusticia honda en la constitución de la sociedad, aunque puedan no ver claramente cuál es esa injusticia; han llegado gradualmente a sentir que, para emancipar el trabajo, son necesarias medidas radicales, aunque puedan no conocer cuáles son esas medidas.

Y desparramados por toda esa gran masa que así comienza a bullir y a tantear, hay hombres, cuyo número crece rápidamente, que saben cuál es la injusticia primaria, hombres que ven que en el reconocimiento de los derechos iguales de todos al elemento necesario para vivir y trabajar está la esperanza y la única esperanza de corregir la injusticia social.

A esos hombres es a quienes especialmente quisiera hablar. Son la levadura que puede hacer fermentar la masa.

Abolir la propiedad privada de la tierra es una empresa tan grande que, al principio, puede parecer impracticable.

Pero esta aparente imposibilidad proviene sólo de que la conciencia pública no está aún suficientemente penetrada de la justicia y la necesidad de ese gran cambio. Para realizarlo, hay que hacer sencillamente una obra de difusión del pensamiento. No es necesario que nos preocupemos mucho de cómo votan los hombres. Lo importante es cómo piensan.

Ahora bien, el factor principal para difundir la idea es la discusión. Y para conseguir la más general y más eficaz discusión de un principio, debe ser presentado en forma concreta e incorporado a los programas políticos, de manera que los hombres, siendo requeridos a votar sobre él, se vean obligados a pensar y hablar de él.

Los defensores de un gran principio no estarán ligados por sombra de compromisos. Lo proclamarán en su plenitud, y sostendrán la plena implantación de aquél como su meta. Pero el celo del propagandista necesita completarse con la habilidad del político. Mientras el primero no necesita temer que surja la oposición, el segundo ha de procurar que la resistencia sea mínima. El arte político, como el arte militar, consiste en concentrar la mayor fuerza contra el punto de menor resistencia; y para llevar más rápida y eficazmente un principio a la política práctica, la medida que se proponga debe ser tan moderada que (conteniendo el principio) consiga el máximo apoyo y excite la menor resistencia. Porque poco importa el que el primer paso sea largo o corto. Cuando se ha emprendido la buena dirección, el avance es una simple cuestión de perseverancia.

Así es como los grandes problemas entran en la fase de la acción política. Importantes batallas políticas comienzan con escaramuzas de vanguardia, ep sí mismas poco importantes, y generalmente se entablan sobre puntos que no van ligados al problema principal, sino a problemas menores o colaterales. Así, el problema de la esclavitud en los Estados Unidos vino a la política práctica a propósito de la extensión de la esclavitud a los nuevos territorios, y fue definitivamente resuelto como consecuencia de la guerra de secesión. Considerándolos como un fin, los abolicionistas hubieran hecho bien en desdeñar los proyectos de los republicanos. Pero estos proyectos fueron el medio de realizar lo que los abolicionistas en vano hubieran tratado de conseguir directamente.

Así ocurre con la cuestión arancelaria. El que tengamos un Arancel protector o un Arancel de renta es en sí mismo de pequeña importancia, porque aun cuando la abolición del proteccionismo aumentaría la producción, la tendencia a una desigual distribución quedaría intacta y pronto neutralizaría el beneficio. Sin embargo, lo que carece de importancia como fin, la tiene como medio. La protección es un ladrón pequeño, es verdad; pero es el centinela y la avanzada de un gran ladrón; es el pequeño ladrón, que no puede ser eliminado sin llevar la lucha a la misma fortaleza del gran ladrón. El gran ladrón está tan bien atrincherado, y la gente se halla acostumbrada desde hace tanto tiempo a sus exacciones, que es difícil inducirla a atacarle directamente. Pero ayudar a quienes han entrado en combate con el ladrón pequeño, será el modo más fácil de atacar a su amo y despertar el sentimiento que ha de empujar a aquéllos adelante.

Para asegurar a todos el libre uso de su poder de trabajo y el pleno disfrute de los productos de éste, hay que obtener los derechos iguales de la tierra.

Para conseguir estos iguales derechos de la tierra, en el presente grado de la civilización, no hay más que un camino. Medidas tales como crear una clase de cultivadores propietarios, o «la limitación de tierras», o reservar a los actuales colonos lo que resta del dominio público, no conducen hacia aquélla; nos alejan. Sólo puede afectar a una clase de poca importancia, relativa, y esto temporalmente, al par que su resultado no es debilitar la propiedad de la tierra, sino más bien fortalecerla, por interesar a un gran número en su mantenimiento. El único camino para abolir la propiedad privada de la tierra es el impuesto. Este camino es franco y recto. Consiste sencillamente en abolir, uno tras otro, todos los impuestos que por su naturaleza son verdaderamente tributos, y recurrir para los ingresos públicos a la renta económica o valor del suelo. Para la plena libertad de la tierra y la completa emancipación del trabajo, es, naturalmente, necesario que la totalidad de este valor sea tomado en provecho común; pero esto seguiría inevitablemente a la decisión de recoger de esa fuente los ingresos ahora necesarios o una parte considerable de ellos, lo mismo que la entrada de un ejército victorioso en una ciudad sigue a la derrota del ejército que la defiende.

En los Estados Unidos, el camino más directo para suprimir la propiedad de la tierra es el de los impuestos locales, puesto que éstos ya se hallan en alguna medida establecidos sobre el valor de las tierras. E indudablemente, este será el camino por donde se hará el avance final y decisivo. Pero la política nacional domina la política de los Estados, y un problema puede ser llevado a la discusión más rápida y más completamente como problema nacional que como problema local.

Ahora bien, para introducir una decisión ep la política no es necesario crear un partido. Los partidos no se fabrican. Nacen de los partidos ya existentes, planteándose problemas sobre los cuales los hombres se dividen. Ep la cuestión arancelaria tenemos al alcance de nuestra mano un medio de plantear el problema de la tributación en su totalidad, y en tomo de éste, el conjunto de la cuestión social.

Como hemos visto en el examen que hemos venido haciendo, la cuestión arancelaria plantea necesariamente todo el problema social. Hoy, cualquier discusión acerca de ello tiene que ir más lejos, y más hondo que la agitación contra la Ley de Cereales de la Gran Bretaña, o que la controversia arancelaria entre whigs y demócratas, porque el progreso de la cultura y la marcha de los descubrimientos han hecho de la distribución de la riqueza el problema palpitante de nuestros tiempos. Hacer de la cuestión arancelaria asunto de política nacional tiene que significar ahora discutir en todos los periódicos y en todas las encmcijadas donde se encuentren dos hombres, los problemas del trabajo y los salarios, del capital y el trabajo, de la incidencia de los tributos, de la naturaleza y derechos de la propiedad y del problema a que estas cuestiones conducen, el problema de las relaciones de los hombres con el planeta en que viven. Por este medio, en un año puede hacerse por la cultura económica de las clases populares más de lo que de otro modo podría conseguirse en décadas.

Por eso insto a los hombres cultos que anhelan la emancipación del trabajo y el imperio de la justicia social a que se lancen en cuerpo y alma al movimiento del librecambio, y obliguen a que se ponga en primer término el problema arancelario. No es solamente que en la controversia arancelaria el lado del librecambio concuerde mejor con los intereses del trabajo; no es meramente que, hasta que los trabajadores abandonen la idea de que el trabajo es cosa tan mísera que necesita ser «protegida» y que la ocupación es una gracia debida a la liberalidad de los capitalistas o de los Gobiernos paternales, no puedan elevarse hasta el sentimiento de sus derechos; es que el movimiento en favor del librecambio es, en realidad, la vanguardia de la lucha por la emancipación del trabajo. Este es el camino que el toro debe seguir para desenrollar su cuerda. No importa cuán timoratamente se plantee ahora la lucha contra la protección; éste no es más que el delgado filo de la cuña. No importa que esperemos hacer poco; el progreso se realiza por pasos, y el paso que hemos de dar es siempre el más inmediato (1).

(1) No hay razón para que, por lo menos, el grueso de los recursos más necesarios para el Gobierno nacional bajo nuestro sistema no se recaude por un tanto por ciento sobre el valor de las tierras, dejando el resto para la Hacienda local, lo mismo que los impuestos del Estado, el Condado y el Municipio se recaudan ahora conforme a un registro y por medio de un mismo grupo de funcionarios. Por el contrario, hay, aparte de la economía que de este modo conseguiríamos, una poderosa razón para recaudar del valor de las tierras los ingresos nacionales, razón fundada en el hecho de que el valor del suelo de las grandes ciudades y de los yacimientos minerales es debido al general incremento de la población.

Pero la total abolición del Arancel no necesita que se llegue a tal medida. La emisión de billetes, función que pertenece propiamente al Gobierno central, produciría, adecuadamente utilizada, un considerable ingreso, al par que, para cualquier cifra de ingresos fiscales necesarios, podrían encontrarse fuentes en diversos impuestos que, aun no siendo perfectos económicamente, como lo es el impuesto sobre el valor de la tierra, son, sin embargo, mucho menos discutibles que los impuestos de importación. El tributo de consumo sobre los licores espirituosos debiera ser abolido porque fomenta la corrupción, afecta perniciosamente a muchas ramas de la industria y constituye una prima a la falsificación. Pero monopolizándolo el Gobierno o con impuestos por licencias para la venta al por mayor, puede obtener del tráfico de licores un gran ingreso fiscal, con mayor ventaja para la salud y la moral pública que por el actual sistema. Hay también algunos impuestos de Timbre que son relativamente inocuos y pueden recaudarse de un modo fácil y barato.

Pero de todos los procedimientos para obtener una renta federal independiente, la que produciría mayores ingresos con mayor facilidad V menor

Ni importa que quienes ahora impulsan el movimiento del librecambio no simpaticen con nuestros propósitos, ni que pos combatan y desnaturalicen nuestras ideas. Nuestra política consiste en sostenerlos, en reforzarlos y estimularlos. Ni importa cuán pronto se propongan detenerse; la dirección que tienen que tomar es la dirección en que tenemos que ir para alcanzar nuestra meta. Juntando nuestras fuerzas a las suyas no nos ponemos a su servicio, sino que utilizamos aquéllas.

Pero estos mismos hombres, cuando estén bien encaminados e interesados por el impulso de la controversia, irán más lejos de lo que ahora se proponen. Es ley de todos los movimientos como éste, que tienen que hacerse cada vez más radicales. Y aun cuando, en los Estados Unidos, estamos abundantemente provistos de una clase de leaders proteccionistas que no cederán una pulgada hasta verse obligados a ello, nuestras condiciones políticas difieren de las de Inglaterra en 1846 cuando, alejados del poder político las clases obreras, una oportuna capitulación de los defensores de la protección detuvo por cierto tiempo el curso natural del movimiento y así impidió que la demanda de la abolición del proteccionismo se convirtiera definitivamente en demanda de supresión de la propiedad territorial. La clase que, en Inglaterra,

daño, es un tributo sobre los legados y sucesiones hereditarias. En una población numerosa, la proporción de las defunciones es tan regular como la de los nacimientos, y, con excepciones adecuadas a favor de las viudas, menores y parientes de cierto grado, tal impuesto no gravaría pesadamente a nadie y, a causa de la publicidad necesaria para la transferencia de la propiedad por muerte o en previsión de ella, sería fácilmente recaudado y poco susceptible de fraude. La apropiación del valor de las tierras heriría en el corazón las fortunas extraordinarias; pero hasta que eso se rea’izara, un impuesto de aquella clase tendría la incidental ventaja de dificultar su traslación.

De todos los pretextos para la continuación del Arancel, el menos valedero es su necesidad para conseguir una renta federal. Hasta el impuesto de utilidades, siendo malo, es, en todos los aspectos, mejor que un AranceL solamente ahora comienza a tener poder político, tiene ya entre nosotros ese poder.

Sin embargo, aun en la Gran Bretaña, pueden verse claramente las inevitables tendencias del movimiento librecambista. No sólo la abolición de la protección ha despejado el terreno para problemas mayores que ahora comienzan a entrar en la política inglesa; no sólo el impulso de la agitación librecambista ha conducido a reformas que están poniendo el poder político en manos de la multitud, sino que la obra realizada por quienes, habiendo comenzado por luchar contra la protección, no se contentan con aboliría, ha sido uno de los factores principales para preparar la revolución que no puede detenerse hasta restituir al pueblo británico sus derechos naturales a su tierra nativa.

Ricardo Cobden dijo que la agitación del problema arancelario debe convertirse finalmente en la agitación de la cuestión de la tierra, y por lo que he oído de él, me inclino a pensar que, si hoy estuviera con vida y fuerzas, él capitanearía el movimiento para restituir al pueblo inglés sus derechos naturales a su tierra nativa. Pero sea como fuere, el movimiento librecambista inglés deja un «residuo» que, como Tomás Briggs (1), constantemente aboga por conducir el librecambio hasta sus últimas conclusiones. Y uno de los más eficaces entre los factores revolucionarios que ahora trabajan en Inglaterra es la Asociación para la Reforma Financiera, de Liverpool, cuyo Almanaque de la Reforma Financiera y otras publicaciones tanto hacen para que el pueblo británico conozca el proceso de usurpación y expoliación por el cual la tierra de la Gran Bretaña se ha convertido en propie-

(1) Autor de Propiedad y Tributación, etc., y un fervoroso defensor del movimiento para la restitución de su tierra al pueblo británico. Mister Briggs fue uno de los fabricantes de Manchester que intervinieron en el movimiento contra la Ley de Cereales y, considerando tal victoria como un simple comienzo, ha insistido siempre en que Inglaterra estaba aún bajo el imperio del proteccionismo y que la lucha por el verdadero librecambio aún estaba por venir.

dad privada de una clase, y el trabajo británico está obligado a sostener una horda de aristócratas parásitos. Sin embargo, la Asociación para la Reforma Financiera, de Liverpool, está compuesta por hombres que, en su mayor parte, retrocederían ante un deliberado ataque a la propiedad de la tierra. Son simplemente librecambistas de la escuela de Manchester, bastante lógicos para ver que librecambio significa abolición del Arancel de renta lo mismo que de Aranceles protectores. Pero al atacar a los ‘ ípuestos indirectos, infligen necesariamente tremendos golpes a la propiedad privada de la tierra y minan los verdaderos cimientos de la aristocracia, puesto que, al enseñar la historia de los impuestos indirectos, demuestran cómo los terratenientes del suelo de la nación se hicieron a sí mismos propietarios virtuales, y al proponer la restauracióp del impuesto directo sobre el valor de las tierras dan una fórmula que implica la restitución de la tierra británica al pueblo inglés.

Así es que cuando los hombres abrazan el principio de la libertad son impelidos hacia adelante, y la defensa sincera de la libertad del comercio se convierte finalmente en la defensa de la libertad del trabajo. Y así tiene que ser en los Estados Unidos. Cuando la cuestión arancelaria se convierta en problema nacional y en lucha contra la protección, los librecambistas se verán obligados a atacar la tributación indirecta. La protección está tan bien atrincherada que, antes de que pueda conseguirse un Arancel de renta, la acción del partido librecambista tepdrá que rebasar el punto donde se daría por satisfecho; al par que antes de que la abolición de los tributos indirectos se consiga, la incidencia de los impuestos y la naturaleza y efectos de la propiedad privada de la tierra habrán sido discutidas tanto, que lo demás será cuestión de tiempo.

La propiedad de la tierra es tan indefendible como la propiedad del hombre. Es tan absurdamente impolítica, tan ultrajo-samepte injusta, tan flagrantemente subversiva del verdadero de-cho de propiedad, que sólo puede ser sustituida por la fuerza

y mantenida oscureciendo en el espíritu popular la distinción entre la propiedad de la tierra y la propiedad de las cosas que son fruto del trabajo. .Que esta distinción se esclarezca —y una discusión completa de la cuestión arancelaria ahora la esclarecería— y la propiedad privada de la tierra desaparecerá.

CONCLUSIÓN

Un rico comerciante a quien yo apoyé e hice que otros apoyaran como candidato al sillón presidencial, bajo la impresión de que era un demócrata de la escuela de Jefferson, ha publicado recientemente una carta aconsejándonos que fortifiquemos nuestras costas por temor de que vengan buques extranjeros y nos bombardeen. Este timorato consejo tiene el poco disimulado propósito de inducirnos a enormes gastos públicos que impedirían toda demanda de reducción de impuestos, y de este modo conseguir para las camarillas proteccionistas la concesión de desplumarnos durante más tiempo. Es un buen testimonio de la bajeza inherente al espíritu proteccionista, espíritu que no comprende la verdadera dignidad de la república americana y la grandeza de sus posibilidades más de lo que se cuida de los intereses materiales de las grandes masas de sus ciudadanos, de «la pobre gente que tiene que trabajar».

Lo que es bueno concuerda con todas las cosas buenas; lo que es malo propende hacia otras cosas malas. Acertadamente, Buckle, en su Historia de la civilización, aplica la palabra «protector» no solamente al sistema de robo mediante los Aranceles, sino también al espíritu que enseña que los muchos han nacido para obedecer y los pocos para mandar; que cimenta los tronos

sobre las bayonetas, sustituye con pequeñas vanidades y miserables celos el patriotismo de altas miras y convierte la flor de la juventud europea en esclavos uniformados dispuestos a matarse unos a otros a la voz de mando. No es casual que el señor Tilden, deseoso de invertir el excedente de ingresos para impedir cualquier demanda de abolición de los derechos protectores, propusiera su despilfarro en fortificaciones mejor que aplicarlo a cualquier fin de utilidad general. Las fortificaciones y los buques de guerra y los ejércitos permanentes, no sólo llenan el propósito proteccionista, exigiendo gastos constantes y favoreciendo el desarrollo de una clase que considera los gastos militares adecuados para proporcionarle provecho e importancia, sino que forman parte de la teoría que nos enseña que nuestros derechos son antagónicos con los de otras naciones.

Desembarazada de vecinos hostiles, ajena a las querellas europeas; siendo, con sus sesenta millones de habitantes, la nación más poderosa de la tierra, y avanzando rápidamente hacia una posición que empequeñecerá a los más grandes imperios, la República Americana puede mofarse de toda sugerencia de que imite simiescamente los armamentos de las monarquías del Viejo Mundo, como puede menospreciar la análoga sugerencia de que sus industrias pueden ser arruinadas si abre sus puertos al comercio mundial.

El gigante de las naciones no tiene su seguridad pendiente de las fortalezas blindadas y de los navios acorazados, que el progreso de los descubrimientos convertirá en pocos años, aun en tiempo de guerra, en chatarra; en su población, en su riqueza, en la cultura, inventiva e ingenio de sus habitantes, es donde tiene todo lo realmente útil en caso de necesidad. Ninguna nación de la tierra se aventuraría a atacarla y ninguna podría hacerlo impunemente. Si tuviésemos otra guerra extranjera, sería que nosotros la provocásemos. Y, demasiado fuertes para temer una agresión, debemos ser demasiado justos para cometerla.

Abriendo nuestros puertos al comercio del mundo garantizaremos mejor su seguridad que fortificándolos con todos los blindajes «protegidos» que nuestro sindicato del acero pueda construir, porque el librecambio no solamente nos restituiría el dominio del océano, de que la protección nos ha despojado, y estimularía el poder productivo en que verdaderamente reside la fuerza combativa, sino que, mientras las fortalezas blindadas no pueden defenderse contra las bombas de dinamita y los mortíferos barcos aéreos, que serán el próximo producto de las invenciones destructoras, el librecambio impediría que tales cosas fueran empleadas contra nosotros. El espíritu del proteccionismo, que es lo que realmente se trata de defender con los blindajes, es de hostilidades y guerras internacionales. El espíritu del librecambio es el de fraternidad y paz.

A la República Americana le está asignada una más noble empresa que la servil imitación de las locuras y vicios de Europa. En vez de imitarla en lo que es mezquino y bajo, debe guiarla a lo que es grande y elevado. Esta liga de Estados soberanos, sometiendo sus conflictos a un Tribunal común y no oponiendo impedimentos al comercio y a los viajes, puede dar al mundo una paz mayor que la paz romana.

¿Cuáles sop las verdaderas, sustanciales superioridades de esta Unión de nuestros Estados? ¿No consisten en que asegura la absoluta libertad de comercio entre ellos y en la comunidad de intereses que dimanan de esta libertad? Si nuestros Estados se combatieran entre sí con Aranceles hostiles y un ciudadano no pudiera franquear la línea fronteriza de un Estado sin que le registraran los equipajes, o un libro impreso en Nueva York no pudiera cruzar el río hasta Jersey City sin ser detenido en las oficinas de correos hasta que pagara los derechos arancelarios, ¿cuánto duraría nuestra Unión, o qué valdría? Los verdaderos beneficios de nuestra Unión, la verdadera base de la paz interestatal que aquélla asegura, consisten en que ha impedido el establecimiento de los Aranceles entre los Estados, y nos da el librecambio sobre la parte mejor de un continente.

Podemos «extender el área de la libertad» cuando queramos, cuando apliquemos a nuestro intercambio con otras naciones el mismo principio que aplicamos al intercambio entre nuestros Estados. Podemos anexionarnos el Canadá para todos los fines y propósitos en cuanto suprimamos la muralla arancelaria que hemos construido en tomo nuestro. No necesitamos pedir reciprocidad; si abolimos nuestras aduanas y suprimimos nuestros inspectores de equipajes y confiscadores de Biblias, el Canadá no sostendría los suyos, ni podría sostenerlos. Esto haría de los dos países, prácticamente, uno. El que los canadienses prefieran conservar un Parlamento separado y pagarse un pequeño lord inglés para mantener una parodia de corte en Rideau Hall, no nos concierne en lo más mínimo. Las íntimas relaciones provinientes del comercio sin restricción suprimirían pronto la frontera, y los mutuos intereses y conveniencias nos conducirían rápidamente a extender sobre ambos países las mismas leyes e instituciones generales.

Y lo mismo ocurriría con nuestros parientes del otro lado del mar. Con la abolición de nuestras aduanas y la apertura de nuestros puertos a la libre entrada de todas las cosas buenas, el comercio entre las islas Británicas y los Estados Unidos llegaría a ser tan intenso, el intercambio tan íntimo, que seríamos un solo pueblo y harían, inevitablemente, tan idénticas la circulación monetaria, el sistema postal y las leyes generales, que ingleses y americanos se sentirían tan ciudadanos de un común país como se sienten ahora el neoyorquino y el californiano. Tres mil millas de agua no son, para esto, un impedimento mayor que tres mil millas de tierra. Y con relaciones tan estrechas, los lazos de la sangre y del idioma se fortificarían, y los intereses mutuos, las conveniencias generales y los sentimientos fraternales conducirían pronto a un pacto que, en nuestras propias palabras, uniría a todos los pueblos que hablan inglés en una liga «para establecer la justicia, asegurar la tranquilidad interior, proveer a la común defensa, promover el bienestar general y conseguir las bendiciones de la libertad».

De este modo el librecambio uniría lo que hace un siglo separó el proteccionismo, y, en una federación de las naciones de idioma inglés —la lengua mundial del porvenir—, daría el primer paso para una federación del linaje humano.

Y el rechazar nosotros la protección tendría tendencias análogas sobre nuestras relaciones con los demás pueblos. Enviar delegaciones para promover el comercio con nuestras hermanas las repúblicas de la América española, de nada sirve mientras mantengamos un Arancel que repele su comercio. No tenemos más que abrir nuestros puertos para atraer ese comercio y aprovechamos de todas sus ventajas naturales. Y más potente que todo lo demás sería la influencia moral de nuestra nación. El espectáculo de que una república continental como la nuestra ponga verdaderamente su fe en el principio de la libertad, revolucionaría el mundo civilizado.

Porque, como hemos demostrado, esta violación de los derechos naturales que impone derechos arancelarios, está inseparablemente ligada a aquella violación de los derechos naturales que compele a las masas a pagar tributo por el privilegio de vivir. No puede abolirse la una sin la otra, y una república donde el principio de librecambio sea llevado así hasta su conclusión, donde los iguales e inalienables derechos del hombre sean reconocidos de este modo, sería verdaderamente como una ciudad asentada sobre una cumbre.

Los peligros para la República no vienen de fuera, sino de dentro. Lo que amenaza su seguridad no es la escuadra que zarpe de las playas europeas, sino la legión de vagabundos errantes por sus caminos. No debe alarmamos que Krupp esté fundiendo monstruosos cañones y que en Cheburgo y Woolwich se almacenen proyectiles de increíble poder destructivo; pero sí hay una nube oscura en el hecho de que los mineros de Pensylvania trabajen por sesenta y cinco centavos al día. Ningún invasor triun-fante podrá hollar nuestro suelo hasta que el tizón de «los latifundios» haya acarreado «la mala cosecha de hombres»; si hay peligro de que nuestras ciudades ardan, está en las antorchas encendidas por la guerra civil y no por los obuses extranjeros.

Contra tales peligros po nos resguardarán las fortalezas, no nos protegerán los blindajes, ni nos serán de provecho los ejércitos permanentes. No serán evitados por ninguna imitación simiesca del proteccionismo europeo. Vienen de nuestra carencia del verdadero espíritu de libertad que fue invocado al constituirse la República. Pueden ser evitados únicamente conformando nuestras instituciones con el principio de libertad.

Porque es verdad, como declaró la primera Asamblea Nacional de Francia, que da ignorancia, abandono o menosprecio de los derechos humanos, son las únicas causas de las desdichas públicas y la corrupción de los Gobiernos».

He aquí la conclusión total: Proceder para con otros como quisiéramos que procedieran para con nosotros mismos; respetar los derechos de los demás tan escrupulosamente como queremos que sean respetados nuestros derechos, no es un simple consejo para la perfección individual, sino la ley a la cüal tienen que acomodarse las instituciones sociales y la política nacional, si queremos conseguir los beneficios de la abundancia y de la paz.

INDICES

INDICE DE MATERIAS Y AUTORES

Almacenes cooperativos, página 92.

América, República de; recursos de, 362.

Balanza mercantil, 141; origen de la idea, 153.

Briggs, Thomas, 358.

Bright, John, 311.

Buckle, 361.

Capital, no es el opresor del trabajo, 309; no hay conflicto entre capital y trabajo, 340; confusiones acerca de él, 338.

Carey, H. C., 31, 105.

Cobden Club, opuesto al verdadero librecambio, 36.

Cobden, Ricardo, 311, 358.

Comercio internacional, regido por el coste comparativo de producción, 178; naturaleza y funciones del, 70; un modo de producción, 230.

Competencia, funciones y efectos, 339.

Concentración, causas de la tendencia hacia la, 195.

Derechos, exportación e importación comparados, 144.

Derechos de exportación, objeciones a los, 144.

Derechos de importación, recaen sobre los consumidores, 96; afirmación de que son pagados por los extranjeros, 112.

De Tocqueville, 221.

Deudas públicas, 251.

Distribución, efectos del aumento de producción sobre, 290.

Drawbacks, 111.

Economía política, sencillez de la, 29; su método, 45; sistema mercantil de, 158.

Esclavitud, dos formas de, 304; influencia de la esclavitud americana sobre la opinión pública, 329.

Evarts, Wm. M., 161.

Exportaciones, debidas a otras cosas que al comercio, 146.

Fisiócratas, 35, 322, 324.

Greeley, Horacio, 80, 88, 120, 121, 137, 178, 208, 238.

Gronlund, Lorenzo, 337.

Hacienda, federal, posibles recursos de la, 356.

Hierro, efectos del derecho sobre, 181, 209.

Hoyt, Enrique M., 275.

Hyndman, H. M., 337.

Importaciones, en un comercio provechoso deben exceder a las exportaciones, 145; no siempre implican exportaciones, 147.

Individualismo, 336.

Interés, tipo de, como razón para la protección, 175.

Invención, efectos de la maquinaria, 297.

Irlanda, aranceles e industria de, 39; envíos de América a, 147.

Librecambio, de interés general, 34; no es una invención inglesa, 36; es el comercio natural, 35; británico, 35; en los Estados Unidos, 37; en Irlanda, 39; causas que han prevenido contra él a los trabajadores en los Estados Unidos, 40, 253, 261; y socialismo, 333; deficiencia de los argumentos con que habitualmente es defendido, 253, 262; movimiento en Inglaterra, 262, 358, 325; verdad, 311; por qué sus defensores han sido tan vacilantes, 325; significa la paz, 363.

Malthus, 30.

Manufacturas, natural desenvolvimiento de las, 183; localización de las, 189; necesidad de una gran demanda, 190.

Maquinaria, efectos de la, 287.

Marineros, carácter de los, 222.

Marx, Carlos, 336.

Mill, John Stuart, 31, 113.

Moneda, confusiones que nacen del uso de la, 153; fluctuaciones en su valor, 230.

Monopolios del carbón y el hierro, 209, 342.

Navegación, efectos de las leyes sobre, 218.

Primas, 109, 117, 127, 128.

Problema arancelario, su importancia, 25; no puede ser confiado a los especialistas, 28; no es complicado, 28; no ha sido discutido enteramente, 29; no puede ser entendido sin ir más lejos que hasta ahora, 29, 253; paradojas a que conduce, 287.

Producción, lo que abarca, 85; coste de, no determinado por los

salarios, 167; superioridades para, 134; factores de, 203; aumento de, no beneficia a todos, 262.

Propiedad • literaria internacional, 237.

Propiedad de la tierra, 203, 301, 306; cómo fue instituida en Inglaterra, 327.

Propiedades inglesas en América. 148, 309.

Propietario territorial, no es un productor, 204.

Protección; en Inglaterra, 33, 131, 180; fines plausibles, 27; aceptación general, 33; influencias a ella adscritas, 34; no es americana, 38, 65; en el caso de Irlanda, 39; causas que previenen a los trabajadores en su favor, 41, 256; su espíritu es de hostilidad, 35, 53, 62; sus tendencias corruptoras, 55, 104, 119; lo que estorba, 69; un mundo adaptado a, 75; su génesis, 95, 99, 157; es boycotearse a sí propios, 134, 181; los beneficiados realmente por ella, 197; efectos sobre los precios, 114; efectos sobre los provechos, 115, 197; efectos sobre otros países, 180; efectos sobre el valor de las tierras, 205; primero se pide para el establecimiento de nuevas industrias, 123; discrepancia entre los escritores proteccionistas y los argumentos usuales, 127; fuerza que saca de las confusiones de ideas nacidas del uso de la moneda, 156; efectos sobre la industria americana, 213; daños al desenvolvimiento de las manufacturas, 183, 197, 213; tiende hacia una injusta distribución, 265; argumento del mercado nacional, 132; argumento de la balanza mercantil, 141; argumento de los altos salarios; 165; argumentos derivados de las superioridades o inferioridades, 175; abolición de, estimularía la industria, 211, 254; alegato para la abolición gradual, 250; efectos sobre los salarios, 261; no puede ser abolida en los Estados Unidos en los mismos términos que lo fue en Inglaterra, 264; y salarios, 252; no puede proteger el trabajo, 233; su fuerza efectiva, 276; cómo da trabajo, 277; no puede detener las tendencias concentradoras, 299; fortalecida por los contradictores, 285; su relación con el monopolio de la tierra, 353.

Proteccionista, teoría universal, 51; opuesta a las naturales perfecciones e impulsos, 57, 82; unidad, arbitraria y mudable carácter de la, 61; incongruencias, 61, 121; aplicable a las pequeñas mejor aún que a las mayores divisiones, 63; no puede ser llevada a la práctica, 119; Aranceles, 107.

Quesnay, 36, 324.

Regalías mineras, 208.

Riqueza, el aumento de, no beneficia a todas las clases, 261.

Rogers, profesor Thorold, 271.

Salarios, un alto nivel de, beneficioso para el Estado, 27; hipótesis de que son más altos en los Estados Unidos a causa del Arancel, 45; no son el factor determinante del coste de producción, 167; tipo de, relacionado con el valor de las tierras, 172, 246; efectos de la protección sobre, 227; tendencia a un nivel común, 231; regulado por la competencia en el mercado de trabajo, no el mercado de cosas, 231; no aumenta con el beneficio de los patronos, 240; en las más extensas ocupaciones determina el tipo general de, 243; efectos de la abolición de la protección sobre el, 261.

Salvajes, la rudeza de sus métodos se debe a su aislamiento, 191.

Scully Wm., propiedades americanas de, 148.

Smith, Adam, 30, 36, 116, 135.

Smith, E. P., 105.

Sobreproducción, 263.

Socialismo, relaciones del librecambio con el, 333.

Spencer, Herbert, 315.

Sumner, profesor' W. G., 283.

Tabaco y cigarros, impuestos sobre, 96.

Tarifas, su origen, 95; las primeras americanas, 40; son restricciones no para los extranjeros sino para el pueblo que se las impone, 70, 180; de renta, 95; protectoras, 107; frecuentes modificaciones de ellas, 200; ley de 1873 como ejemplo de sus desatinos, 119.

Thompson, profesor R. E., 61, 80, 88, 105, 160, 222, 276.

Tierra, valor de, aumenta a medida que disminuyen los salarios, 171; efectos de la propiedad privada de, 195, 204, 301; el factor pasivo de la producción, 204; monopolio de las minas y de los bosques, 202; influencia del precio de, sobre los salarios, 240; monopolio de, atribuye la regulación del trabajo, 292, 312; valor de, 306; cómo pueden ser establecidos los derechos iguales sobre, 312; necesidad de una posesión garantida, 313.

Trabajador, significado pleno del vocablo, 93.

Trabajo, considerado por los proteccionistas como un fin, 276; cómo nace esta creencia, 279.

Trabajo, su eficacia varia con los salarios, 169; entraña la medida del valor, 138, 171; el relativo, no el absoluto coste del, determina los cambios, 167; la verdadera medida del valor, 230; no es protegido por el Arancel, 236; sus condiciones se van haciendo más penosas, 265, 289; impotencia de él solo, 284; causa de su empobrecimiento, 301.

Trades-Unions, influjo sobre la competencia, 233, 241; pueden hacer poco, 335.

Tributación, indirecta, 102.

Tributos, directos e indirectos, 96; sobre el lujo, 321; sobre el valor de las tierras, 321; federales, 356.

Valor, la medida del trabajo que entraña, 138, 167.

Wells, D. A., 199.

Pág.

la    primera edición española    ........................ 9

Prólogo a Prólogo a Prefacio . Capítulo


la    tercera edición en lengua    castellana ............... 15

.........................  21

I.    Introducción .............................. 23

II.    Despejando el oampo ..................... 33

III.    Del método.............................. 45

IV.    De la protección como una necesidad    universa!.    51

V.    La unidad proteccionista .................. 61

VI.    Comercio ................................. 69

VII.    Producción y productores .................. 85

VIII.    Arancel de renta.......................... 95

IX.    Arancel protector ........................ 107

X.    El fomento de la industria ............... 121

XI.    El mercado nacional y la producción    nacional.    131

XII.    Exportaciones e importaciones............... 141

XIII.    Confusiones que nacen del uso del    dinero ...    153

XIV.    Los altos salarios ¿necesitan protección? ......165

XV.    De las ventajas y desventajas naturales como

argumentos del proteccionismo.............. 173

XVI.    El desarrollo de las industrias.............. 183

XVII.    Protección y productores .................. 197

XVIII.    Efectos de la protección sobre la    industria

americana................................. 213

XIX.    La protección y los salarios ............... 227

XX.    La abolición de la protección............... 249

XXI.    Insuficiencia de los razonamientos    librecambistas .................................... 235

Pág.

Capítulo XXII.    La verdadera flaqueza del    librecambio ...... 261

—    XXIII.    La verdadera fuerza de    la    protección ...... 275

—    XXIV.    La paradoja .............................. 287

—    XXV.    El ladrón que toma todo    lo    que queda ...... 301

—    XXVI.    El verdadero librecambio    ................... 311

—    XXVII.    El león en el camino ..................... 325

—    XXVIII.    Librecambio y socialismo    .................. 333

—    XXIX.    Política práctica........................... 347

—    XXX.    Conclusión................................. 361

Indice de materias y autores ................................. 369

Apreciaciones sobre Henry George

Albert Einstein - "Hombres como Henry George son desafortunadamente muy pocos. No es posible imaginarse una más bella combinación de agudeza intelectual, forma literaria y ferviente amor a la justicia.”

Sun Yat Sen - "Intento dedicar mi futuro a promover el bienestar del pueblo de China como pueblo. Las enseñanzas de Henry George constituirán la base de nuestro programa de reforma."

Henry Ford - "Debemos basar nuestro sistema fiscal y economía en las enseñanzas de Henry George."

Aldous Huxley - De su prólogo al libro inglés, Bravo Mundo Nuevo (Brave New World), "Si tuviera que volver a escribir el libro ofrecería una tercera alternativa ... la posibilidad de aplicar el sentido común ... la economía sería descentralizada y henrygeorgista."

Franklin D. Roosevelt - "Henry George fue realmente uno de los grandes pensadores que ha producido nuestra nación . . . Deseo que sus escritos sean mejor conocidos y más claramente comprendidos."

Leo Tolstoy - "La gente no contradice las enseñanzas de Henry George; simplemente las desconoce. Aquellos que llegan a comprenderlas no pueden menos que estar de acuerdo con ellas."

John Dewey - "Se requieren menos dedos que los que hay entre ambas manos para enumerar a aquellos que, desde Platón hasta nuestros días, pueden estar a la altura de Henry George, entre los grandes filósofos sociales que han existido en el mundo."

punto la suma de trabajo que puede darse, que ahora no hay bastante para todos si no se lo divide en pequeñas «tomas».

Cuando los hombres están así acostumbrados a pensar y a hablar del trabajo como deseable en sí mismo, ¿puede admirar que un sistema que declara «dar trabajo» obtenga fácilmente popularidad?

El proteccionismo, examinado en sí propio, es absurdo. Pero no es menos absurdo que muchas otras creencias populares. El profesor W. G. Sumner, del Colegio de Yale, un buen representante de los llamados «librecambistas», que han tratado en vano de debilitar la fuerza del proteccionismo en los Estados Unidos sin tocar a sus raíces, intentó, ante la Comisión Arancelaria de los Estados Unidos, en. 1882, llevar el proteccionismo a una reductio ad absurdum declarando que implicaba proposiciones como éstas: que un gran ejército permanente tendería a aumentar los salarios sustrayendo hombres a la competencia del mercado de trabajo; que los pobres en los asilos y los condenados en las prisiones deben, por la misma razón, estar sin trabajar; que es mejor para las clases trabajadoras que la gente rica viva en la ociosidad en vez de que trabaje; que las Trade Unions impidan a sus miembros el que disminuyan la demanda de trabajo siendo demasiado laboriosos, y que la destrucción de la propiedad en los tumultos debe ser bueno para las clases trabajadoras porque aumenta el trabajo para rehacerla.

Pero quienquiera que escuche lo que de ordinario dicen los hombres y lea periódicos encontrará, que lejos de que tales nociones parezcan absurdas al espíritu vulgar, son ideas habituales. ¿No es verdad que los «buenos tiempos durante la guerra» son generalmente atribuidos al «trabajo proporcionado por el Gobierno» llamando tantos hombres a las armas, y a la activa demanda de mercancías ocasionada por su consumo improductivo y por la efectiva destrucción? ¿No es verdad que en todos los Estados Unidos las clases trabajadoras protestan contra el empleo de presos de este o el otro o esotro modo, y prefieren mantenerlos en la ociosidad a que «usurpen el trabajo a los hombres honrados»? ¿No es verdad que el rico que «da trabajo» a otro por su inútil despilfarro es mirado universalmente como mejor amigo de los trabajadores que otro rico que «tome el trabajo de quienes lo necesitan», haciéndolo él?

En sí mismos, estos conceptos pueden ser, como el citado profesor declara, «miserables embustes que pecan contra el sentido común», pero nacen del reconocimiento de hechos actuales. Tomad el más absurdo de todos: el incendio de una ciudad es realmente una disminución del conjunto de riqueza. Pero el despilfarro implicado por el incendio de una ciudad ¿es más efectivo que el despilfarro implicado por la permanencia en la ociosidad de hombres que serían dichosos en reconstruirla? Donde todos los que necesitan trabajar pueden tener ocasión de ello, sería verdaderamente claro que la permanencia de los presos, los pobres o los ricos en la ociosidad tienen que disminuir las ganancias de los trabajadores, pero donde cientos de miles han de sufrir privación a causa de su imposibilidad de encontrar trabajo, el trabajo de quienes pueden sostenerse a sí mismos o ser sostenidos sin él, parece que es quitar la ocasión de trabajar a aquellos que más lo necesitan o más lo merecen. Tales «miserables embustes» continuarán dominando los espíritus de los hombres hasta que se dé una explicación satisfactoria de los hechos que hacen del «vivir para trabajar» una dádiva. Intentar, como los «librecambistas» del linaje del profesor Sumner, desarraigar las ideas proteccionistas desconociendo esos hechos, es enteramente ilusorio. Lo que toman por un vástago que puede ser arrancado por un esfuerzo vigoroso, es en realidad el tronco de un árbol cuyas extensas raíces se hincan en la roca firme de la sociedad. Una Economía política que no reconozca injusticia social más profunda que la imposición de un Arancel protector en vez de un Arancel de renta y que, con tales frívolas excepciones, sea una justificación de «las cosas como están», repugna al instinto de las masas. Decir a los trabajadores, como el profesor

1

A partir de 1918 dichas provincias volvieron a ser francesas y a ser protegidas contra Alemania.

2

Actualmente, la población se ha triplicado, pero los hechos apenas han cambiado.